jueves, 20 de marzo de 2014

Wilhelm Reich

Cuando yo tenía catorce, quince años, había en la pandilla un chico unos años mayor que los demás que ejercía de gurú. Él nos enseñó que en el mundo se superponían dos dimensiones: una visible y otra secreta, lo que podíamos ver y lo que en realidad estaba ocurriendo. Muchas veces íbamos por la calle, asistíamos a una escena y enseguida acudíamos a él para que nos explicase lo que estábamos viendo, como si nosotros fuésemos ciegos. A veces, después de salir del cine le pedíamos que nos contase la película que acabábamos de ver.

La clave de lo que en realidad estaba ocurriendo estaba en los libros. Y él había leído todos los libros. No los de los mayores, los que nos pedían en el colegio, los que los adultos querían que leyésemos, sino los que merecía la pena leer. Venía y nos contaba que Hernán Cortés jugaba al ajedrez con Moctezuma y que le hacía trampas. O que el primer cóndor que se mandó a Europa desde América medía seis metros de una punta de un ala a la de la otra… Las cosas que molaba saber. Él fue quien nos contó los libros de Castaneda. Él nos hizo adictos a ellos. Adorábamos a Castaneda y a don Juan Matus y queríamos viajar a Ixtlán y entrar en el nagual. Mucho antes de leer por nuestra cuenta aquellos libros, nosotros ya los conocíamos. Incluso comprobamos después que había episodios en los que el original no estaba a la altura de su copia.



En una época en la que todos los chicos de nuestra edad se la meneaban como monos, nuestro gurú fue quien acudió a nuestro rescate con sus lecturas. El profesor de religión nos decía que la masturbación producía tuberculosis. Y la madre de uno de nuestros amigos, una mujer extraviada en su época, pues con ella se podía hablar de estas cosas, nos decía que tuberculosis, no, pero que la médula espinal se te acababa licuando. (Estoy seguro de que aquella mujer no nos lo decía para meternos miedo, sino porque alguien se lo había dicho a ella y ella se lo había creído). Aun en esa atmósfera opresiva de miedo y culpa, no podíamos dejar de matarnos a pajas. Entonces nuestro gurú llegó un día y nos habló de Reich. Wilhelm Reich. Reich había dicho: Masturbarse no es malo. Lo malo es pensar que es malo. Fue un alivio infinito. Reich nos salvó. Nos devolvió la salud. Nos limpió la cabeza de porquería.

Reich explicaba que en cualquier organismo vivo, más importantes que los mecanismos de carga son los de descarga. Por eso es tan importante el orgasmo. Un organismo que se va cargando de tensión sexual que no se descarga acaba enfermando.

Según Reich el mundo está penetrado de una energía que lo empapa todo. Él la llamó energía orgónica y es como el prana de los hinduistas (que entra en los seres vivos a través de la respiración), una energía que flota por todas partes, por todo el universo. Los desequilibrios de energía orgónica, según Reich, producen todas las enfermedades, incluso las más puramente físicas, como el cáncer.

Según Reich el nazismo había tenido tantos seguidores por su principal símbolo, la cruz gamada, que llegaba a las capas más profundas de la psique, al representar de manera esquemática a una pareja copulando, el acto en el que se ventila más energía orgónica. Todo esto nos lo contaba nuestro gurú.

Reich había sido el único psicoanalista que había querido llevar el psicoanálisis a la clase obrera. Había intentado conciliar materialismo dialéctico y psicoanálisis (esto me sobrepasaba). Lo habían ido expulsando de muchos países (Alemania, Dinamarca, Suecia…). “Curiosamente, los países más adelantados en educación sexual.”

Reich acabó en Estados Unidos. Allí instaló su laboratorio para seguir investigando sobre la energía orgónica. Le acabaron acusando de comportamiento inmoral (parece ser que la acusación principal era que animaba a los jóvenes que trabajaban en su laboratorio a masturbarse, cuando no tuviesen ocasión de tener trato sexual con otra persona. Lógico). Lo metieron en la cárcel. Dicen que para recibir beneficios penitenciarios se prestó a servir como conejillo de indias en un programa médico experimental. Después de una inyección se quedó tieso.

De toda la historia de Reich había un episodio especialmente fascinante. En Estados Unidos construyó un acumulador de energía orgónica, un aparato que pensaba utilizar para curar enfermedades. Su base teórica era muy sencilla. Hay materiales que atraen esa energía (la lana por ejemplo) y materiales que la repelen (el metal). Entonces hizo una caja cuyas caras exteriores eran de lana (que atraían la energía orgónica) y las interiores de metal (que la rechaza). De tal manera que la energía orgónica, ella sola se acababa acumulando en el interior. Para intensificar el efecto puso varias cajas, con la misma composición, cada vez más pequeñas dentro de la más grande. Para conseguir apoyo a su teoría y a su proyecto, se fue a ver a Einstein, que estaba en Princeton. Einstein no se creía aquella historia de la energía orgónica, una energía que no había detectado nunca ningún físico. Entonces Reich le mostró el prototipo de su acumulador. Lo pusieron sobre una mesa y metieron en el interior un termómetro. En poco tiempo la temperatura subió varios grados. Se estaba concentrando una energía medible. Einstein no se lo podía creer. “¡Pero esto es una bomba!” Le pidió a Reich que le dejase su máquina para estudiarla. Unos días después le escribió diciéndole que había encontrado una explicación física. El calor aumentaba dentro de la máquina porque el calor de la habitación ascendía por convección en el aire caliente hasta que topaba con la mesa, bajo la que se iba acumulando. La mesa se iba calentando y su calor se transmitía al acumulador. Así de sencillo. Reich se indignó. No podía ser que Einstein creyese de verdad en una explicación tan idiota. Tenía que ser la explicación de alguno de sus ayudantes. Indignado, le pidió a Einstein que le devolviera su acumulador. Einstein le respondió cándidamente: “Creí que era un regalo…”

Pero Reich no se rindió. Utilizó su acumulador para atraer nubes y hacer llover en lugares desérticos. Él decía que había hecho llover en el desierto de Arizona. Martin Gardner, que hizo en el Scientific American un artículo irreverente sobre Reich, en el que se meaba de risa a propósito de toda su obra, negó que hubiese hecho llover ni en el desierto ni en ningún sitio. Hace poco se lo conté a Adolfo Martínez. Cuando acabé de contárselo, sacudió la cabeza y dijo: No hizo llover. Y si Adolfo, que está escribiendo una novela sobre el tema de la sequía, dice que Reich no hizo llover en el desierto de Arizona, es que no hizo llover. Y no hay más que hablar.

7 comentarios:

  1. Paloma González Rubio20 de marzo de 2014, 12:09

    Es seguro entonces que no hizo llover. Adolfo es como el chico que ya ha leído los libros que importan y hace que la copia resulte mejor que el original. En este caso, de todos modos, lo que me gusta es que seas tú quien cuentes las historias que contaba el chico de la adolescencia y que también cuentes las de Adolfo, Emilio.

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  2. ¡Qué bonita entrada, Emilio, y tan llena de contenido! A mí también me marcó Wilhelm Reich, especialmente en dos obras: "La psicología de masas del fascismo", que, entro otras cosas, venía a postular que la represión sexual llevaba a un apoyo al autoritarismo, y "La revolución sexual", de la que hablas. Y también recuerdo, de la misma época, "El miedo a la libertad", de Erich Fromm. Gracias por esta entrada.

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  3. Confiésalo, Emilio, el gurú eras tú ;-))

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  4. yo también pienso como Anónimo, que el gurú lo tenemos mas cerca...

    muy buena la entrada Emilio. Un abrazo de la familia mas numerosa de Castillo.

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  5. oye.. y el adolfo ese.. estuvo allí?

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    1. El Adolfo ese, como lo llamas, era una persona admirable y excepcional que leía todo, de todo, y muy especialmente sobre el tema del agua y la sequía. Sobre ella nos ha dejado una novela magnífica con ese título, "La sequía", amén de otras varias y una impresionante obra pictórica y escultórica. No viajó a Arizona, que yo sepa, aunque posiblemente pueda ya hallarse en cualquier parte. Por ventura detrás de ti, sonriendo con la benignidad e indulgencia que lo distinguían.

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    2. Olé, Dativo. Qué elegancia de respuesta.

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