lunes, 25 de abril de 2016

Adolfo por Adolfo

Por Luis Junco

Hoy, por fin, he podido leer entero el último libro de Adolfo M. Martínez. Y no me refiero a la novela La sequía (que ya conocía), que da título y es el ingrediente principal del libro. Sino al conjunto en sí: los otros textos de Adolfo que la acompañan, las fotografías, los panegíricos, prosas y poemas de conocidos y discretos ingenios que con su colaboración intentaban conjurar de una u otra manera la muerte de un amigo que se veía cercana. Creo sinceramente que el resultado ha sido uno de esos raros libros felices que las circunstancias apuran y el tiempo llena de significado y emoción.

Transcribo a continuación uno de esos textos -Viajo por el Renacimiento y el sosiego- en que Adolfo se nos muestra con todo la fuerza de su genio y originalidad:

Yo no nací: eclosioné. Mi madre puso el huevo en San Clemente y yo rompí el cascarón en Villaescusa de Haro, ambos de Cuenca. Los que hemos venido al mundo así no tenemos biografía, ni siquiera historia, tenemos sucesos, nos ocurren cosas. Imagino que igual les ocurre a quienes nacen en un avión o en un barco en alta mar: "¿Lugar de nacimiento?": "43º 30´E y 12º 30´N". Me pusieron de nombre Adolfo.

De mi primera infancia no tengo recuerdos que se deban contar. Después sí: un día estaba en la puerta de la carpintería de Chiva con mi amigo Mirote, algo mayor que yo, yo tendría siete u ocho años, cuando pasó una mujer y me dijo Mirote: "Dile, a esa, puta". Y, en mi ignorancia, le dije: "Puta". La mujer fue a casa a contarlo. Cuando regresé, mi padre se encerró conmigo en una habitación, cerró con llave por dentro y me dio la correspondiente paliza. Sobreviví. Luego, cuando superé mis estudios de psicoanálisis me di cuenta que mi padre hizo lo que debía y que el psicoanálisis es mentira.

Tendría unos doce o trece años y me encapriché de una armónica. Me la compró mi abuelo. Una Chromónica III con cambio para sostenidos y bemoles Höhner. Le decían, a mi abuelo, Pepe el carretero porque se dedicaba a preformar en madera de encina los radios y las pinas que luego le compraban los carpinteros para fabricar las ruedas de carros y galeras. No se me daba mal la armónica, lo malo es que aprendí a tocarla al revés: los graves a la derecha y los agudos a la izquierda, así que cuando en el conservatorio me sentaron delante de un piano, graves a la izquierda y agudos a la derecha, me quedé paralizado. Bueno, podría interpretar la obra de Cage 4´33´, toda vez que esta composición es un largo silencio de 4´33´´ y no hay que pulsar ninguna tecla. No obstante, aprendí a ser un aceptable oyente.

Terminado el bachillerato, me preguntó mi padre qué quería estudiar, le dije que Filosofía, se me quedó mirando de arriba abajo y mi hermana me matriculó en Derecho. Al terminar fui a un centro psicotécnico para que averiguasen que para qué servía yo, y me dijeron que para escaparatista. Me mariculé en Medicina y obtuve un sobresaliente en Biología, un notable en Bioquímica, y matrícula de honor en Psicología médica. Allí me enseñaron que para salir a la calle es imprescindible conocer el segundo principio de la termodinámica.

Desde ahí me vine al campo a pintar y esculpir. Y a labrar la tierra como Séneca, Escipión Emiliano, Cromwell y otros.

Mi fe: soy dudante aunque profundamente religioso. Desde por la mañana hasta por la noche merodeando por las tinieblas a ver si atrapo un trozo de luz. El otro día en el pub que regenta Mari, una sobreviviente, en Villaescusa, me preguntó al compás de un programa de televisión: "¿Cuál es tu ídolo, Adolfo?" "Mi ídolo soy yo", le contesté.

He escrito una novela, dicen que recia, titulada Erótica rural. También dicen que es divertida. Narra la vida o la muerte por estos páramos. "Así es La Mancha", me dijo alguien. He fundado en mi casa, la vieja Universidad de Villaescusa de Haro, un palacio rural con la idea de sumergir al viajero en el Renacimiento, el silencio y el sosiego.

Frustraciones: el precio que se paga por hacer camino al andar. Algún arañazo al atravesar las zarzas.


Proyectos: hacer de la casa rural una obra de arte, pintar dos o tres cuadros. Escribir tres o cuatro libros. Labrar el campo. Dice el narrador de Erótica rural: "Cuando tengo que labrar por aquí me vengo para todo el día. Sobre las tres, enfilo hacia esa carrasca para comer a su sombra. Si es tiempo de bellotas me como alguna. Son muy dulces. Y pienso que la manera ideal de morir es, mientras levantas el brazo y te izas sobre las puntas de los pies para coger aquella bellota, sentir un latigazo en el pecho y en el brazo y caer frito debajo de la carrasca. Sin médicos, sin olor a hospital ni a jubilados". "Sin curas", añadió Antonio. "Sin nadie. Porque siempre te mueres solo. Una muerte limpia, como un suicidio bien ejecutado".  

La sequía, de Adolfo M. Martínez (La Discreta, 2016)

lunes, 11 de abril de 2016

El padre de Nathan Brittles

Por Dativo Donate

La relación entre cine y literatura suele resumirse en la frase lapidaria hecha meme, tan frecuente cuando se contraponen: "El libro es mejor". Ocurre que, a menudo, la película suele consistir en una traslación al lenguaje fílmico del texto literario, generalmente una novela. La labor del adaptador cinematográfico incluye una poda concienzuda de todo aquello que, por razones de metraje, no puede incluirse en el texto cinematográfico. Naturalmente, el lector de la narración escrita se verá defraudado en la versión cinematográfica, pues no todo cabe aquí. Sin embargo, algunas veces el libro puede ser un simple punto de partida que el cineasta escoge para crear su mensaje. De ahí que llame la atención sobre Un tronar de tambores (Valdemar) que es el conjunto de relatos que John Ford escogió para crear su famosa trilogía de la caballería: Fort Apache, She wore a Yellow Ribbon (La legión invencible) y Río Grande.

Del autor es muy elocuente la opinión de su hijo: "Un fascista, un racista y un notorio intolerante". Al parecer, James Warner Bellah era uno de esos norteamericanos intransigentes, ultraconservadores y partidarios de la supremacía blanca y protestante. Misógino también, en su visión heroica de la mujer como sufrida herramienta para estimular el heroísmo del militar.

Los relatos que John Ford escogió abundan en los tópicos sobre los indios sanguinarios, al tiempo que muestran profundo conocimiento de la vida en la frontera y el quehacer de la caballería norteamericana. Se equivocará quien piense que son relatos planos, maniqueos, insustanciales y ajenos a la literatura. Son relatos feroces y consistentes, con considerables dosis de realismo e imprevistas puñaladas de poesía. Esto, si el realismo consiste en transmitir al lector una serie de percepciones sobre la realidad que el lector o bien desconocía, o había pasado por alto, o bien reconoce desde una perspectiva poderosa y esclarecedora. Y si la poesía consiste, a su vez, en un fogonazo de claridad que refuerza una expresión inesperada.

Hay que decir que John Ford adaptó los relatos con enorme habilidad. Y en la labor de adaptar se incluye una reescritura de los personajes y las situaciones que dicen mucho sobre el gran director y su equipo. John Ford añade el humor a la épica de la aventura —qué grandes actores eran Ward Bond o Victor MacLaglen—; y combina la hondura de los personajes con la verosimilitud sobre la vida militar de la caballería, mérito esta última de  James Warner Bellah.

Hay que admitir más de un punto de interés. La visión maniquea del indio cruel es la que prevalecía entre los mismos protagonistas de los relatos. Añade autenticidad a la construcción de estos relatos porque reconstruye con fuerza la psicología de los pioneros. Que el autor poseyese también esta visión, y que glorificase la vida militar per se resulta —en vez de un enfadoso inconveniente— un cierto valor añadido, casi documental. Son relatos que hoy ya no se escribirían, restos arqueológicos de una mentalidad que creemos felizmente superada, y cuyo ocaso el mundo se encarga de desmentir constantemente.

Dice mucho de John Ford, a quien se ha acusado —injustamente— de esa misma visión, que atemperase en sus películas la versión original de los relatos. Ford contemplaba la psicología de los indios de las praderas, y las causas de su ferocidad. Es verdad que John Ford glorifica también la vida militar, aunque más bien ofrece una visión romántica de los héroes desaparecidos. Esos soldados que no se cansan de cantar canciones irlandesas a la menor ocasión, y que el autor de los relatos jamás menciona. Los héroes de Warner Bellah son estólidos, impasibles, implacables; los de Ford, en cambio, son muy humanos y a menudo atormentados, y siempre entrañables.


En cualquier caso le debemos a Warner Bellah la creación de ese personaje, Nathan Brittles, que supo encarnar John Wayne con más hondura de la que se le reconoce. Nathan Brittles será siempre ese John Wayne que en el crepúsculo de la tarde y de su vida riega con un cazo agujereado las flores que adornan las tumbas de su familia. Conviene verlo cabalgar de nuevo, angustiado por ese calendario que le anuncia su retiro inminente, para apreciar mejor al gran director que fue John Ford. Y también para valorar el pulso narrativo que lo alumbró, y el duro mundo de frontera de Warner Bellah.  

lunes, 4 de abril de 2016

Impresiones de paso o miradas desde el tren de la vida

(El pasado 18 de marzo, en la librería "La impossible" de Barcelona, se presentó "Impresiones de paso", el último poemario de Santiago López Navia, editado por La Discreta. En el acto, además del autor, participaron José Luis García Herrera, Miquel Lluís Muntané y Guillem Vallejo. Transcribimos a continuación lo que en ese acto dijo el poeta José Luis García Herrera.)




"En la ventana todo palpitaba
como fundido en mí. Yo aún no sabía
que nunca fue tan rápido mi paso
y nunca fue tan mío aquel paisaje."

Este breve poema, el número quince, del apartado "Las vías y las horas" que encabeza el primer capítulo de la segunda parte del libro, titulada "Trenes", reúne y resume, creo, en estos cuatro versos, la gran parte, en mi modesta opinión, de la esencia de Impresiones de paso.

Santiago López Navia, quienes le conocemos, quienes hemos tenido la fortuna de leerle con anterioridad, sabemos que es un gran observador. Un observador perspicaz. Y los que leáis este libro podréis traslucir esta particularidad en la práctica totalidad de los poemas.

Y un gran observador está siempre detrás de una ventana (ya sea física o figurada) contemplando la vida y, en especial, trascendiendo más allá de lo aparente, más allá de lo que vemos, o creemos ver, a simple vista. La realidad (o lo que pensamos que es la realidad) es una, pero compuesta de pequeños fragmentos que, a veces, para una gran mayoría, son prácticamente imperceptibles. Pero, para aquellos que no somos capaces de distinguir esas pequeñas muestras de realidad, contamos, afortunadamente, con la poesía de Santiago para verlas, reunirlas y para disfrutarlas.

El final del segundo verso y el tercero nos dan idea clara de la fugacidad de la vida, de ese trayecto en el que estamos embarcados y nos depara infinidad de emociones –agradables o dolientes– de situaciones –agradables o agobiantes–, en ese viaje que realizamos en un tren que no hace paradas y al que todos subimos y bajamos, aunque no nos lo parezca, tan solo una vez. Esa es la tragedia del viajero, de todo viaje: que el tiempo pasa veloz mientras nos detenemos a contemplar todo lo que vemos y, al instante, pasa a ser pasto del tiempo, del pasado, de la nada... Por eso el artista (ya sea poeta, pintor, escultor, etc.) intenta con su obra dejar atrapado ese espacio de tiempo vivido.

El verso que dice, más o menos, "Nunca fue tan mío aquel paisaje" me sugiere, nos sugiere, la idea de que jamás somos del todo conscientes de que todo lo que vivimos en el presente será nuestro legado cuando miremos hacia atrás. Y, más concretamente, cuando miremos hacia la etapa de la infancia en la que, por supuesto, jamás llegamos a imaginar que, desde la edad madura, nos miraríamos con los ojos vidriados de la emoción. Y sí, aquel paisaje fue nuestro, aquel paisaje que iba quedando atrás, a medida que el tren seguía, infatigable, firme, persistente, su rumbo.

Para mí, este libro, Impresiones de paso, incide sobre estos aspectos desde la visión de un poeta que, como ya he dicho, desea ver más allá de lo puramente aparente.

Debo reconocer, y reconozco abiertamente, que poseo una afinidad, en términos poéticos (y creo que en otros) con Santiago López Navia. Desde la lectura del primer verso de este libro sentí que había una conexión entre su manera de ver y de escribir y entre mi manera de leer y de percibir. Me seduce, y creo que a muchos de los que lean este libro les pasará de un mismo modo, la manera en la que Santiago afronta el poema y cómo va desgranando, verso a verso, su mundo y sus ideas. Una manera de escribir que, de manera directa, sin ambages, establece una relación muy particular con el lector, una complicidad que se genera desde el primer poema, desde el primer verso, porque la poesía de López Navia busca, como decía Aleixandre, "la comunicación", compartir, mostrar esas vivencias de una manera diáfana, clara, y revestida, únicamente, o especialmente, de esa emoción que nace de la mirada que trasciende, que ahonda en el interior, de aquello que no se ve pero, no por ello, deja de estar presente en todos nosotros.

El título del libro es franco y transparente, Impresiones de paso. Al leerlo tenemos una certeza, más o menos relativa, de lo que nos vamos a encontrar. Y esa misma transparencia, esa misma certeza, esa, podríamos decir, "mano tendida", es la que nos lleva a tomar el libro y ver cuáles son esas impresiones y qué lugares son los que ha transitado el poeta. Abrimos el libro, ya sea al azar o buscando el prólogo, y nos encontramos que está dividido en tres partes. No sé si el hecho de que sean tres partes es un tema casual. Yo creo que no. Creo que son tres los aspectos de su paso por la vida, de su caminar por el mundo, los que Santiago nos ofrece. La mirada, "la impresión" del viajero, del viajero que huye de las postales turísticas para adentrarse en la realidad de la vida cotidiana. La mirada del hombre que atraviesa la vida en el tren del tiempo y contempla, con los ojos de hoy y de ayer, su paso por la vida, el equipaje de la memoria; y la mirada del hombre que vive en una gran ciudad donde la prisa es la que marca el ritmo de los días y donde nadie, o casi nadie, tiene el momento necesario para detenerse y ver esas pequeñas cosas, esas pequeñas paradojas que suceden a nuestro alrededor.  El poeta ve y, sobre todo, lo que desea es "dar a ver", quiere que, a través de sus poemas, veamos la vida, la suya y la nuestra, a través de sus ojos, de sus versos.

Como ya he dicho, el libro está dividido en tres partes, "Orillas", "Trenes" y "Asfalto". Así se titulan. Sobre el carácter de cada una, y sobre lo que ya he comentado, será fácil discernir el eje central de cada una de las partes. Profundizaré un poco más en cada una, pero sólo un poco, pues no os voy a dar todo el trabajo hecho. Algo (o mucho) debe quedar cuando hagáis vuestra propia lectura y lleguéis a vuestras propias conclusiones.


"Orillas" se corresponde en parte con un viaje a Brasil donde el alma del poeta queda atrapada por la cruda realidad de las favelas:

"Allí bulle la vida a trompicones
como en una infinita madriguera
y puede adivinarse entre lo oscuro
la voz de un mismo hombre en su destierro."

de los niños que se ganan la vida en la calle:

"Igual que un arlequín, igual que un pájaro,
un niño derramado en su pirueta,
se ha puesto frente al coche, en el semáforo..."

para terminar con uno de los versos más preclaros del libro:

"Ya sabe el viajero: las respuestas
no importan si no importan las preguntas."

o la realidad de un país donde un simple apagón cancela el ritmo cotidiano de la vida.

Me gustaría centrar mi presentación en la segunda parte, en "Trenes". Para mí, que el viaje es un motivo, una fuente de inspiración de muchos de mis libros, esta parte posee un apego especial. Y, sin duda, es donde más punto de contacto, de conexión, tengo con la poesía de Santiago. El tren parte de la estación de la infancia, de esa época de la imaginación y de la inocencia, de los mitos, de la vida vista como una aventura sin límite, sin fecha de caducidad. Si es cierto que la imagen del tren como metáfora ya ha sido utilizada con anterioridad, con Santiago López Navia adquiere nuevos matices y perspectivas. Porque en este poemario el tren, los trenes, no son tan solo parte de la metáfora, son parte de un hecho real, parte de un doble viaje. El poeta nos habla de aquellos trenes que, en su infancia, tomaba para desplazarse en aquellos fines de semana donde Atocha, la estación, se llenaba de "voces infantiles y mochilas cargadas de mañana."

Este apartado del libro parte con dos citas, una de William B. Yeats y otra de Pedro Salinas, tan presente a lo largo de este libro: "El ansia de la ruta viajera". El poeta viaja desde niño, y en esos viajes se va forjando esa ansia viajera, esa necesidad de viajar y descubrir nuevos lugares, nuevas gentes y, también, nuevas estaciones y nuevos trenes. Viajes que reportan recuerdos de mañanas, de tardes y de noches en esos trenes que van y que regresan. Mañanas, tardes y noches con las que podría trazarse un paralelismo con infancia, juventud y madurez, estados que se alinean con cada etapa del día o, también, con el viaje de la vida: origen, recorrido y estación final.

La primera estrofa del primer poema, esos versos de las mañanas, ya nos emplazan con la infancia:

"Era en aquel momento de mi vida
cuando los días eran siempre largos
y todo el tiempo estaba por abrirse."

¡Cuánta verdad! ¡Cuán acertados estos versos! “...y todo el tiempo estaba por abrirse”.

Esos viajes en compañía del padre que siempre se inventaba alguna historia sobre los viajeros y que, muy seguramente, influyó en el hijo a la hora de fabular historias, sobre otros viajeros y, porque no, sobre sí mismo. Viajes a los que el poeta regresa con la experiencia de que los trenes, cada vez más, realizan menos paradas y con la certeza de que ese tren (físico o virtual) "ya no volverá a parar en sus andenes."

Y evoca aquellos sueños de infancia, aquellos viajes soñados, donde él era el conductor del tren y donde en su hoja de ruta "lo importante era el viaje mismo y no el destino." Sabias palabras, esplendorosos versos. Lo importante, realmente, es el viaje. Siempre.

La segunda parte de "Trenes", "Seis cuadros de mujer sobre raíles (escritos en metros clásicos)" es parte de ese juego de observador constante, una propuesta donde Santiago nos ofrece una muestra de su versatilidad y de su dominio de la composición métrica. Un juego que juega (valga la redundancia) su papel en el libro. Yo, personalmente, considero que después de toda la intensidad, de toda la carga emocional de los poemas anteriores, de toda la exigencia requerida al lector para seguir el trayecto del discurso, estos seis poemas aparecen como un soplo de aire fresco, como un respiro para, por un lado, arrancarnos una sonrisa y, por el otro, para retratar esas mujeres que, por diversos motivos, han sido observadas con detenimiento, con empatía, con curiosidad, por el poeta. Y todo ello, como ya he mencionado, dejando muestras palpables de su maestría a la hora de ceñirse a la rigidez de movimientos que exige la métrica.

Y llegamos a la tercera parte del libro, "Asfalto", donde Santiago vuelve a sorprendernos doblemente. En primer lugar, por plasmarnos detalles, situaciones, que suelen suceder, o que acontecen, en las grandes ciudades (paisajes de asfalto); detalles, hechos, de los cuales, en muchas ocasiones sólo somos conscientes cuando alguien nos los muestra y los vemos, entonces; y en segundo lugar, porque los poemas que configuran esta parte son haikus, y Santiago nos vuelve a deleitar con el dominio con el que maneja esta métrica, aparentemente sencilla piensan algunos (cinco, siete, cinco y plis plas); y tan compleja de realizar con acierto, preservando el espíritu original del haiku. Mencionaré sólo un par de ejemplos de los haikus de esta parte; los demás ya los iréis descubriendo cuando leáis este libro con la calma y el reposo que merece:

"Los pasos rápidos
se cruzan sin que nadie
cruce los ojos."

"Duerme en los bancos
la memoria olvidada
de los periódicos."

Y así podríamos seguir con el buen número de espléndios haikus publicados en este hermosos libro.

Me acerco al final. Este ha sido mi humilde recorrido por las Impresiones de paso de Santiago López Navia. Un libro que se lee con facilidad, con fluidez, donde un poema lleva al otro casi de manera instantánea, impulsiva. Un viaje en el que, desde el primer momento, Santiago nos ofrece esa mano abierta para hacer el viaje acompañados, para reflexionar sobre la vida desde diferentes ángulos, desde diferentes ventanillas del vagón, pero en el mismo tren, en el tren de la vida. Ese al que, aunque no lo parezca, nos subimos tan sólo una vez y todas las estaciones son diferentes y son la misma.

Os invito a que hagáis ese viaje con este libro. Santiago tiene muchas cosas que explicar y su historia, en cierto modo, también es la nuestra.


José Luis García Herrera

Marzo 2016