Salvo que alguna investigación reciente –por mí desconocida– haya probado lo contrario, este soberbio soneto sigue siendo uno de los grandes enigmas de la poesía española. Fue tan famoso en su tiempo que aparece recogido, en diferentes versiones, en trece recopilaciones distintas (entre manuscritas e impresas), unas veces citado como anónimo, y otras atribuido a Francisco de Figueroa, a Gregorio Silvestre, al Conde de Salinas, a Bernardo de Balbuena y al licenciado Antonio Mergullón. Como brillantemente demostró el profesor Alberto Blecua, todas estas versiones son variantes (a veces meras copias de copias, y una de ellas, incluso, una traducción al portugués) de un original que, a día de hoy, sigue considerándose perdido. La variante más cercana a dicho original –y, sin lugar a dudas, la de mayor calidad– es ésta, atribuida al genial poeta alcalaíno Francisco de Figueroa, soldado, diplomático y contino del rey Felipe II, que anduvo por Italia (llegó a escribir excelentes poemas en la lengua de Petrarca), Francia y Flandes, para retornar a la corte madrileña y asentarse, finalmente, en su Alcalá natal, donde, poco antes de morir, mandó quemar su obras. Por fortuna, sus deudos no lo hicieron, lo que permitió al humanista Luis Tribaldos de Toledo editarlas en Lisboa, en 1625.
XXV.- [Versión de] Francisco de Figueroa (ca. 1530-ca. 1586)
Perdido ando, Señora, entre la gente,
sin vos, sin mí, sin ser, sin Dios, sin vida;
sin vos, porque de mí no sois servida;
sin mí, porque no estoy con vos presente;
sin ser, porque de vos estando ausente
no hay cosa que del ser no me despida;
sin Dios, porque mi alma a Dios olvida
por contemplar en vos continuamente;
sin vida porque, ya que haya vivido,
cien mil veces mejor morirme fuera
que no un dolor tan grave y tan extraño.
¡Que preso yo por vos, por vos herido,
y muerto yo por vos de esta manera,
estéis tan descuidada de mi daño!
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