La irrupción de las sotanas negras (vid. entrada XXIII) me trae el recuerdo de otro jesuita, éste sí raro entre los raros en la actualidad, aunque en su tiempo fue una figura celebradísima. Hablo del reverendo padre Pedro de Tablares, de quien se dice en un texto jesuítico del s. XVIII que fue “hombre agudísimo y chistoso, y de un natural tan apacible, y adornado de otras prendas, que era muy querido por todos los Príncipes y Grandes”. Sacerdote, músico y latinista, ingresó en la Compañía en 1549; al año siguiente, acompañando al futuro San Francisco de Borja, marchó a Roma, donde desempeñó altos cargos y mantuvo una estrecha relación con Ignacio de Loyola. Pero me interesa más subrayar aquí la admiración que le profesaron todos los poetas de la época, desde un monstruo de la talla de Lope de Vega (quien, en La Arcadia, glosó, en forma de sextina, el soneto expuesto más arriba), hasta el mismísimo Quevedo (que tomó del soneto “¡Ay, dulce sueño y dulce sentimiento!”, de Tablares, los tercetos para su famosísimo “¡Ay, Floralba! Soñé que te… ¿Dirélo?”). Sorprende y espeluzna en este poema el riguroso ejercicio de autoexecración: Tablares no solo se avergüenza de sus muchos pecados, sino que le desea a su propia alma que pague, por ellos, con las penas eternas del infierno.
XXIV.- P. Pedro de Tablares (1501/06-1565)
Amargas horas de los dulces días
en que me deleité; ¿qué bien he habido?
Dolor, vergüenza y confusión han sido
el fruto de mis triste alegrías.
¡Ay, Dios!, porque me amabas, me sufrías;
que es gloria del amante ser vencido,
y mía, que verán por lo sufrido,
tu gran bondad y las maldades mías.
¡Bondad inmensa, inmensa y ofendida!
¿Tan duro golpe en un corazón tierno
no te quebranta, oh alma endurecida?
Deseo verte puesta en un infierno
pagando tal ofensa en larga vida
en fuego vivo, en pena y llanto eterno.
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