martes, 26 de julio de 2016

Los otros clásicos XLVI - Juan de Iranzo (s. XVI)

Por José Ramón Fernández de Cano

A la breve, selecta y minoritaria producción poética del sevillano Juan de Iranzo -autor excelente como incomprensiblemente preterido- sólo llega el lector contemporáneo por influencia o recomendación, ora de Argote de Molina, ora de Juan de la Cueva. El primero de ellos, en su impagable Discurso sobre la poesía castellana, moteja a Iranzo de "ingenioso" y lo pone a la altura de Gutierre de Cetina, hasta el extremo de lamentar, en ambos casos, "lo que se perdió con su muerte". Y más valioso se me antoja, aún, el aval de Juan de la Cueva, quien, poco dado a regalar elogios, en su no menos notable Ejemplar poético califica a su paisano de poeta "extremado". Pese a la indiscutible autoridad de tales valedores, el corpus lírico de Iranzo apenas halló eco en algunas antologías de relativa importancia en el siglo XVI, como el cancionero misceláneo Flores de baria poesía, o el Cancionero sevillano de Toledo, donde, entre alguna que otra pieza de dudosa atribución (como un poema escrito, en realidad, por Ramírez Pagán), se lee -aspirando las haches, claro está, al uso de la pronunciación de la época-, este soneto a un laúd que fascina a quienes aman, por igual, la música y la poesía.


XLVI.- Juan de Iranzo (s. XVI)

De herirte, laúd, jamás me alejo,
ni el Amor de herirme se refrena;
a ti te ciñe cuerda, a mí cadena;
tú suenas dulcemente, yo me quejo.

Tu pecho está herido, yo no dejo
de tener en el mío llaga y pena;
a ti y a mí nos templa mano ajena;
tú eres por ti mudo, yo perplejo.

Tú, de boj; yo, amarillo. Tú, hincadas
las clavijas que tuercen donde quiero;
yo, mil flechas de amor, de Amor guiadas.

Tú eres muerto, yo muero si te hiero;
los golpes te dan vidas acordadas;
dolor es vida en mí, sin él yo muero.

martes, 12 de julio de 2016

Sobre "Impresiones de paso"

                                    
Por Guillem Vallejo
La fotografía corresponde a la presentación del libro en Barcelona. Además de por Guillem Vallejo, el autor estuvo acompañado por los también poetas José Luis García Herrera y Miquel Lluís Muntané.
Un poeta siempre es un “paseante” porque entiende que vivir es atesorar experiencias  y porque, como en Machado, su camino se escribe con pies y ojos, es decir, con su andar poético. El poemario  Impresiones de paso  de Santiago A. López Navia es una buena prueba de ello. Se inicia con el apartado Orillas  y la primera mirada se deposita intencionadamente en un colectivo al que no suelen dedicarle ni portadas en los periódicos ni palabras en los libros. Son los niños que habitan las favelas; allí las colinas son míseras, las aguas estancadas, y los niños muestran la otra cara del paisaje. Las palabras de presentación de Mac Davis que abren este primer recorrido poético ya anuncian el tono de denuncia de quien es apuntador además de viajero. El baile de un niño se convierte en metáfora de la propia poesía que se detiene un instante ante el lector sin poder saber qué quedará de esa mirada: “Igual que un arlequín, igual que un pájaro,/un niño derramado en su pirueta/se ha puesto frente al coche, en el semáforo,/vendiéndoles su danza a los que pasan”. Pasará el coche de largo y, mientras, como sucede con los niños de Brasil, de Siria y de tantos lugares, estos seres anónimos se quedarán con su  efímero arte reclamando una mano, esa  que cierra la ventanilla del coche para que nada perturbe la ruta de los del otro lado, los que pueden vivir sin mancillarse. En la última sección de este poemario, la de los haikus, el yo lírico lo dirá de forma también concisa y contundente: “Bajo los puentes / la miseria se encarna/ entre cartones". Las circunstancias que acompañanan al viajero desembocan en sacudidas, en forma de corolario cerrando un poema (“Ya sabe el viajero: las respuestas/no importan si no importan las preguntas”), u otras veces las vemos atravesando como un nervio todo el poema para que en el diálogo con el libro nosotros, los lectores, relampagueemos, poema a poema, paso a paso.

En la persona del poeta hay muchas miradas, las del tránsito y las de lo transitado, tantas como recuerdos o paisajes. Mar y poesía tienen mucho en común y,  tras la andadura del viaje, contemplar el “infinito Atlántico” es inevitablemente recrear: “Aquí está el mar entonces. Lo veis desde mí mismo,/y me lo dais,/para que ponga el sello de su molde en un poema”. Ese largo sello hecho de versos muestra la tensión entre dos fuerzas, la civitas deum frente a la civitas dei, la dura realidad del mundo y el deseo de lo elevado, con metáforas brillantes para aludir al mar como  “ciudad de sal”. Un fructífero diálogo el que establece Santiago López  Navia con la poesía del 27, en especial con el Salinas de El contemplado,  en el que la poesía se hace eco de ese precioso ensamblaje entre tradición e innovación: "En mi garganta amante brota dulce el nombre que te invento". Se advierte claramente cómo vida y creación son el haz y el envés de una misma moneda y  el paisaje el hábito que viste el poeta viajero. Otras veces, como ocurre en la siguiente sección, el tren, que también cantara Machado, permite  al observador evocar sensaciones distintas y distantes en el tiempo  reviviéndolas al recordarlas. Son eso, "pinceladas" , impresiones  que  calan en el alma del lector, que le llevan a la experiencia del niño que oye a su padre y en él adivina la verdad inalterable, la fuerza de la protección, simbolizada en la misma tierra.  El tiempo ahora, el de la infancia, adquiere forma plástica: “el tiempo estaba por abrirse". La capacidad inventiva del padre al imaginarse historias de los viajeros, de sus destinos, al llevarle a la estación a ver pasar los trenes, volverá en el hijo, recreador del pasado, y en lugar de la “canción del pirata” de Espronceda, tendremos al niño imaginándose “capitán” de una gran locomotora, exaltando con ella el paraíso perdido de la infancia.  En la sección de "Los trenes" insistirá el poeta en la idea que ya había expresado Pessoa en el Libro del desasosiego : “los viajes son los viajeros, que lo que vemos no es lo que vemos sino lo que somos”. El yo lírico, y esta es otra de las virtudes de este poemario, no se queda en la mera abstracción sino que es hijo de su espacio (Madrid) y de su tiempo, y fiel a ambos los vuelve emotivamente próximos: "Los sábados Atocha se llenaba / de voces infantiles y mochilas". En el ansia del niño por ser protagonista de sus aventuras, hay poemas en los que el motivo del viaje nos llevará de nuevo al mismo acto del escritor, quedando explícitamente definido el gusto por el medio y no el fin:  "porque en mi hoja de ruta lo importante era el viaje mismo y no el destino".

Hay versos que tienen dos lecturas: una la sentencia, la afirmación reflexiva que nos lleva casi al aforismo; otra la lectura circunstancial del poema, unidas ambas en ocasiones a través del buen hacer del escritor  en encabalgamientos cargados de sentido: "La noche y el regreso van unidos / a los largos veranos de mi infancia". Decía Cernuda que "Todo es triste al volver", y en López Navia la nostalgia es un puerto y un puente siempre de ida y  vuelta. Un puente estremecido, titubeante, que nos invita, como el hogar o la amistad, a volver una vez más para descubrir el aroma que persiste en lo que se hizo con tiempo, lo que creció con la levadura de la mirada atenta, para dejar en nuestra lectura un resquicio de belleza que persiste, unas imperecederas “impresiones de paso”.

Guillem Vallejo Forés

18 de marzo de 2016

miércoles, 6 de julio de 2016

Sergéi Aksakov y la memoria

Por Luis Junco

Un comentario en la entrada Marcel Proust y la resurrección del recuerdo de este mismo blog me llevó a  hablar del ruso Sergéi Aksakov (1791-1859) y de su trilogía de memorias -Crónica familiar, Recuerdos de la vida de estudiante, y Años de infancia-, escritas en los últimos años de su vida y que me parece uno de los mejores ejemplos que conozco de la resurrección de los recuerdos en una persona. En ellas, Aksakov no solo hace un relato sorprendentemente vívido y fresco de su vida y de su familia, sino que en muchas ocasiones a lo largo de la narración reflexiona sobre el recuerdo. Al respecto de esto último, elijo unos fragmentos que en mi opinión ponen de relieve dos aspectos de la memoria.

El primero tiene que ver con una impresión casi gemela de la que nos habla Marcel Proust en su artículo de Le Figaro de 1904, y que más tarde se conoció como ejemplo de "memoria involuntaria". Aksakov lo escribió en 1856 y se refiere a un recuerdo de su época de estudiante en Kazan, cuando apenas tenía diez años.

Algunas veces llegaba a este estado de manera consciente y gradualmente, escarbando en el inextinguible tesoro de la memoria, pero en otras ocasiones me asaltaban al margen de mi voluntad. Cuando estaba pensando en algo completamente distinto, incluso cuando estaba estudiando mis lecciones, de repente el sonido de una voz, probablemente parecida a una voz que yo había escuchado antes, o un parche de luz en una pared o a través de una ventana, de la misma manera que había incidido de la misma manera sobre objetos queridos y familiares o el golpeteo de una mosca contra los cristales, como yo había visto y escuchado tantas veces cuando era más niño -tales vistas y sonidos, instantáneamente y por un momento, aunque la conciencia no pudiera determinar el proceso, me hacía recordar el pasado olvidado y producía un terremoto en mi sistema nervioso (...) En otra ocasión fui a tomar un vaso de agua o un refresco a la habitación que había para ello; y ahí de repente fui consciente del tablero de una mesa que seguramente había visto en otras ocasiones pero del nunca me había percatado. Pero ahora estaba recién barnizado y parecía muy limpio y blanco; instantáneamente se presentó ante mí otra mesa de madera que se parecía y era igualmente blanca y lisa. Había pertenecido a mi abuela y luego estuvo en la habitación de mi tía; y allí se guardaban varias cosas, tonterías quizás, pero preciosas para el niño que yo era entonces (...). Tan pronto como el parecido entre las dos mesas se me presentó, el pasado resucitó con todo detalle ante mí (...)

El otro aspecto de la memoria sobre el que reflexiona Aksakov se refiere al envejecimiento del recuerdo. Ese "objeto" que como decía Proust se había convertido en mágico receptáculo de nuestros días felices, con el paso del tiempo puede transformarse en depósito de tristezas y dolor. Esto le ocurrió a Sergéi Aksakov cuando al final de su vida regresaba a la que había sido su casa de la infancia.


A lo largo de mi vida, siempre al acercarme a Aksakovo, sentí los mismos sentimientos de gozo y éxtasis. Pero hace algunos años, cuando estaba a punto de llegar después de una ausencia de más de doce años, algo sucedió. De nuevo era la primera hora de la mañana; mi corazón palpitaba con violencia, y esperaba sentir la misma felicidad que entonces. Rememoré los queridos y viejos tiempos, y me rodeó un enjambre de recuerdos. Pero ¡ay! no trajeron felicidad a mi corazón, sino dolor y sufrimiento, y sentí una enorme tristeza, más allá de toda expresión imaginable. Como el mago que intenta conjurar los espíritus que ha llamado y no controla, yo no conseguí disipar los malos recuerdos y aquietar la tormenta que estalló en mi corazón. Y es que de la misma manera que las botellas viejas no pueden contener los vinos nuevos, los viejos corazones son incapaces de contener los dulces sentimientos de la juventud.

Además de ideas similares sobre la memoria, las vidas de Marcel Proust y de Sergéi Aksakov comparten otro elemento que a ambos les marcó profundamente: el amor y casi obsesión por la madre. Y cuando se habla de la figura materna en muchas secuencias de En busca del tiempo perdido o Años de la infancia o Recuerdos de la vida de estudiante podría uno casi olvidarse de si lo escribe Proust o Aksakov, pues es tal la semejanza de los sentimientos y hasta las expresiones de lo que se dice. Lo que me lleva a preguntarme si no fuera éste el ingrediente esencial que también los hermanara en su extraordinaria capacidad para resucitar el recuerdo.  

(Los libros de memorias de Sergéi Aksakov los leí en las versiones inglesas traducidas del ruso por el escocés James Duff en 1917, y, que yo sepa, la única traducción al español hasta el momento corresponde a uno de los libros, Recuerdos de la vida de estudiante, editado por Espasa-Calpe en la colección Austral.)