lunes, 29 de diciembre de 2014

Finalistas del concurso "Escríbeme una foto" (y 4)

(Con este último relato de Adrián Clemente, finalista del concurso literario convocado a raíz de la novela Escríbeme una foto (Ediciones de La Discreta, 2014), de David Torrejón, anunciado en la página web: www.escribemeunafoto.com, cerramos esta sección.)











DEPENDENCIAS
Por Adrián Clemente

Volví a contemplar la foto que durante tantos años había estado perdida, donde mis dos hermanos y yo habíamos sido plasmados en miniatura. Yo mantenía una ridícula pose, alzando mis dedos índice y corazón en señal de victoria. Mi hermano mediano, Ray, tenía la mueca estúpida en su rostro que yo siempre había odiado y que él usaba como protesta ante mi comportamiento, mi actitud o mis salidas del tiesto. Mi hermano mayor, Tim, sonreía mientras mimaba a nuestro querido perro. La fotografía apenas tenía los bordes quemados, pero no conseguía quitarle la pátina de ceniza y todo: la foto, encontrarla entre los escombros, el paisaje que ya no reconocía como de mi infancia me hizo echar la mirada atrás, hacer retrospectiva de nuestra vida cuando éramos niños. Recordaba especialmente las tardes de tormenta: los relámpagos caían y Tim me tranquilizaba, convenciéndome de que los truenos que rodaban por la ladera, atronadores, no suponían ninguna amenaza. El siempre había sido muy cercano para mí, al contrario que Ray, quien fue adalid de su causa. Defendía que yo tenía que aprender a cuidarme por mí misma. Se desentendía de mí. Él fue el primero en salir, sin mirar atrás. Tim regresó tras sacarme a mí a por el perro.
Los vimos danzar como antorchas en la noche. Ray me sujetaba el hombro. Los dos permanecimos inmóviles.
El fuego había alcanzado ya el cabo de la vela, estaba a punto de extinguirse, así que guardé la foto en mi bolsillo y abandoné la ruinosa construcción. Me volví para contemplar una vez el esqueleto de nuestra vieja casa de verano. Ray, al volante, no se volvió a mirar atrás cuando le dije que ya podíamos continuar nuestro viaje.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Menipeas

 (Misterioso personaje, que desea firmar con el nombre “Telesforo”, nos hace llegar esta colaboración y nos ruega publicar manteniendo su peculiar estilo –una curiosa forma de puntuar, que, dice, es la suya de siempre–. Sospechando que, tanto por su enjundia y  particulares modos, hará despertar de su ocioso letargo -entre otros muchos-  a la noble Casa de Abascal, así lo hacemos, sin solicitar más aclaraciones.)


Por Telesforo

Entre las tareas que hemos dejado atrás, sin más ánimos que atender otras perentorias necesidades, está solucionar un misterio candente ya esbozado, quién escribió el Quijote de Avellaneda, desde que se publicó en 1614, unos meses antes de la segunda parte cervantina, se ha atribuido la obra por diversos expertos y académicos a  Lupercio Leonardo Argensola, Bartolomé Leonardo Argensola, Mateo Alemán, Fray Andrés Pérez, Fray Alonso Fernández, Juan Blanco de la Paz, Fray Luis de Aliaga, Gaspar Schöpe, Lope de Vega, Fray Luis de Granada; Alfonso Lamberto ; Tirso de Molina, Pedro Liñán de Riaza, Juan Martí, Gabriel Leonardo Albión, Vicencio Blasco de Lanuza, Juan Ruiz de Alarcón, Alfonso Pérez de Montalbán, Alonso de Ledesma, Alonso Fernández de Zapata, Francisco de Quevedo, Cristobal de Fonseca, Guillén de Castro, Castillo de Solórzano, Vicente García, Rector de Vallfogona, Francisco López de Úbeda, Juan de Valladares, Mira de Amescua, Gonzalo de Céspedes y Meneses, Salas Barbadillo, Jerónimo de Pasamonte, Baltasar Navarrete, y hasta al mismo Miguel de Cervantes; Al mismo tiempo que iban surgiendo candidatos de consenso se iban estableciendo unas normas o requisitos que deberían  reunir, “era dominico aragonés, autor de comedias y protegido del poderoso confesor de Felipe III, Fray Luis de Aliaga”, y que “debía ser un autor de comedias, enemigo de Cervantes y a quien éste hubiera ofendido”. Comentar quienes fueron todos esos presuntos nos daría para un libriño, muchos son suficientemente conocidos, pues a ver quién ignora las poesías jocosas, serias y pornográficas del sacerdote catalán Vicente García, alias “rector de Vallfogona”, cuando las letras españolas refulgían con el oro del siglo, en Cataluña, este modesto fraile amante de las suyas, abrumado por la mirada de las damas componía hermosos versos, sutiles cancioncillas que el vulgo repetía haciendo honor a su innoble condición, “por agua iba mi bien cierto día, y fuego ardiente por sus ojos lanzaba, y en los míos, con qué atención los contemplaba, llenar los cántaros fácilmente podía. El chorro del agua, que más claro salía, como quien dice regalos murmuraba, y cuando la delicada mano bañaba, la nieve fundiéndose parecía. A un extremo llegué tan insufrible, y a los rayos fogosos de su hermosa vista tanto se me quemaba el alma afligida, que, para mitigar el ardor terrible, entró en un cántaro, y quedó, la triste, en alma de cántaro convertida” ya sabéis amigos do procede el “alma de cántaro” con que a veces adornáis el discurso, de este libérrimo cura que ora triunfaba en los sermones ora las alcobas añoraba; de la mujer, empero, completa coincidencia en su dicción, dos son los dones que la abrevian, belleza y mudanza “con el largo tiempo, el tigre más feroz suele amansar su gran bravura, y el toro bravo se humilla con tal mansedumbre, hasta llevar un yugo encima;  con el largo tiempo, aprende obediencia un perro, y el halcón a ir con ligereza sobre la caza, y llevarla cuando hace presa, hasta se hacen domésticos el león y el oso; con el largo tiempo, con lengua farragosa, el papagayo palabras pronuncia, y el elefante aprende cabo y crianza. Con el largo tiempo, toda y cualquier cosa se alcanza, y casi en todo vence la porfía; salvo la mujer, constante en su mudanza” por no aburrir, pero quedando claro que el cura picaba do podía, este sensible y breve ejemplo valga de cómo la sotana es respeto o burla según la hora del día, de esta forma se refería a una monja picada de viruela “mala pascua os de Dios, monja carcomida, panal sin miel, taladrada celosía, queso ojeado, cruel fisonomía, con más puntas y grupos que el arado tiene! de alguna fosa os han desenterrado para no sufrir los muertos tal compañía, cuando esa mala cara se pudría estaba ya de gusanos medio roída; manténgaos Dios, negra agujereada, y adiós, que me parece que me nacen alas y me vuelvo cuervo después que pico carne muerta!” un dechado de sensibilidad esta gloria de letras mas de baja crianza; y quien no estudió o, en su caso, ha oído hablar de los hermanos Bartolomé y Lupercio Leonardo Argensola, oír decimos, pues retamos a quien haya posado un solo ojo al menos en un texto de este horaciano dúo, dado, no como el citado cura al encono, sino a la pedagogía, eso sí, con un toque encabronado en muchos casos, decía Lupercio sobre “una mujer que se afeitaba y estaba hermosa” siempre la misma problemática, si con o sin “yo os quiero confesar, don Juan, primero: que aquel blanco color de doña Elvira no tiene de ella más, si bien se mira, que el haberle costado su dinero. Pero tras eso confesaros quiero que es tanta la beldad de su mentira, que en vano a competir con ella aspira belleza igual de rostro verdadero. Mas, ¿qué mucho que yo perdido ande por un engaño tal, pues que sabemos que nos engaña así Naturaleza? Porque ese cielo azul que todos vemos ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!” aunque no por fijarse en detalles vanos por eso no distinguiéramos que la belleza es marginal al disfraz con que la tapes “hermosura perfecta no consiste en dar diversas formas al cabello, perlas a las orejas y oro al cuello, ni en la ropa costosa que se viste. Con traje rico o pobre, alegre o triste, es uno mismo siempre un rostro bello; que, en oro o plomo, siempre deja el sello la forma que grabada en él asiste. Mas esto pocas veces lo concede naturaleza, avara con el mundo, en el cual siempre es raro lo perfecto. Yo, por mi mal, lo he visto, y sé que puede, con el traje primero y el segundo, vuestra hermosura hacer igual efecto” que en cristiano se traduce por un me gustan todas y de cualquier manera; y su hermano pequeño, Bartolomé, salió más triste y horaciano si cabe, sin dejarse influir por la legión de gongorinos que asolaba Madrid, ni por el verso fácil que hizo de Lope fénix, le dio por cuidar forma y fondo y educación a un tiempo, resultando un tostón perulero, no por ello indigno de visita aun por pascua florida, este no miraba a las mujeres como el mayor, y si lo hacía callaba lo ganado, prefería cartearse con su sobrino Juan y soltarle sermones a ver si lo encausaba “don Juan, ya se me ha puesto en el cerbelo, que aprendes la civil jurisprudencia contra la inclinación que te dio el cielo” pues el muchacho, a diferencia del tito, sí era dado a inclinarse y levantar las faldas, pero Bartolomé erre que erre no cejaba en instruir al ingrato “en el más proceloso torbellino y olas más violentadas o violentas, dulce don Juan, carísimo sobrino, cuando ni sé ni diga más sedientas, por la sangre que apenas me ha quedado, o por la que he vertido más sangrientas, de hombres y de fortunas acosado, que esto es lo más común, porque es más grave, de lo que es acometido un desdichado” parece que estaba en problemas cuando escribe esta carta, sea por amor o dote, al carísimo sobrino “donde el mar es la corte y es la nave, la misma vanidad y la derrota es pretensión, y el puerto no se sabe; de mí mismo en la parte más remota, donde cualquier suceso indiferente planta un cuidado que discursos brota, en el lugar y la ocasión presente, vuestra carta me dieron, y con ella qué aprender y dudar cumplidamente” no nos extraña que el sobrino saliera desviado, si para entenderte hay que navegar entre las sombras, desdichado, si nosotros escribiéramos a nuestros sobrinos una epístola de guisa semejante se declararían ajenos a este tito que, como los Argensola, educar pretende, aún con menipeas es más claro el dictado que las reviravoltas que da el juicioso para atender al necio; y qué decir del gran Mira de Amescua, don Antonio, otro cura del amor trabado  “amor, que mejor sujeta los pechos más arrogantes, se mostró, siendo tan niño, para mi ofensa, gigante. De una doncella hermosa -de tan excelentes partes que, a verla primero Apolo, no siguiera tanto a Dafne-  me cautivaron los ojos, que no hay alma que no abrasen tan divinos soles negros, que miran, libres y graves. Solicité muchos días su favor, sin que alcanzase, si no esperanzas inciertas preeminencias de casarme. Tuve por competidor un mancebo, cuya sangre, hirviendo de puro noble, fue lumbre en que se quemase. Entrando en el Domo a misa -para mi desdicha un martes-  nuestra dama, la seguimos los solícitos amantes. Al tomar agua bendita, se cayó al descuido un guante, y a un mismo tiempo llegamos entrambos a levantarle. Fue la porfía de suerte que, dividido en dos partes, quedó partido el favor, y los celos más pujantes; desafióme, atrevido, y sin que a ver aguardase la misa el mancebo loco, al campo se fue a esperarme. Salí yo y, a un mismo tiempo, vio los aceros el aire de nuestras espadas nobles, donde el sol pudo mirarse. Apenas del primer tercio pude los filos tentarle, cuando por ellos camino, sin que pudiese librarme. Rompo el animoso pecho, por donde, envuelta en granates, salió el alma y dejó el cuerpo, para difunto cadáver. Viendo el desastrado caso, por entre secretos valles huyo, con este criado, que fue mi querido Acates. Vine al fin a Lombardía, a donde los generales del ilustre Carlos Quinto sus ejércitos reparten: Próspero, Borbón y Leyva, y el de Pescara, pilares adonde estriba el Imperio, y a quien Roma estatuas hace. El invencible Francisco de Angulema, a quien levante la Fama, de cuyos lirios temblaron tantos alarbes, para ocupar a Pavía, que es una fuerza importante, entra con furia francesa a mirar del Po la margen. El ejército imperial le espera en medio del parque, adonde Francisco llega a levantar su estandarte. La batalla le presenta, pensando, a muy pocos lances, ver de Milán el castillo, besar sus plantas reales. Llegado el amargo día, el estrépito de Marte suena en los vecinos bosques, temerosos de escucharle. Trabóse al fin la batalla: aquí mueren y allí salen, contra bridones franceses, los españoles infantes. Al fin, los franceses rotos, el de Pescara el alcance sigue, y el francés, furioso, no quería retirarse. El valeroso francés, sin que el peligro le espante, desea morir valiente para no vivir cobarde. Yo, después de haber ganado una bandera, bastante indicio de valor vi al rey que, teñido en sangre, en un caballo español de los que al Betis le pacen la verde juncia y le beben los fugitivos cristales, con el estoque sangriento, furioso, procura entrarse en el paso de una puente, donde los suyos le amparen. Llego entonces, y al bridón, que espuma mascando esparce, de un revés corto las corvas, para que Francisco salte desde la silla a la arena, adonde no quiso darse sin que, cortés y amoroso, el de Pescara llegase. Viendo el marqués lo que hice, no supo con qué pagarme, sino con darme papeles, esperanza leve y frágil. Con ellos a España voy, aunque es bien que me acobarde, pues, sin dinero y favor, no habrá quien merced alcance; que, aunque es Carlos dadivoso y otro segundo Alexandre, suelen regir y mandar mil codiciosos magnates. Cansado en efecto, y pobre, llegué a Génova esta tarde, donde, viendo sus grandezas, se aliviaron mis pesares” es grande o no es grande don Antonio?, por el lance que ocasiona unos ojos, negros soles, y un atrevido rival, una pugna por un guante a propósito caído -pues cuando es su deseo todo se les cae, hasta las enaguas- y un certero acero que finiquita el duelo, nos cuenta la batalla de Pavía, su honroso comportamiento con el valeroso francés, y su temerosa vuelta a ver si consigue al fin el bien ganado guante, mano, brazo, culo de la bella dama que, tan niño, le alcanzó envuelta en gigante amor, son las letras españolas grandes en su nimiedad y hermosas en cuanto al verbo, nadie lee ya el siglo que fue oro y paso dio a los siglos del olvido, justo hasta don Benito, entonces amaneció otra vez en las letras y España tomó cuerpo de escritura; sí, cualquiera de ellos pudo escribir el Quijote de Avellaneda, pero aunque tuvieran oportunidad por siglo y convivencia nada demuestra el hito, esta memorable obra de la que, por cierto, nadie ha leído una pizca, una mota, una esquirla, no por su falsedad sino por la vagancia atribulada que hace de nos un pueblo campechano, siguiendo los pasos del confucio que tuvimos por rey hasta hace poco, debería ser tan obligatoria en las guarderías como la supuestamente verdadera, pues ambas enseñarían a los niños que no hay haz sin envés ni traidor sin causa, y así se preparen para la vida, “el sabio Alisolán, historiador no menos moderno que verdadero, dice que siendo expelidos los moros agarenos de Aragón, de cuya nación él descendía, entre ciertos anales de historias halló escrita en arábigo la tercera salida que hizo del lugar del Argamasilla el invicto hidalgo don Quijote de la Mancha, para ir a unas justas que se hacían en la insigne ciudad de Zaragoza, y dice desta manera “después de haber sido llevado don Quijote por el cura y el barbero y la hermosa Dorotea a su lugar en una jaula, con Sancho Panza, su escudero, fue metido en un aposento con una muy gruesa y pesada cadena al pie, adonde, no con pequeño regalo de pistos y cosas conservativas y sustanciales, le volvieron poco a poco a su natural juicio. Y para que no volviese a los antiguos desvanecimientos de sus fabulosos libros de caballerías, pasados algunos días de su encerramiento, empezó con mucha instancia a rogar a Madalena, su sobrina, que le buscase algún buen libro en que poder entretener aquellos setecientos años que él pensaba estar en aquel duro encantamiento. La cual, por consejo del cura Pedro Pérez y de maese Nicolás, barbero, le dio un Flos sanctorum de Villegas -la leyenda dorada de las vidas de santos-  y los Evangelios y Epístolas de todo el año en vulgar, y la Guía de pecadores de fray Luis de Granada; con la cual lición, olvidándose de las quimeras de los caballeros andantes, fue reducido dentro de seis meses a su antiguo juicio y suelto de la prisión en que estaba. Comenzó tras esto a ir a misa con su rosario en las manos, con las Horas de Nuestra Señora, oyendo también con mucha atención los sermones; de tal manera, que ya todos los vecinos del lugar pensaban que totalmente estaba sano de su accidente y daban muchas gracias a Dios, sin osarle decir ninguno, por consejo del cura, cosa de las que por él habían pasado. Ya no le llamaban don Quijote, sino el señor Martín Quijada, que era su proprio nombre, aunque en ausencia suya tenían algunos ratos de pasatiempo con lo que dél se decía y de que se acordaron todos, como lo del rescatar o libertar los galeotes, lo de la penitencia que hizo en Sierra Morena y todo lo demás que en las primeras partes de su historia se refiere” así comienza esta maravillosa historia, que si tuviera parangón en las artes de hoy sería sin duda Elmyr de Hory y sus Modigliani, Monet, Matisse, Picasso, Renoir, Degas, tan vivos y frescos como los originales, no escribió Pierre Menárd un par de capítulos del verdadero Quijote? el arte no distingue original y copia, es el mercado quien lo hace, y fuera por inquina o fuera por capricho, el escritor del Avellaneda nos dejó una obra admirable que mitifica más aún al manco del Quijote y al mismo caballero andante y justiciero, cuánto nos gustaría que alguien lo reviviera en los tiempos oscuros que vivimos y la emprendiera con una sarta de lanzazos contra los que aborrecen al pueblo diciendo amar a España. Pero ni la hora, ni la atención de los lectores, ni el sentido común nos indican que sigamos por este camino proceloso dando cuenta del buscado autor aproximándonos a los presuntos uno por uno, si ya a la altura de esta página los abandonos serán prolijos, si seguimos corremos el peligro de hacerlo en soledad y en duermevela, así que abreviando que es gerundio, diremos que hay poderosas razones para afirmar que el autor Avellaneda es el aragonés Jerónimo de Pasamonte, nacido en 1553 “conoció a Cervantes en su juventud cuando fueron compañeros de milicias, y ambos participaron en campañas militares como la batalla de Lepanto, 1571, la jornada de Navarino, 1572, y la toma de Túnez, 1573. En 1574, Jerónimo de Pasamonte fue apresado por los turcos en la defensa de la tunecina plaza de la Goleta, sufriendo un largo cautiverio de dieciocho años, parte del cual pasó remando en las galeras otomanas. Tras ser liberado, regresó a España, y en 1593 hizo correr un manuscrito titulado “vida y trabajos de Jerónimo de Pasamonte”, autobiografía en la que narraba sus experiencias militares y las penalidades de su cautiverio. Al no encontrar sustento en España, en 1595 se trasladó a Italia, y allí amplió su autobiografía con el relato de sus experiencias como soldado en ese país, donde experimentó una serie de “visiones” de seres infernales, creyéndose continuamente perseguido por brujas y agentes demoniacos. En 1603 concluyó el relato de su “vida”, aunque le añadió dos dedicatorias en 1605, poco después de la publicación de la primera parte del Don Quijote cervantino. Al leer esta obra de Cervantes, Jerónimo de Pasamonte se vio satirizado en ella bajo la apariencia del galeote Ginés de Pasamonte. El éxito de la obra de Cervantes le impidió publicar su autobiografía, pues si la hubiera dado a la luz habría sido inmediatamente asociado con el vilipendiado galeote cervantino. Por ello, Pasamonte decidió vengarse de Cervantes escondiéndose tras un nombre falso para escribir la continuación de Don Quijote y arrebatarle la ganancia de la segunda parte. Avellaneda se queja en su prólogo de que Cervantes le ha ofendido por medio de “sinónimos voluntarios,” en lo que parece una clara referencia a los nombres de Ginés de Pasamonte y de Ginesillo de Parapilla o Paropillo que se adjudicaban al galeote” aunque las razones que el propio autor apócrifo proporcionan nos parecen per se suficientes “sólo digo que nadie se espante de que salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo el proseguir una historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores de Angélica y de sus sucesos? Las “Arcadias”, diferentes las han escrito; la “Diana” no es toda de una mano. Y, pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes, y por los años tan mal contentadizo, que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos, que cuando quisiera adornar sus libros con sonetos campanudos, había de ahijarlos como él dice al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca, con permitir tantos vayan los suyos en los principios de los libros del autor de quien murmura; ¡y plegue a Dios aun deje, ahora que se ha acogido a la iglesia y sagrado! Conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas: no nos canse”; pero recuperada la sensatez al conocer al autor, desvelado el misterio que no nos dejaba ni arre ni so empantanados en temas cervantinos, nos asalta una duda, y no será el autor Baltasar Navarrete? este fraile dominico, autor demostrado de “la picara Justina” atribuida por demás al médico Francisco López de Úbeda, fue muy denostado por Cervantes, en “viaje al parnaso” le mete, valga la redundancia, un buen viaje “haldeando venía y trasudando el autor de La pícara Justina, capellán lego del contrario bando; y, cual si fuera de una culebrina, disparó de sus manos su librazo, que fue de nuestro campo la ruina: al buen Tomás Gracián mancó de un brazo, a Medinilla derribó una muela y le llevó de un muslo un gran pedazo. Una despierta nuestra centinela gritó: ¡Todos abajen la cabeza, que dispara el contrario otra novela! Dos polearon una larga pieza, y el uno al otro, con instancia loca, de un envión, con arte y con destreza, seis seguidillas le encajó en la boca con que le hizo vomitar el alma, que salió libre de su estrecha roca” motivos había para que el dominico hirviente tuviera la sangre entera, el alma no le cabía en la sotana, no de puro gozo sino de encendimiento, pero aparte el macabeo que le incitaba, alguna otra prueba hay para semejante alusión de autoría?, prueba no, evidencia, vámonos al capítulo XXVIII de Avellaneda, don Quijote entra en Alcalá, desde una venta donde reposarán la noche se alcanza a oír vítores y fandangos, el caballero cree que en alguna justa un jayán ha resultado ganador y decide acudir a competir con él, “caminó nuestro caballero por aquellas calles poco a poco, yendo siempre hacia la parte que sentía el sonido de las trompetas, hasta tanto que encontró la bulla de la gente en medio de la calle Mayor; la cual, cuando vieron aquel hombre armado y con la figura dicha, pensaban que era algún estudiante que, por alegrar la fiesta, venía con aquella invención. Y, poniéndose él frontero del carro triunfal que delante del catedrático iba, viendo su gran máquina y que caminaba sin que le tirasen mulas, caballos ni otros animales, se maravilló mucho y se puso a escuchar despacio la dulce música que dentro sonaba. Iban delante de los músicos, en el mismo carro, dos estudiantes con máscaras, con vestidos y adorno de mujeres, representando el uno la Sabiduría, ricamente vestida, con una guirnalda de laurel sobre la cabeza, trayendo en la mano siniestra un libro y en la derecha un alcázar o castillo pequeño, pero muy curioso, hecho de papelones, y unas letras góticas que decían sapientia aedificavit sibi domum” –la sabiduría construye su casa- a los pies della, estaba la Ignorancia, toda desnuda y llena de artificiosas cadenas hechas de hoja de lata, la cual tenía debajo de los pies dos o tres libros, con esta letraqui ignorat, ignorabitur” – el que ignora será ignorado - al otro lado de la Sabiduría, venía la Prudencia, vestida de un azul claro, con una sierpe en la mano, y esta letra prudens sicut serpentes” – prudentes como serpientes-  venía con la otra mano, como ahogando a una vieja ciega, de quien venía asido otro ciego, y entre los dos esta letra “ambo in foveam cadunt” –ambos caerán- púsose don Quijote delante de dicho carro y, haciendo en su fantasía uno de los más desvariados discursos que jamás había hecho, dijo en alta voz “¡oh tú, mago encantador, quienquiera que seas, que con tus malas y perversas artes guías aqueste encantado carro, llevando en él presas estas damas y las dos dueñas, la una con cadenas desnuda y la otra sin ojos y con violencia de su esposo, que procura no dejarla de la mano, siendo sin duda ellas, como su beldad demuestra, hijas herederas de algunos grandes príncipes o señores de algunas islas, para meterlas en tus crueles prisiones, déjalas luego aquí libres, sanas y salvas, restituyéndoles todas las joyas que les has robado; si no, suelta luego contra mí todo el poder del infierno; que a todos se las quitaré por fuerza de armas, pues que se sabe que los demonios, con quien los de tu profesión comunican, no pueden contra los caballeros griegos cristianos, cual yo soy!” pasara adelante don Quijote con su razonamiento; pero la gente de la cátedra, viendo que aquel hombre armado hacía detener el carro y estorbaba que no pasase adelante, hizo se llegasen a él cuatro o cinco del acompañamiento, pensando fuese estudiante que venía con aquella invención; los cuales le dijeron “¡ah, señor licenciado, hágase vuesa merced, por hacérnosla, a una parte, y deje pasar la gente, que es muy tarde. Pero respondióles don Quijote diciendo “sin duda seréis vosotros, ¡oh vil canalla!, criados deste perverso encantador que lleva presas aquesas hermosas infantas. Y, pues así es, aguardad; que, de los enemigos, los menos” y, metiendo en esto mano a su espada, arrojó a uno de aquellos estudiantes que venía en una mula una tan terrible cuchillada, que, si su cuerda prevención en hurtarle el cuerpo y la ligereza de la mula no le ayudaran, lo pasara harto mal. Revolvió luego sobre otro que detrás él venía, y de revés acertó con tanta fuerza en la cabeza de su mula, que la abrió una cuchillada de un jeme. Comenzaron al instante todos a gritar y alborotarse; cesó la música, y, corriendo unos a pie, otros a caballo, hacia donde don Quijote estaba con la espada en la mano, viéndole tan furioso, apenas nadie se le osaba llegar, porque arrojaba tajos y reveses a diestro y a siniestro con tanto ímpetu, que si el caballo le ayudara algo más, no le sucediera la siguiente desgracia. Fue, pues, el caso que, como vieron todos que en realidad de verdad no se burlaba, como al principio pensaban, comenzaron a cercarle, unos a pie, otros a caballo, más de cerca, tirándole unos piedras, otros palos, otros los ramos que llevaban en las manos, y aun desde las ventanas le dieron con dos o tres ladrillos sobre el morrión, de suerte que, a no llevarle puesto, no saliera vivo de la calle Mayor; y, aunque la gente era mucha, la grita excesiva y las piedras menudeaban, con todo, se le llegaron diez o doce de tropel, y, asiéndole uno por los pies, otro por el freno de Rocinante, le echaron del caballo abajo, quitándole la adarga y espada de la mano; tras lo cual, le cargaron de gentiles mojicones; y le ahogaran allí, en efecto, si la fortuna no le tuviera guardado para mayores trances” no le daremos a este trance más recorrido que el que ya ilustra esta fiesta estudiantil que conmemoraba el ascenso a la cátedra de un doctor médico, y resulta que un tal Anastasio Rojo ha exhumado un documento de abril de 1605 que refiere cómo Baltasar Navarrete accede a la cátedra de Prima de Teología de la Universidad de Valladolid, y encuentra una relación directa entre estos dos episodios, uno real y otro literario que sucedieron tal cual, Navarrete como buen dominico quiso dejar huella de su paso inmortal por las letras, unido para siempre su Quijote y el nuestro hasta punto tal que no sabemos ni quien escribió qué, ni qué aventuras son ciertas, como ambas viven tanto en los escritos como en la memoria de las gentes, damos a las dos menipeas por buenas a la gloria del siglo que fue de oro, y de España que puso campo y paisaje para estas dos extraordinarias aventuras.

(Entrecomilladas frases de unos y otros sin cita de autor.)

jueves, 18 de diciembre de 2014

Finalistas del concurso "Escríbeme una foto" (3)

Publicamos la tercera entrega de los finalistas del concurso literario convocado a raíz de la novela Escríbeme una foto (Ediciones de La Discreta, 2014), de David Torrejón, anunciado en la página web de la novela:
www.escribemeunafoto.com.
En este caso, el relato "Tres", de Miguel Hernández del Valle.









TRES
Miguel Hernández del Valle

Encontré esta foto hace ya algunos años. Estaba investigando la desaparición de tres niños, y las pistas me llevaron hasta una pareja de unos cincuenta años. Las cámaras de un centro comercial captaron a una mujer mayor hablando con la niña desaparecida la tarde que sus padres la vieron por última vez. Me mandaron a hablar con ella, y me dirigí a su casa, que estaba  en un barrio residencial. Sarah y Edward Abbott (así se llamaban), no eran en realidad un matrimonio. Eran hermanos, y tenían otro hermano un poco mayor llamado Jonathan que vivía en otra ciudad. No eran sospechosos serios, sólo queríamos preguntarles si habían visto algo extraño aquella tarde.

Me quedé descolocado cuando la mujer abrió la puerta. Según nuestros archivos, debía tener  cincuenta y cinco años, pero parecía estar a punto de cumplir los setenta. No era una de esas personas a las que su aspecto descuidado hace parecer viejas, simplemente es como si el tiempo pesase más sobre sus hombros que sobre los de los demás. Me invitó a entrar con tono amable y algo sorprendido. La típica reacción de alguien que no sabe lo que está pasando. Me ofreció un té con galletas, como cualquier viejecita común. Me hizo esperar en el salón mientras ella subía a avisar a su hermano. En ese tiempo, inspeccioné la estancia. La decoración era bastante antigua, como pasada de moda. Tenían todo lleno de adornos, como si fueran coleccionistas de pequeñas antigüedades o algo así. En la repisa de la vieja chimenea tenían tres marcos, con fotos antiguas. Pero hubo uno que me llamó especialmente la atención, uno con un marco muy sencillo, que se encontraba al lado de una vela negra. A simple vista no tenía nada especial: una foto antigua en la que aparecían los tres hermanos de pequeños. Sarah  tendría unos nueve años, Edward once o así, y Jonathan trece más o menos. Estaban en el campo, seguramente de picnic o de excursión. Los tres iban bien vestidos, con polos los pequeños, y camisa el mayor. La niña estaba agachada, abrazando a un perrito. Sonreía, al igual que su hermano mediano. Sin embargo,  Jonathan parecía muy serio, casi enfadado. Sospeché que estaría enfurruñado por tener que cuidar de sus hermanos. Esos roces son muy normales a esas edades. La escena parecía tremendamente cotidiana. Pero había algo que me extrañaba terriblemente, una corazonada inexplicable. Algo dentro de mí me decía que en esa foto había algo importante, algo que yo no lograba ver.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Miguel Delibes, Mis perros.

Precioso librito que demuestra que los más grandes escritores no tienen obras menores. Aunque los textos que lo componen estás sacados de dos libros, Mi vida al aire libre (1989) y Mi último coto (1999), el libro tiene tal unidad que parece que los textos fueron escritos pensando que iban a formar este volumen. Recuerda bastante a esa otra obra maestra, también de Delibes, que estuvo mucho tiempo escondida en una colección de literatura infantil, que es Tres pájaros de cuenta, en la que asistíamos maravillados al relato de las aventuras de un puñado de pájaros que vivieron en diferentes momentos con la familia Delibes.

                Este libro de los perros es precioso por los textos, pero también por las ilustraciones que lo acompañan, unas maravillosas acuarelas de Santiago Bellido. Y tiene otro aliciente: un prólogo de Germán Delibes de Castro, hijo del escritor y gran arqueólogo, que demuestra que el talento narrativo se puede heredar.

                El libro está lleno de preciosas anécdotas y observaciones sobre el comportamiento casi humano de algunos perros (son especialmente divertidas las tretas del Cóquer para escaparse sin meterse en el agua, como le está pidiendo su dueño). También de lances de caza y de largas caminatas por los montes de Castilla. Llegamos a sentir el aire en la cara.

Los grandes protagonistas del libro son la Fita y el Cóquer, dos perros a los que al principio vemos en su apogeo vital y a medida que pasamos páginas vemos madurar y entrar en decadencia. De hecho al final del libro somos testigos de la muerte de la Fita, a la que habíamos visto correr sin descanso y parir a once cachorros, y a la que el escritor unos meses antes de que muera el animal le había extraído de uno de los dedos lo que parecía una espinita y que al tirar de ella resultó una espiga sanguinolenta de tres centímetros de longitud.


Solo se me ocurre un defecto de este libro: que no tenga más páginas.

Miguel Delibes, Mis perros (Valladolid: El Pasaje de las Letras, 2009)

jueves, 11 de diciembre de 2014

Finalistas del concurso "Escríbeme una foto" (2)

Continuamos, con este relato de Manuel López Franco, la publicación de los finalistas del concurso literario convocado a raíz de la novela Escríbeme una foto (Ediciones de La Discreta, 2014), de David Torrejón, anunciado en la página web de la novela: www.escribemeunafoto.com





ESTABA TAN CENTRADO EN ENCONTRAR LO QUE BUSCABA
de Manuel López Franco



Estaba tan centrado en encontrar lo que buscaba que no se me ocurrió levantar la persiana para que entrase un poco de luz, algo que chocó a mi mujer.
–¿Qué haces a oscuras?
–Busco una fotografía vieja.
–Pues no creo que vayas a encontrarla ahí –dijo con certeza mientras encendía la luz–, las fotos están en otro sitio.
–Esta no; estoy seguro que la dejé por aquí.
Mientras escarbaba en el cajón que hay en todas las casas para guardar las cosas que no se sabe dónde guardar, pensé en la frustración perenne de no encontrar algo que necesitas por más que lo busques, lo que hace que en ese momento adquiera una importancia que dejará de tener cuando aparezca; es decir: volverá a tener la escasa importancia que hizo que se despistase su ubicación.
–¿Y de qué era la foto? –preguntó mi mujer, posiblemente más por curiosidad que por ayudarme.
–Creo que de alguien con un perro… no sé, en el campo… la verdad es que no la recuerdo muy bien, pero seguro que la reconozco cuando la vea.
Mi mujer, con ese sentido práctico tan suyo, se dirigió directamente al cajón donde se guardaban las fotografías.
–¡Qué barbaridad! –dijo enseñando una foto mía de hacía más de veinte años –. Hay que ver lo que hace el tiempo… ¡mira, aquí hay una de cuando estuvimos en Moscú!
–La que buscamos es de color sepia, de alguien con un perro…
–Vale, vale… ¿y se puede saber qué interés tienes en esa foto?
–Es que quiero escribir un relato para un concurso y tiene que ser sobre la historia que yo crea que hay tras esa foto. Y claro, sin foto no es lo mismo.
–Pero si más o menos recuerdas cómo es, tendría que bastarte…
No sabía si me crispaba más la búsqueda infructuosa o el comentario baladí sobre el objetivo de la misma, de modo que respiré hondo y con disimulo antes de responder.
–Pero es que no quiero escribir basándome en un más o menos. ¿Y si olvido partes de la foto que son especialmente trascendentes? ¿Presentarías tú a un concurso sobre la historia que hay detrás de una foto una que no tenga nada que ver con ella? –esperé unos segundos una respuesta que no llegó–. Yo no.
–Pues qué quieres que te diga –respondió distraídamente–. No le veo ningún problema. Porque, vamos a ver –se volvió hacia mí sin sacar las manos del cajón–: Tú recuerdas que había alguien con un perro en el campo. Pues escribe la historia de alguien que va con un perro por el campo.
–Ya… pero por ejemplo no recuerdo si ese alguien era hombre o mujer, niño o niña, si era uno o eran varios, o si el campo era montañoso o no… ni siquiera si el perro era grande o pequeño, y con esos datos podría llegar a escribir una historia imposible y hacer el ridículo.
Cerró el cajón para dirigirse a una caja de cartón en la que guardaba los papeles de hacienda de un montón de años.
–Si está ahí ya me lo creo todo –dije socarrón.
–Lo que está claro es que no está en su sitio, y por lo tanto tendrá que estar en un sitio que no es el suyo.
–¿Tú crees que todo lo que no está en su sitio está necesariamente en un sitio que no es el suyo? –pregunté sin muchas ganas de polémica; más bien por no callar.
–Ya me dirás dónde si no –cortó tajante–. Creo que con lo que recuerdas y tu habilidad tienes más que suficiente para escribir esa historia. ¿Tiene que ser muy larga?
–Mil quinientas palabras.
–Pues entonces no hay problema. Al ser tan corto no tendrás mucha necesidad de definir lo que haya en la foto; con citarlo un poco de refilón tendría que valer.
–Pero si encuentro la foto no tendré que hacer eso. Lo normal es pensar que voy a encontrar la foto, no proponer una alternativa forzada mientas la buscamos. Vamos, digo yo.
–Lo único que intento es anticiparme a la posibilidad de que no aparezca. Además, si tuvieses una alternativa razonable no estarías tan acelerado y seguramente podrías encontrar la foto más fácilmente.

martes, 9 de diciembre de 2014

Acuarelas de Comas Quesada - Vendedores y la vieja pescadería

Por José García Caneiro

 El trueno de las voces pregoneras
rebota en los cristales
como una sinrazón en el vacío;
cherne, viejas, bogas y jureles
que trastocan en gema rutilante
 el brillo sin fulgor de las escamas.
Muestrario hecho de gritos
que escapan del recinto
y, reptando por las losas,
se incrustan, con su aroma, en verdes frutos,
venidos de surcos no labrados
a cobrar su entidad entre los hombres.
Tan sólo tiene esencia
aquello que se ve y que se ofrece,
aquello que se palpa y que revienta
su agridulce sabor en las pupilas.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Finalistas del concurso "Escríbeme una foto" (1)

Con este relato de José Luis Labad, comenzamos a publicar en esta sección los finalistas del concurso literario convocado a raíz de la publicación de la novela Escríbeme una foto (Ediciones de La Discreta, 2014), de David Torrejón, anunciado en la página web de la novela: www.escribemeunafoto.com










DELITO DE AMOR ENTRE LA LLUVIA
de José Luis Labad Martínez


Soy un pésimo escritor, o eso me han hecho creer mis amigos que entienden de estos menesteres mucho más que yo, pero mi cabezonería y empeño, me hicieron adentrarme en una historia que difícilmente olvidaría para el resto de mi vida.

Hacía escasos momentos que había terminado de leer Escríbeme una foto, de un escritor desconocido, de esos, que, como el protagonista de la novela y yo mismo, no pasarían a la historia por sus obras, por buenas que fueran, como era el caso. La historia me cautivó y rápidamente la devoré como hacía tiempo que no lo hacía con otra novela, pero me quedaban algunas cosas que no comprendía y sentía curiosidad por averiguar; incógnitas, que Luis Almansa, el protagonista, había callado por algún motivo desconocido o por puro desconocimiento y que me hicieron ejercer de investigador sin saber de ello ni lo más mínimo.

Miré la foto de la portada una vez más y aunque no era muy buena, pude fijarme en Andrés, el chico del fondo, siempre en segundo plano como en la historia. Su pose, encogida, esquiva y dejando el protagonismo a los hermanos, que en primera fila vestían ropas distintas y de un nivel social más alto, me indicó que siempre estaría en ese lugar, en la sombra y que los habitantes de la Casa de la Vega nunca le habrían dejado pertenecer a ella y, menos aún, después del grave suceso acaecido hacía años con la muerte de Ángel, su mejor amigo y hermano de Carmen.

Así empecé este corto relato, que, sin antes leer la novela, no podría entenderse, por lo que recomiendo al lector que pare este relato y la lea sin dilación si no lo ha hecho todavía.

Conseguí la dirección de Carmen por mediación de un amigo de Hacienda. Ahora entiendo lo que siempre decía mi padre, que hay que tener amigos hasta en el infierno. Estuve muchos días apostado ante su puerta, esperando el momento adecuado para abordarla. Tomaba notas y me imaginaba a esa madura pero hermosa mujer en su casa, sola, sin amigos, sin vida social, con una luz tenue envolviendo su melancolía entre las paredes color salmón, de aquel triste salón, mientras en el viejo tocadiscos sonaba una lenta balada de Serrat que hablaba de un poema de amor. Me entristecía y a la vez me acrecentaba el morbo por averiguar más datos sobre ella. Salía cada mañana, la seguía hasta la oficina, volvía de trabajar y hasta la mañana siguiente no regresaba a la misma rutina. Los fines de semana no salía, solamente entraba una chica con compra y me imagino que a limpiar la gran casa. Pero una noche de lluvia torrencial, después de que la muchacha de servicio saliera, observé como un hombre de mediana edad llamaba al portero automático del lujoso chalet. El portón de entrada empezó a moverse lateralmente y entró rápidamente. Me apresuré a bajar presto del coche, y sin pensarlos dos veces, me colé en la propiedad, a la vez que la puerta se cerraba tras de mí. Pensé que estaba loco por hacer lo que estaba haciendo. Como un vil ratero, reptando y en silencio, me fui escondiendo entre las sombras del seto hasta llegar a un gran ventanal, donde pude ver dos figuras abrazadas. La lluvia en aquellos momentos arreciaba con fuerza. Por suerte para mí, comprobé que el ventanal estaba un poco entornado y si me acercaba lo suficiente, podría escuchar la conversación con claridad, y así lo hice. Estaba a escasos metros de la pareja, oía como le llamaba Andrés y como sus manos recorrían el cuerpo con lujuria y avidez. La escena llegó a excitarme en demasía y no pude contener la erección que sufría debajo del pantalón. Les vi desaparecer entre besos apasionados y caricias sin mesura, y aunque estuve buscando otra ventana para seguir observándoles, no encontré ninguna desde donde pudiera seguir ese preludio amoroso, que tanto me excitaba y que podía acercarme mucho más a esta historia inacabada.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Adiós, hasta mañana, de William Maxwell

En boca de un personaje del chileno Eduardo Barrios se dice: “Las artes nacen de una suerte de infancia perenne que algunas almas logran mantener en sí.”

Una de esas almas es, sin duda, la del propio Eduardo Barrios. Y a mi juicio, otra, gemela en esa capacidad, es la del norteamericano William Maxwell (Lincoln, 1908 – Nueva York, 2000), en cuya obra narraciones, ensayos, memorias es recurrente el tema de su propia infancia. Con esta novela, Adiós, hasta mañana, publicada en 1980, ganó el American Book Award.

En primera persona se narra la infancia de un niño en un pequeño pueblo de Illinois, periodo que está marcado por la muerte de la madre del protagonista, su nueva vida y la efímera amistad con otro niño de la vecindad, Cletus, hasta que se interpone un asesinato. La tragedia afecta directamente a las  familias de los dos amigos y les lleva a separarse.

Cuando, después de unos años, el protagonista va al instituto y tropieza inesperadamente con Cletus, no sabe qué decir. En lugar de enfrentarlo, decide hacerse el despistado. Pero sabe que también su antiguo amigo lo ha visto a él e igualmente ha preferido no saludarlo. Esto marca su vida y es, en realidad, lo que, con el tiempo, ha llevado al narrador a escribir este libro.

En la narración se recrea entonces la relación entre las dos familias amigas que acaba en el crimen y un suicidio posterior. Y sobre esa recreación –y la ficción del escritor sobre hechos del pasado– hay una constante e interesante reflexión:

Lo que todos nosotros (o lo que al menos yo) atribuimos confiadamente a la memoria –entendiendo por ello una escena, un hecho tratado con fijador y por tanto rescatado del olvido-, es en realidad una forma de narración que se desarrolla sin cesar en la mente y que a menudo se transforma al ser contada. Son demasiados los intereses emocionales que entran en conflicto para que la vida llegue a ser nunca plenamente aceptable, y tal vez sea labor del narrador elaborar las cosas de tal modo que se ajusten a este fin. En todo caso, cuando hablamos del pasado mentimos cada vez que respiramos.

Una novela escrita con sinceridad y necesidad, y sencillez. En ella, lo que creo marca la diferencia es esa autenticidad que hace que una novela diga mucho más de lo que aparenta su simple trama.


(Adiós, hasta mañana, de William Maxwell. Libros del Asteroide, 1998.)