Hace
unos días, a la hora del mediodía, estaba sentado con un buen amigo en la
cafetería de El Corte Inglés de Princesa, en la séptima planta. Contra el azul
incomparable del cielo otoñal de Madrid tomábamos unas cervezas antes de comer
y charlábamos de un montón de cosas. En un momento determinado, éste (mi amigo)
me dice:
-El próximo lunes voy a escuchar una
conferencia que tiene por título La partícula divina.
-¡Hombre,
qué casualidad! -le respondí yo-. También yo tenía intención de asistir. Se
trata del bosón de Higgs, una partícula subatómica aún no descubierta y cuya
existencia conciliaría la teoría cuántica con la relatividad de Einstein. Su
descubrimiento supondría la comprensión y explicación de la unidad del
universo. Sin necesidad de Dios.
Y de repente me quedé callado y traspasado por
una especie de déjà vu, la firme certeza de haber experimentado esa
misma vivencia en otra existencia. Hasta que después de unos momentos de
desconcierto, me di cuenta, sin que por eso desapareciera mi perplejidad, de
que, en realidad, lo que había ocurrido era que tanto mi amigo como yo,
transformados en personajes literarios, repetíamos la secuencia de una novela
suya.
Este amigo mío, Adolfo Martínez, manchego,
agricultor, escultor, pintor, filósofo es también autor de dos novelas de
difícil adscripción pero espléndidas: La
erótica rural (Ediciones de La Discreta, 2004) y La erótica urbana o De la
soledad del afilador (Ediciones de La Discreta, 2008). Pues bien, la escena
que acabábamos de escenificar se refería a esta última novela. Una novela que
comienza así:
-El ideal de vida -les dije- consiste en
vivir nueve meses en el campo y tres en El Corte Inglés.
Nos encontramos casi cada día en
la cafetería de El Corte Inglés de Princesa, en la séptima planta. Antes,
cuando iba solo, me gustaba sentarme cerca de la entrada mirando hacia el
exterior para poder ver unas estanterías con sábanas y mantas y una cama
preparada bajo el anuncio del fabricante: Halloway.
Y sigue
narrando las peripecias de este insólito manchego que para descansar del campo
y contaminarse un poco, pone su cuartel general en la cafetería de El Corte
Inglés de Princesa y allí se reúne con dos paisanos: Evaristo, otro agricultor
filósofo que ha tenido que venir a la capital por motivos de salud, y Ruiz, que
también emigró del pueblo y que ahora, en la capital, se dedica a ir de casa en
casa afilando cuberterías.
Desde esa privilegiada atalaya de la séptima
planta de El Corte Inglés, nuestro protagonista y Evaristo, acompañados en
ocasiones por Ruiz, planean el futuro, hablan de arte y museos, de filosofía,
de libros y de librerías. Y de paso tratan de esclarecer un asesinato, la
muerte a cuchilladas de una mujer ocurrida en la plaza de Los Cubos y en cuyo
suceso se ve involucrado el infortunado Ruiz.
Bien, pues en la novela, y después de que
nuestros héroes, desesperados por lo intrincado del caso, decidan acudir a una
vidente en contra de la opinión de un Evaristo que argumenta que según el
segundo principio de la termodinámica nadie puede regresar del más allá, éste
continúa con su tema favorito despotricando contra los físicos:
-Pues ahora les ha dado por buscar el bosón
de Higgs, al que llaman la partícula divina. Pensé y me dije: ¿y qué coño tiene
que ver Dios en este asunto? Hasta que lo entendí. Han descubierto cantidad de
partículas subatómicas; pero les falta ésta para llegar a comprender la unidad
del universo. Para conciliar la teoría general de la relatividad con la
especial. Quedarían bajo un mismo epígrafe la física de lo infinitamente
pequeño con la física de los infinitamente grande. O sea la física cuántica y
la de Newton. De este modo el universo queda explicado por sí mismo. Sin
necesidad de Dios.
Y ahora
estaba yo allí, en la planta séptima de El Corte Inglés, frente a mi amigo
manchego y repitiendo casi textualmente las palabras de Evaristo. Le hice
partícipe a Adolfo de mi perplejidad, pero no pareció sorprenderse, sólo esbozó
una de sus habituales y misteriosas sonrisas.
Cuando ya nos despedíamos, me dijo:
-Oye, ¿no tendrás en casa alguna novela de la Erótica
urbana? Yo aquí no tengo ninguna y me gustaría regalarle una al
conferenciante del próximo lunes.
Así que hemos quedado ese día para asistir
juntos a la conferencia. Yo llevaré un ejemplar de Erótica urbana o De la
soledad del afilador para regalarle al conferenciante y no sé qué papel de
la novela me tocará hacer en esa ocasión.
Es posible que en poco tiempo y sobre todo con
la reciente puesta en marcha del Gran Colisionador de Hadrones se descubra el
bosón de Higgs. Y que eso suponga llegar a la esperada unificación de las
teorías y la explicación del Universo. Pero también estoy seguro de que nunca
se desvelará el misterio de la literatura, y que en algún lugar, alguien con la
misma expresión irónica de Adolfo Martínez esbozará una sonrisa cada vez que de
nuevo nos descubramos personajes de una nueva novela.
Es cierto que los libros de Adolfo son inclasificables y por eso producen una sensación de incertidumbre que el lector debería de agradecer, entre tanta obra previsible y encerrada en su propio género. Además de lo que dices y lo bien que lo dices en esta entrada, Luis, destacaría el tan especial sentido del humor que destila su obra, una mirada externa y socarrona hacia la esfera de lo intelectual, pero desde su profundo conocimiento. Adolfo es un francotirador que actúa en la frontera imposible entre la cultura rural, fuertemente emparentada con lo clásico, pero menospreciada, y la cultura urbana sobrevalorada. Una delicia.
ResponderEliminarAdolfo es todo un personaje, tanto que no es de extrañar que haya pescado a Luis en sus redes literarias...
ResponderEliminarAh, se le ha olvidado reseñar que La Discreta ha publicado también un opúsculo con unos relatos de Adolfo Martínez, bajo el rotundo título de "Los profetas cabreados".
PM
Soy Dativo. Quiero añadir otro detalle: la vida rural que muestra Adolfo no es apta para domingueros, ni procede del "beatus ille". Pocas veces surge la mirada desde dentro del mundo rural con la naturalidad, el humor y la cultura de Adolfo. El comentario de David acerca de la sensación de incertidumbre que producen me parece acertadísimo. Es la misma que dejan sus extraordinarios cuadros y esculturas.
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