Vaya por delante que soy un auténtico ignorante en series televisivas y novelísticas. Tras más de veinte años de vivir sin televisión, habré visto completas no más de dos temporadas de series diversas, y capítulos sueltos de alguna que otra. Tampoco he tenido paciencia para enchufarme a sagas novelísticas de varios volúmenes voluminosos, con alguna excepción. Así que lo que voy a decir debe ser puesto en la más aislada cuarentena.
He visto en internet que se compara la serie novelística de Juego de tronos con El señor de los anillos, lo cual me parece un error, dado que una y otra responden a dos modos de narrar bien diversos. El señor de los anillos es una narración teleológica, que desde el principio se encamina a un final, sigue una línea que, por sinuosa que sea, conduce la narración a una conclusión que da sentido a todo el conjunto. Juego de tronos, como todas las narraciones seriales, se dedica a dar vueltas en torno a un motivo, en este caso las luchas por el poder al trono de los Siete Reinos, y va rellenando la narración con variaciones sobre el mismo asunto, complicándolo todo cada vez más, incorporando nuevos personajes, líneas narrativas, efectos de argumento, diálogos ocurrentes, etc., de modo que el final –que no conclusión– de la narración se producirá cuando el autor se canse de vender o los índices de audiencia comiencen a descender, y no será más que un broche con más o menos adornos y brillantez. Yo, la verdad, soy muy clásico para esto: toda narración que no culmine en una buena conclusión me desilusiona. Me resulta, y perdóneseme el símil taurino, como el torero que hace una faena llena de floripondios, volatines y muletazos espectaculares, pero falla en el momento de matar. Es más, en el caso de las series, en realidad ni intenta matar. Siento esto (y sé que a los espectadores de series mi apreciación les parecerá absurda) como una deslealtad por parte del narrador o guionista, como es desleal la droga que da placer momentáneo pero no sacia sino que solo busca crear ansiedad (de hecho, uno se “engancha” a una serie como a una droga u otro mal vicio). Pero lo más interesante es que, si las series–novelísticas o televisivas– tienen ahora tanto éxito es en ante todo porque el capitalismo financiero está cambiando la noción lineal y teleológica del tiempo –unida primero a la producción manufacturera, como demuestra la aparición de relojes en las ciudades florentinas de finales del s.XIII, y después a la producción industrial, que crea la idea de progreso–, haciéndonos regresar a una concepción circular, aunque tal vez sea mejor denominarla rizomática, dado que las vueltas alrededor del centro –el trono– son siempre distintas e irregulares. Parece, pues, que volvemos a una narratividad precapitalista, similar a las de los libros de caballería y las novelas sentimentales, que también eran seriales, pero en realidad es algo diferente, pues la única sacralidad que sostiene estas narraciones de hoy es la sacralidad del dinero. (Habría que rastrear, de todos modos, la pervivencia de los modelos narrativos seriales medievales en la literatura popular. Pienso sobre todo en la literatura de folletín del XIX –aunque la poca que conozco no es exactamente serial, pues siempre hay un misterio que al final se resuelve, una anagnórisis que lo aclara todo, o algo similar–, que pasa en el XX a la radio y de ahí a la televisión.)
Por otro lado, Juego de tronos abunda en otro aspecto temático también de apariencia precapitalista: la desustancialización del nivel político. Juego de tronos es una serie política, pero en ella la política se concibe como una lucha por el poder en la que las fuerzas dominantes son psicológicas o morales, algo que en sus mejores momentos da a la serie una para mí evidente reminiscencia shakespeareana, trufada, claro está, con algunos toquecillos foucaultianos que ponen al día el aparente feudalismo mercantil de fondo. El poder es, pues, una ficción en la que los problemas psicológicos de los participantes en él, sus principios morales (o sus valores, si se quiere), su astucia o inteligencia, etc., son los elementos determinantes. El poder es, en efecto, un juego, como indica el título, y en él apenas hay un atisbo de la existencia de clases sociales, o al menos de grupos de interés o lobbies. Es, en este aspecto, radicalmente premaquiaveliano, como en cierta manera lo es Shakespeare (solo que a Shakespeare lo que le interesaba, creo, es justamente el funcionamiento de la psique, del “alma” humana, más que la naturaleza del poder). ¿Qué “nos hace”, entonces, Juego de tronos? Que sintamos como natural la concepción de la política como un juego despiadado al que solo pueden jugar poderosos contendientes, un juego cruel y peligroso del que mejor alejarse y contemplarlo, despreciándolo, como un espectáculo, y no algo en lo que las personas de a pie podamos (debamos) intervenir algo más que votando dócilmente cada cuatro años.