lunes, 31 de agosto de 2015

Somos memoria

Por David Torrejón

Algunos mitos sobre el cerebro van cayendo gracias a la ciencia, incluido ese tan extendido de que solo utilizamos una pequeña parte de él. Es una creencia que debe consolar mucha  gente y por eso no quiere desprenderse de ella aunque la ciencia la haya desmontado hace tiempo. A estas personas les gusta pensar, supongo, que en cualquier clase o libro de autoayuda van a encontrar el clic para convertirse en genios en un par de horas. Por eso a los que venden cursos y libros de autoayuda les interesa mucho que se mantenga vivo el error.

La realidad es solo ligeramente parecida: el cerebro es un órgano plástico que interactúa constantemente con el entorno y de esa relación consigue conocimientos y experiencias que, fijados en la memoria, suponen sin duda un mayor rendimiento o inteligencia, si queremos llamarlo así. Dicho de otro modo: lo único que nos puede hacer más inteligentes es la educación en sentido amplio. Una educación que desgraciadamente depende no solo de factores individuales, como nuestro deseo o necesidad de aprender (no sabemos aún dónde reside la voluntad en el cerebro), sino de otros ajenos como la sociedad y el ambiente que nos rodea.
Es una conclusión que se conoce desde hace tiempo, pero que no termina de ser asumida por los gobiernos e incluso la propia sociedad, por lo que no actúan en consecuencia.

Literatura: aprender en cabeza ajena

Desde el punto de vista del consumidor de historias, la memoria también funciona de la misma forma: aprende de la experiencia. Es un comentario habitual al llegar a cierta edad el de “cada vez leo menos novela y más ensayo o Historia”. Con el cine el fenómeno es parecido. Conforme nos hacemos mayores nos interesan menos las películas de aventuras o fantasía. El por qué esto es así también puede tener que ver, creo yo, con la memoria. A través de los libros y el cine las neuronas espejo nos permiten adquirir experiencias de forma vicaria, experiencias que nos ayudan no solo a entender el mundo sino a enfrentarnos a él. “Aprender en cabeza ajena”, lo llama la sabiduría popular. Parece lógico que, conforme adquirimos más experiencias propias y ajenas el incremento de novedades que nos aportan estas obras tienda a ser menor. Y en cualquier caso es un conocimiento repetitivo. Por el contrario, el ensayo o la Historia nos aportan, como se dice ahora, más valor, más conocimiento o experiencia y de un tipo más sofisticado. Por eso, uno de los elogios que más he apreciado en mi vida como escritor fue el de un amigo profesor que me confesó que, gracias a una de mis obras, había vuelto a leer ficción después de años de pensar que ya no le aportaba nada. No sé si le habrá durado el nuevo impulso, le preguntaré.

Porque no solo aprendemos y memorizamos sin querer las experiencias sino la estructura y las claves de las narraciones. Si hemos visto suficientes series policiacas podemos saber con una certeza bastante alta cómo terminará el episodio e incluso quién es el culpable. Quizás por eso están teniendo éxito las series que rompen con las fórmulas sabidas, aunque desgraciadamente no soy quien para decirlo porque no consigo engancharme a ninguna por falta de tiempo y continuidad. La última que pude seguir fue la magnífica Cámera café, con eso digo todo.

Los engaños de la memoria

La memoria nos hace marisabidillos y a veces nos puede jugar malas pasadas. Una bastante curiosa tiene que ver con la forma en que memorizamos caras o tipologías asociándolas a la personalidad del personaje. Si tuvimos un amigo en la universidad que era simpático, alegre y con un sentido del humor similar al nuestro y era ancho, moreno con la cabeza cuadrada y un hermoso bigote, un día podemos encontrarnos en una reunión con un alguien parecido a él físicamente y, seguramente sin ser conscientes de ello, empezaremos a tratarlo con demasiada confianza, sin que el pobre entienda por qué, hasta que empiece a mirarnos de forma rara.

Pero también puede ocurrir que el tipo en cuestión capte el tono en el que nos estamos dirigiendo a él e intuya la respuesta que esperamos y así, podríamos acabar teniendo una conversación parecida a la que habríamos tenido con nuestro amigo. En el fondo, todos somos un poco Zelig, aunque algunos más que otros.

Pero también podemos ponernos en el lado negativo y asociar un tipo de rostro o físico con una mala experiencia experimentada en el pasado. En ese caso, injustificadamente, tendríamos una aproximación poco adecuada a alguien con rasgos similares y como suele decirse, empezar con mal pie.

Duplicados de memoria

Y una última reflexión sobre la memoria. En la medida en que somos memoria, no somos replicables. Un duplicado genético nuestro podría ser alguien en muchos aspectos completamente distinto a nosotros a pesar de ser idéntico. Para duplicarnos tendríamos que duplicar nuestra experiencia y eso parece imposible. ¿Imposible? Si tuviésemos una capacidad ilimitada de almacenamiento y naciésemos con un dispositivo que grabase todo lo que ocurre en nuestro cerebro podríamos especular con que, si fuésemos capaces de trasladar esa grabación a un cuerpo idéntico, estaríamos consiguiendo un duplicado perfecto. Aun así, no seríamos la misma persona, obviamente, pero para los demás seguramente sí. Si un presidente de los EEUU, por ejemplo, fuera asesinado en atentado, podría ser clonado y reconstruido su cerebreo por completo hasta el día del atentado. Pero para eso habría que esperar a que el clon cumpliese la misma edad, lo que resulta bastante molesto para un sistema democrático, por lo que este servicio de clonación necesitaría, además, de copias del presidente en blanco almacenadas en algún sitio y dispuestas a recibir su memoria si fuera necesario.

Pero, por otro lado ¿y si pusiésemos nuestra experiencia y memoria de 60 años en nuestro mismo cuerpo a los 18? ¿Y en un cuerpo distinto? ¿Del sexo contrario? Surgen muchas posibilidades que harían las delicias del mismísimo Stanislav Lem.

lunes, 24 de agosto de 2015

Oliver Sacks, "On the move"

Por Luis Junco

Hace unas semanas leí Mi tabla periódica, un emotivo artículo de Oliver Sacks, escrito originalmente para el The New York Times, en el que el articulista, además de una lúcida reflexión sobre el futuro de las ciencias físicas y biológicas, declaraba que padecía un cáncer terminal que seguramente acabaría con su vida en poco tiempo. Sentí la necesidad de leer su último libro, On the move, una autobiografía publicada este mismo año, que conseguí en Amazon. Y no sé muy bien por qué, pero leí el libro de una tacada; como si hacerlo así, cuando aún Oliver Sacks está con vida, fuera esencial para entender las claves de su pensamiento y existencia.

Desde que supe de él, hace ya unos cuantos años, me hice adicto a sus escritos y especialmente me fascinó la capacidad de este hombre para hallar relaciones entre disciplinas tan dispares de las ciencias y las letras, fundamento, a mi entender, del conocimiento de mayor profundidad y alcance.

On the move, título de la autobiografía, procede del de un poema de Thom Gunn, poeta británico con el que Sacks mantuvo una estrecha relación durante toda su vida, pero también es una expresión de los moteros para referirse a su afición por la carretera sobre sus máquinas, afición ésta que junto con la halterofilia y la natación forman parte de la biografía de Oliver Sacks. Sobre motos de altas cilindradas, algunas veces en compañía pero casi siempre solo, Sacks ha recorrido miles de kilómetros de su país de origen -Gran Bretaña, a la que siempre volvió a pesar de su habitual residencia en América-, Canadá y Estados Unidos.

Pero además de la narración detallada de estas aficiones, en el libro asistimos a aspectos menos conocidos de su vida. Como, por ejemplo, el descubrimiento de su homosexualidad -durante gran parte de su vida fuente de incomprensión y amores no correspondidos-, que confesada sinceramente a sus progenitores, judíos ortodoxos, nunca fue aceptada o asimilada debidamente por ellos. O la adicción a las drogas, primero las más blandas, para ir cayendo paulatinamente en las anfetaminas y asomarse a los delirios de la feniciclina o el llamado "polvo de ángel", cuando ya era un reconocido neurólogo que trabajaba en Estados Unidos. Como él mismo dice, le parecía como estar viviendo dos naturalezas diferentes: la mayor parte del día y de la semana era el serio señor doctor Sacks, vestido de bata blanca y que visitaba a sus pacientes; por las noches y los fines de semana, vestido de cuero y sobre la moto, recorría las carreteras, practicaba amores prohibidos y se atiborraba de drogas.

De esta doble naturaleza lo salvaron su creciente interés por el estudio y descubrimiento de los complejos mecanismos cerebrales que llevan a las enfermedades mentales y que aquejaban a sus pacientes, con los que siempre sintió una especial afinidad y sensibilidad -mucho de lo cual tenía que ver con la esquizofrenia que sufría su querido hermano Michael- y, sobre todo, la necesidad y el descubrimiento de la escritura. Me pareció como si descubriera mis pensamientos a través del acto de escribir, en el acto de escribir.

Sus notas y reflexiones sobre la creación de sus narraciones siempre resultan originales e iluminadoras, tanto las referentes a cómo "domesticar" su desbordante imaginación - Me siento poseído por la densidad de la realidad y trato de aprehenderla con una "descripción gruesa"-, como al trazo más fino de la escritura: A mitad de frase, me veo cada dos por tres detenido por pensamientos tangenciales y asociaciones, y esto da lugar a paréntesis, oraciones subordinadas, frases demasiado extensas.

Y apasionantes resultan las descripciones de las génesis de sus obras más conocidas: Despertares, como resultado de su experiencia en el hospital neoyorquino de Beth Abraham con pacientes aquejados durante años de encefalitis letárgica:

 A veces me sentía como un naturalista en una jungla tropical, en selva ancestral, en realidad, siendo testigo de comportamientos prehistóricos, prehumanos...  Eran conductas fósiles, vestigios darwinianos de primeros tiempos sacados del limbo fisiológico por la estimulación de los primitivos sistemas cerebrales, dañados y sensibilizados por la encefalitis en primer lugar y ahora "despertados" por la L-dopa.
A leg to stand on, que escribió después de romperse una pierna en Noruega cuando huía de la embestida de un toro.  O cómo su experiencia con un profesor de música que a veces era incapaz de reconocer visualmente a la gente, hasta el punto de confundir los parquímetros con cabezas de niños o preguntar a los pomos de las puertas o armarios creyéndolos personas, le llevó a escribir El hombre que confundió a su esposa con un sombrero.

Singulares resultan sus anécdotas sobre el rodaje de Despertares, la película protagonizada por Robert de Niro y Robin Williams, sobre la participación de los propios enfermos y el profesionalismo de aquellos dos actores, que, según Sacks, tanto se embebieron en sus papeles, que en muchas ocasiones sus comportamientos denotaban auténticos desarreglos mentales.

Pero el éxito y la consideración a su imaginación y actividad creadora nunca corrió de manera pareja según se juzgara desde las letras o desde las ciencias. En esta autobiografía nos da cuenta con cierta amargura de cómo, al tiempo que su fama como escritor alcanzaba el favor del gran público, sus compañeros de profesión y la comunidad científica en general, reacios por regla general a las prácticas que se alejan de la ortodoxia, enmudecían y retardaban el reconocimiento a las grandes aportaciones de Sacks a la neurología y a la comprensión de importantes pautas en el funcionamiento del cerebro humano. Hubo excepciones, desde luego. Entre otras, él destaca las de Alexander Luria, Stephen Jay Gould, Francis Crick y Gerald M. Edelman, quienes supieron reconocer su valía desde el primer momento y compartieron con él una amistad de por vida.

Y en la la larga narración de su vida, a pesar del tono por regla general optimista y agradecido con que nos cuenta sus vicisitudes, una y otra vez acaba colándose, con tonos de tristeza y nostalgia, la carencia quizás más importante de la existencia de Oliver Sacks y que le ha hecho durante la mayor parte de ella un hombre solitario: la falta de un amor correspondido. Y por eso, al final de su relación, nos alegra saber que en los últimos tiempos, cuando las enfermedades  -un melanoma en el ojo que le impide ver en relieve, la ciática y los problemas en una rodilla- acucian y desesperan, él se ha enamorado de nuevo, amor que es por fin compartido.

En el artículo del periódico al que me refería al inicio de esta entrada, Mi tabla periódica, y en la que Sacks reitera su afición de niño por los metales y minerales, "pequeños emblemas de eternidad", nos declara su debilidad por el bismuto, un humilde metal gris que ocupa el puesto 83 de la tabla periódica, los mismos años que tal vez él no llegue a cumplir en julio del próximo año. Y también nos dice que no hace mucho, contemplando el cielo nocturno lejos de las luces de la ciudad, dijo a sus amigos que le gustaría ver un cielo así, salpicado de estrellas, cuando esté muriendo. Y seguro que Oliver Sacks lo sabe: que el bismuto y los elementos siguientes y más pesados de su tabla periódica nacen en el corazón de esas estrellas que ahora contempla, cuando mueren.

En fin. Solo me resta hacer votos para que la luz de la sabiduría y el ejemplo de Oliver Sacks siga iluminando nuestro firmamento durante años, en la confianza de que cuando dentro de mucho mucho tiempo su estrella vuelva a morir, convertida en supernova, derramará, con su habitual generosidad y modestia, todos los elementos de su tabla periódica sobre los que entonces tengan la sensibilidad e inteligencia de saber apreciarlos.


sábado, 15 de agosto de 2015

Necroilógicas - Rafael Chirbes

Ha muerto Rafael Chirbes, con apenas 66 años, un escritor reconocido por novelas como Los viejos amigos (2003),  Crematorio, que le valió el premio de la Crítica de 2007, o En la orilla, por la que ganó el Premio Nacional de Narrativa de 2014.

Además de por estas novelas, queremos hoy recordarle y homenajearle en esta "Necroilógica" con otro libro tal vez menos conocido, pero, a nuestro entender, esencial memoria para las generaciones de nuestro país después de la guerra civil. Nos referimos a La buena letra, publicada en 1992, y en la que una madre cuenta a su hijo las miserias de aquellos días oscuros y terribles pero también tintados con el aura de la siempre balsámica juventud.

Se cuenta desde las edad de las sombras, en un relato cargado de emoción, sinceridad, lleno de nostalgia y dolor, y sobre todo hay en la narración un aire de recuerdo, de memoria necesaria, memoria común que es indispensable recuperar y no olvidar jamás, para valorar lo que somos, lo que tenemos. Una memoria que se afianza en nuestro interior gracias a las pequeñas cosas que nos acompañan, las que seguramente más sentimos y a las que nos aferramos cuando todo decae y muere a nuestro alrededor:

Lo recuerdo como si lo estuviese volviendo a ver en estos momentos. Una se olvida, y cada vez con más frecuencia, de lo que hizo ayer, o de las cosas que han ocurrido esta misma mañana y, sin embargo, los recuerdos más antiguos tienen otra fuerza. No los piensas: los ves, los escuchas. De aquel día recuerdo el cielo por encima de la escollera, pero también las caras y las voces de cuantos nos sentamos en la mesa, bajo la higuera. Recuerdo cómo iba vestido cada cual, y el olor áspero de las hojas de la higuera y el de las plantas de tomate, cuando fuimos tu tía Pepita y yo a recoger algunos para la ensalada, y recuerdo el olor de la ropa; fíjate que mientras hablo puedo recordar el olor de la ropa de tu tía Pepita y el de la abuela María, que olía nada más que a agua y jabón...

Nos seguiremos aferrando a lecturas como ésta, cimentando así nuestra memoria, en la que siempre tendrá cabida un escritor como Rafael Chirbes.