lunes, 27 de abril de 2015

Ferias del libro y colas de pavo real


De nuevo se acerca la feria del libro de Madrid: multitud de casetas, actividades que más o menos tienen que ver con los libros, aglomeraciones... El año pasado, una nutrida cola ante una caseta –una escritora, mejor dicho, una tertuliana televisiva que había escrito un libro, firmaba ejemplares- me trajo a la cabeza la imagen de la cola de un pavo real. Di un par de vueltas al recinto ferial al tiempo que también daba vueltas a las razones de estas colas ante las casetas, el anuncio de libros más vendidos, la competición casi grotesca de algunos sellos editoriales por aparecer en los primeros puestos de las listas... Hasta que las dos colas (la de los lectores y la del pavo real) me llevaron al recuerdo de una antigua lectura. Llegué a casa y encontré el libro: El relojero ciego, de Richard Dawkins. Y sí, ahí había una posible explicación.

Richard Dawkins es zoólogo y uno de los máximos exponentes actuales del llamado neodarwinismo, síntesis moderna de la teoría de la evolución. En este libro –El relojero ciego-, además de otras interesantes y profundas consideraciones sobre la selección natural, Dawkins nos explica cómo, en muchas ocasiones de la historia de la evolución de las especies, se pone en marcha lo que él denomina “retroalimentación positiva”, que es un proceso acelerado de cambio, como el que se produce en una explosión nuclear cuando se alcanza la masa crítica del material radiactivo. Es así, nos explica, como en la “carrera armamentística” que se establece entre dos especies –una depredadora y otra su potencial víctima- evolucionan conjuntamente armas de ataque y de defensa. O como, bajo presión de la selección sexual y la preferencia de los genes de las hembras, evoluciona la cola de los machos de algunas aves, como el pavo real. Y aquí estaba la conexión con la cola de lectores en la feria del libro de la que yo era testigo; porque, a continuación, en su libro, Dawkins hace una interesante analogía entre la evolución biológica y la evolución cultural, en este caso, referida a la cultura del libro. Merece la pena transcribirlo:


Cuando las ventas de un libro “se acercan al punto crítico”, las cifras alcanzan el punto en el que las recomendaciones de boca a boca, etc., hacen que sus ventas despeguen súbitamente de manera incontrolada. El ritmo de las ventas se torna, de repente, más elevado de lo que era antes de alcanzar la masa crítica, y puede haber un período de crecimiento exponencial, antes de alcanzar la inevitable estabilización y posterior declive (...) Las cualidades reales de un libro (...) no pueden ignorarse en la determinación de las ventas; sin embargo, siempre que haya mecanismos de retroalimentación positiva al acecho, existirá un elemento marcadamente arbitrario, que determinará qué libro tendrá éxito y cuál fracasará. Si la masa crítica y el despegue son elementos importantes en cualquier historia de éxito, existirá una gran intervención del azar, y habrá un gran campo para la manipulación y la explotación por parte de la gente que comprende el sistema. Merece la pena, por ejemplo, emplear una suma considerable de dinero para promocionar un libro, hasta el punto en el que “alcanza el punto crítico”, porque, a partir de aquí, no será necesario gastar tanto dinero en su promoción: el mecanismo de retroalimentación positiva tomará el relevo y realizará el trabajo publicitario por el editor (...) 

Apenas me cabe duda: los que compran un libro deslumbrados por las colas ante las casetas de una feria o solo porque el título está entre los 20 libros más vendidos, tienen el mismo comportamiento que las hembras de un pavo real. 

lunes, 20 de abril de 2015

Retretes

En una entrevista que hace unos años hicieron al genial y desaparecido Juan Luis Galiardo, recuerdo que venía a decir que el saludo entre dos adultos no debería ser el habitual “Hola, qué tal estás” o “¿Cómo has dormido esta noche”?, sino “Hola, ¿has evacuado hoy debidamente?”. Porque, para él, la satisfacción de esta necesidad fisiológica era esencial para  afrontar la vida con optimismo. Estando de acuerdo con él, también pensé que esto nos chocaba a los occidentales porque me parecía que lo que decía Galiardo era una actitud típicamente oriental. Lo que me ha llevado al maestro Junichiro Tanizaki y algunos de sus libros.

En la novela La vida enmascarada del señor de Musashi se nos habla sobre el refinamiento de las damas de la aristocracia japonesa en el pasado, que hacían sus deposiciones sobre innumerables alas de mariposa previamente amontonadas. O de aquella belleza de la corte de Kioto cuando trató de volver loco a un pretendiente con una réplica de sus propios excrementos modelada en semillas de clavo. Pero atendiendo a tiempos más modernos y a una casa tradicional japonesa, en El elogio de la sombra podemos leer esta descripción de los retretes:

Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shôji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir. El maestro Sôseki, al parecer, contaba entre los grandes placeres de la existencia el hecho de ir a obrar cada mañana, precisando que era una satisfacción de tipo esencialmente fisiológico… En verdad, tales lugares armonizan con el canto de los insectos, el gorjeo de los pájaros y las noches de luna; es el mejor lugar para gozar la punzante melancolía de las cosas en cada una de las cuatro estaciones y los antiguos poetas de haiku han debido de encontrar en ellos innumerables temas. Por lo tanto, no parece descabellado pretender que es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento. Nuestros antepasados, que lo poetizaban todo, consiguieron paradójicamente transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino en la casa era el más sórdido…


No encuentro mejor manera de acabar esta breve entrada que con las palabras de este inspirado texto y deseando, al estilo de mi admirado Juan Luis Galiardo, que ustedes obren de la manera más satisfactoria y feliz que les sea posible.

jueves, 16 de abril de 2015

Los otros clásicos XXXII - Antonio Enríquez Gómez

La rocambolesca peripecia del conquense Antonio Enríquez Gómez ha obrado en desdoro de su fama literaria, pues buena parte de los estudios dedicados a su figura se centran en el esclarecimiento de su azarosa biografía. Miembro de una familia de conversos, se trasladó a Madrid para ejercer el comercio, al paso que, alentado por una práctica dramatúrgica autodidáctica, empezaba a ganar fama como autor de comedias. Su condición de practicante secreto de los ritos judaicos (en la lengua de la época, “marrano”) le obligó a marcharse a Burdeos, donde continuó enriqueciéndose con la compra-venta, asociado con familiares huidos a Francia por idéntico motivo. Pero añoró el prestigio literario que se había granjeado en España y, haciéndose pasar por un tal Fernando de Zárate, se estableció primero en Granada y luego en Sevilla, donde siguió estrenando comedias exitosas. El Santo Oficio, que lo quemó “en efigie” en dos ocasiones (es fama que el propio Enríquez asistió, bajo su falsa identidad, a uno de estos autos de fe simbólicos), dio finalmente con él en 1661; pero no pudo descargar su inquina en él porque el autor manchego, después de haber confesado sus prácticas criptojudaicas, falleció en presidio durante el proceso que iba a llevarlo a la hoguera.

XXXII.- Antonio Enríquez Gómez (ca. 1601-ca. 1661).

¿Qué incendio sin espíritu se sube
a la eminencia del discurso, cuando
ser presumí lucero, derribando
el muro denso desta hinchada nube?

¿En qué volcán me abraso, si yo anduve
en mi primera edad siempre vagando
simples regiones, dócil alentando
la infancia alegre que en mis años tuve?

¡Oh hidrópica ambición!, ¡sin duda alguna
tú eres la llama que me abrasa el pecho,
sedienta de los bienes de Fortuna!

Déjame ya con el agravio hecho,
vuélveme a la inocencia de la cuna,
pues por hacerme grande, me has deshecho.

miércoles, 8 de abril de 2015

Un descubrimiento, Carlos Pinto Grote

Juan Varela-Portas de Orduña

La editorial Baile del Sol tiene la elegante costumbre de regalarte algún libro de su catálogo cuando adquieres otro a través de su web. Lo malo es que a menudo cuando se nos regala algo de esa manera no le prestamos atención, como si el hecho de no haber pagado por ello fuese índice de su escaso valor, y pensásemos que lo que la editorial nos manda es un deshecho, una sobra. ¡Qué lejos estamos de la noble ideología feudal del don, y qué impregnados de la idea de que las cosas valen lo que cuestan (síntoma de necedad, como advertía el poeta)!

Cuando hace unos meses compré la última estupenda novela breve de Luis Junco, Días de lluvia (Tenerife, Baile del sol, 2014), la editorial tuvo la amabilidad de regalarme un libro al que, necio de mí, no hice ni puñetero caso. Afortunadamente, algún tiempo después hice acopio de libros sin leer (esos que se acumulan en nuestros rincones, estanterías, mesillas de noche, mesas de comedor…, que pasan de un lado a otro de la casa sin que nos atrevamos a ponerlos en su supuesto sitio, que nos azuzan la mala conciencia de no haberlos leído apareciendo en los sitios de la casa más inesperados), y casi sin quererlo hojee aquel regalo tinerfeño. Al punto me di cuenta de que tenía entre mis manos un libro no solo de enjundia sino de enorme fuerza expresiva y gran densidad de ideas, uno de esos escasos libros de los que me gusta decir que está escrito con el cuchillo entre los dientes, con el autor dispuesto a hacer sangre. Se trataba de un libro-poema titulado Tratado del mal, de un escritor cuyo nombre, en mi supina ignorancia, nada me decía, Carlos Pinto Grote, una obra cuya edición original era de 1981 y que yo tenía en mis manos en una reedición de 2008.

Leí el libro con avidez y de una sentada, y me dejó realmente maltrecho durante algún tiempo. Se trataba de un recorrido por la maldad humana, o, tal vez mejor, por la historia humana como materialización de la maldad. Un libro en el que, por medio de un lenguaje realmente vigoroso, enfurecido a veces, con un ritmo poético recio que no te deja casi ni respirar y que fluye torrencialmente, se examina y se denuncia la ambición, la hipocresía, el desamor, la injusticia, la mentira, la crueldad, la soledad, el terror…:

La historia de los hombres
es la enumeración de los nombres del mal.
La historia de los hombres
es la enumeración de las formas del mal.
La historia de los hombres es la historia del mal.

Nadie se salva.
Y aquellos puros, santos, profetas, dioses,
son anegados en el Leteo
por los nombres y las formas del mal.

Un libro estremecedor en el que no parece haber resquicio a la esperanza:

Aunque cubiertos con las más duras corazas
nos adentremos en la lucha,
algún mal nos hiere.
Tan difícil resulta vivir el drama ajeno.

Y si rechazamos el mal
que los otros nos cuentan,
no somos inmunes a los vapores sutiles y mefíticos
de tantas obscenidades
y tardan en cerrarse las úlceras
que toda pestilencia trae consigo.

Somos, al final, una dura cicatriz
insoportable y dolorosa
que va, poco a poco, cegándonos, ensordeciéndonos,
acabando con la única fuente de dicha: esa ternura
que nos queda en el fondo del corazón
que acaso no late: tan difícil es su trabajo.

Sin embargo, el poeta declara al principio, en una nota introductoria, su fe en que el mal humano puede ser conjurado. Es una nota en la que se nos muestra el origen de la intensidad poética del libro, pues nos deja claro que, aunque el poeta propone una reflexión, esa reflexión no es abstracta y desprendida, sino por el contrario muy personalmente vivida como parte de una catarsis, como modo de tratar de superar el dolor y la angustia que ese mal histórico le produce:

“El libro relata una catarsis. Por ello su significado no se alcanza con facilidad.
El poeta padeció incontables desasosiegos y largas angustias durante los tres años que dedicó a escribirlo.
La dura y constante meditación a que le obligaba el poema, hizo que, profesionalmente, tomara una “senda de leñador” y se apartara de la calle ciudadana en la que transcurría su vida.
Piensa que, pese a todo, el mal es conjurable; y ha escrito este “tratado” en la esperanza de que su lectura pueda mover a reflexión.
No es otro el motivo de su empeño.”

De modo que en los últimos versos del libro-poema no puede evitar que aparezca un rayo de luz en el oscurísimo horizonte humano:

Señalo aquí la historia
del ser que nos habita.
Doy fe del mal.

Y asido al clavo ardiendo
de un amor absoluto,
proclamo mi esperanza en este Octubre,
otoño fiel,
abierta mano del sosiego.

Luego, cuando pude salir de la conmoción en la que me había sumido la lectura, busqué en internet y averigüé, para  mi vergüenza, que Carlos Pinto Grote es uno de los grandes poetas canarios. Reconocido neuropsiquiatra, ha publicado 23 libros de poemas, el primero de ellos en 1955, y seis de narrativa. Su poema “Llámame guanche” es un auténtico himno en las islas. Nacido en 1923, a sus 91 años sigue siendo un referente cultural y ético del mundo cultural canario, y aún está en disposición de denunciar la injusticia y pelear por causas justas:

Estas noticias me hicieron pensar de nuevo (lo he hecho a menudo considerando la enorme poesía de Don Pedro Mir) en cómo la poesía está sujeta a la cercanía a centros de poder e influencia, a la lógica centro-periferia. No me cabe duda de que si Carlos Pinto Grote hubiese sido madrileño, parisino o neoyorquino su poesía sería mundialmente reconocida.

Luego me enteré de que nuestro amigo y autor de La Discreta Oswaldo Guerra Sánchez, que publicó con nosotros en 2002 el ensayo Senderos de lectura
(www.ladiscreta.com/oswaldo_guerra.htm), había leído en 1998 su tesis doctoral sobre la obra de Pinto Grote.


Carlos Pinto Grote, Tratado del mal, Tenerife, Baile del sol, 2008 [edición original de 1981].