viernes, 28 de septiembre de 2012

Austerlitz, de W.G. Sebald



Desde que empecé a leer a W.G. Sebald tuve la impresión de estar acompañando a un paseante ensimismado que de vez en cuando nos hace partícipe de las intensas reflexiones y sentimientos que le inspiran los lugares por los que vamos, las personas con las que nos encontramos.  Un paseo que comenzó cuando él ya tenía 40 años, que le llevó por Alemania (su país de origen), Países Bajos, Austria, Suiza, Italia, Inglaterra (su país de acogida), que dio lugar a un puñado deslumbrante de libros y que acabó abruptamente cuando el automóvil que conducía chocó contra un camión en el año 2001 (¿ironías del destino?, ¿premonición?, él, que denunciaba y temía la creciente violencia como parte inseparable del desarrollo tecnológico).

Austerlitz es su última novela, y quienes hayan leído las anteriores, especialmente Vértigo y Los anillos de Saturno, reconocerán el característico estilo de frases largas y cuidadas, las referencias históricas y literarias nunca pedantes y siempre pertinentes, los sentimientos de piedad y comprensión hacia los demás que tan hondo nos tocan... También sus miedos, que comparte con sus personajes, como, en este caso, con Jacques Austerlitz, profesor de Historia del Arte que el narrador encuentra casualmente en la estación de trenes de Amberes y con quien entabla conversación a propósito de la arquitectura del edificio. Desde ese momento, a ese paseo imaginario que aludía al principio, se incorpora este extraordinario personaje que en sucesivos encuentros, siempre fortuitos, con intervalos de años y en ciudades y lugares distintos –en la estación de trenes Amberes, en un bar del barrio obrero de Lieja, en el Palacio de Justicia de Bruselas, en varios lugares de Londres, en París– al tiempo que comparte con nosotros sus originales visiones e interpretaciones sobre la arquitectura, deja entrever un profundo misterio en su existencia. Poco a poco su pasado se nos va revelando, gota a gota, casi con sufrimiento.

¿Qué es lo que le atormenta? Es algo que al principio solo podemos vislumbrar, cuando, por ejemplo, nos habla de su interés por las polillas y el desconcierto que estas experimentan cuando se pierden en la noche:

Cuando me levanto a la mañana temprano, la veo todavía inmóvil en algún lugar de la pared. Han equivocado su camino y si no se les pone otra vez fuera cuidadosamente, se mantienen inmóviles, hasta que han exhalado el último aliento, efectivamente, se quedan, sujetas por sus garras minúsculas, rígidas por el espasmo de la muerte, aferradas al lugar de su desgracia hasta después de acabar su vida, hasta que un soplo de aire las suelta y las echa a un rincón polvoriento.

Y es que Austerlitz se siente como las polillas, habiendo perdido una parte de su pasado, que para él solo parece comenzar cuando tenía cuatro años y medio y es recogido en una estación de tren por un pastor calvinista y su mujer, que lo llevan a vivir con ellos a un pueblecito de Gales. Desde entonces, también él permanece aferrado a ese muro del pasado, que no sabe o no puede traspasar.
Solo cuando la confianza en su interlocutor se asienta, se ve capaz de contar su extraordinaria experiencia. Después de cincuenta años, decide pasar el muro, superar su miedo y desconcierto, recuperar su origen, su nombre. Y nos lleva con él en un viaje hacia atrás, hacia su Infierno y al tiempo su Paraíso, un periplo que comienza en la estación de tren en donde fue recogido cuando era un niño, atraviesa el Canal de la Mancha en barco, media Alemania en un vagón de tren con otros niños como él, y llega a Praga, al gueto judío de Terezien, al barrio de Praga en donde nació, a su casa.

Un viaje emocionante, en el que, tal vez como las polillas, se comparte la sensación que supone recuperar el camino perdido en la noche, pero también otro sentimiento, el que expresa el propio Austerlitz:

A veces, al ver una de esas polillas que mueren en mi casa, me pregunto qué clase de miedo y de dolor sienten en el momento en que se extravían.

Un libro que llega hondo, como todos los de Winfried Georg Sebald.



miércoles, 26 de septiembre de 2012

Los juegos del hambre, un best-seller sorprendente


Creo que nadie, y mucho menos en La Discreta, piensa hoy en día –casi cincuenta años después de Apocalípticos e integrados, de Eco, por marcar un hito entre otro posibles– que un libro por el mero hecho de ser un best-seller deba ser malo o superficial. Y sin embargo, hay que reconocer que en el campo de la literatura comercial, y especialmente dentro de la juvenil, no es fácil encontrarse obras con hondura, es decir, obras que nos obliguen a enfrentarnos a nuestras propias contradicciones y que no nos sosieguen afirmándonos en nuestras mentiras-verdades ideológicas (yo soy un espíritu libre, yo soy un ser sensible, etc., etc., etc.).

La trilogía de Los juegos del hambre es uno de ellas, y, aparte de que su prosa es algo menos plana de lo habitual en este tipo de obras (además de la esperable agilidad y capacidad de sugestión, hay atención a los matices, y hasta podemos encontrar subordinadas), presenta aspectos temáticos sorprendentes.

Ante todo, es una obra con una asombrosa (para los tiempos que corren) conciencia social: aparecen los pobres (¡milagro!) y el trabajo (¡existe!), la miseria y la explotación. Y hasta la lucha de clases, tanto ideológica, al principio, como material, después. Además, en el tercer volumen la lucha de clases se convierte en geopolítica, y ahí es donde todo se va al carajo (como en Libia o Siria) y ya no sabemos quiénes son los buenos, hasta tal punto que el final, realmente inesperado, convierte en narración la frase irónico-trágica de Zizeck: “Cuando los aviones de los USA sobrevuelan Afganistán, nunca sabemos si van a arrojar ayuda humanitaria o bombas de racimo”. En efecto, vemos a menudo en la trilogía que un campo de refugiados no es sino el anverso de un campo de concentración.

Además, la trilogía es una aguda parodia crítica de la cultura del espectáculo, y la protagonista tiene la inteligencia de enfrentar a los creadores de las reglas de los juegos del hambre y a sus conductores (los Vigilantes) con su propia contradicción: la única regla real es la de la audiencia, es decir, la del dominio psicológico de masas. Los juegos del hambre nos enseña que un juego nunca es un simple juego, que por detrás de él puede haber una lucha “real” en la que alguien impone las reglas que, con inteligencia y voluntad, se pueden subvertir. Toda una lección política.

También encontramos una sutil problematización del amor adolescente (del amor en general). Como los protagonistas tienen que fingir que están enamorados, para ganarse a la audiencia de los juegos, su amor está siempre en la frontera entre la ficción y la “realidad”, o acaba siendo realidad de tanto fingirse verdadero, a la manera de Pascal cuando aconsejaba a los no creyentes que fingiesen creer y acabarían creyendo. En todo caso, nunca es una relación plana, tópica y sentimental, sino torturada psicológicamente, y cambia a medida que cambian los personajes.

Los cuales tienen complejidad y me parecen alejados del tópico. La protagonista está, muy protestantemente, agobiada por la culpa que nace de un “destino” que la obliga a ser una asesina, pero en este caso el “destino” no nace de los dioses ni del determinismo social, sino de la mera injusticia y la opresión política que la fuerzan. Creo que en este aspecto la protagonista es heredera de Ender (de hecho toda la trilogía, desde el mismo título, le debe mucho a la serie de El juego de Ender). Y encima, no es rubita y wasp, sino una indígena americana. Quiero decir que el personaje y sus cualidades heroicas de primitiva cazadora-recolectora están construidas a partir de la imagen del indio americano, y no del conquistador ni del explorador occidental.


Por supuesto, la trilogía tiene concesiones a ciertas convenciones del género, a veces irritantes, especialmente el recurso a diversos tipos de mostruitos genéticamente modificados, y en algunos momentos la fuerza narrativa decae, pero en general me agrada más ver a mis hijos leyendo esta trilogía que las sagas de vampiros o de fantasía épica que tanto abundan hoy en día.

Suzanne Collins, Los juegos del hambre (Barcelona, Molino, 2009), En llamas (Barcelona, Molino,2010), Sinsajo (Barcelona, Molino, 2010) .

viernes, 21 de septiembre de 2012

Los propios dioses, de Isaac Asimov


La idea del multiuniverso, es decir, la presencia de universos paralelos al nuestro, quizás tuvo su origen en Andrei Linde y la teoría de la inflación del universo (en muy poco tiempo éste se hinchó en una magnitud comparable al universo observable hoy), quien visualizó que ese mecanismo inflacionario ocurre constantemente, en lugares al azar tanto en tiempo y espacio, dando lugar a espontáneos alumbramientos. Como el proceso es aleatorio, de vez en cuando se producirá una burbuja en la que la inflación dura lo suficiente como para crear un universo, de modo que los big bangs se suceden continuamente, con universos brotando de otros universos. En cada uno de esos universos las leyes de la física pueden ser totalmente o ligeramente distintas de las que gobiernan el nuestro.
Pues bien, en el año 1972, Isaac Asimov escribió un relato, Los propios dioses, que sorprende por su clarividencia y anticipación a las consecuencias de lo que suponen estas ideas hoy tan aceptadas entre físicos y cosmólogos.
La historia de Asimov tiene lugar en el año 2070, en una tremenda crisis energética que cuestiona la vida en el planeta. Un científico, Frederick Hallam, descubre casualmente que muestras de tungsteno 186 se convierten espontáneamente en plutonio 186, elemento que debería ser inestable en nuestro universo, liberando grandes cantidades de energía en forma de electrones. Hallam construye entonces una bomba de electrones que supone para la humanidad una energía gratis e ilimitada, y para el físico su encumbramiento. Sin embargo, tanto Hallam como algunos otros científicos de su entorno ya se han dado cuenta de que nada de esto es casual. El plutonio 186 es estable porque procede de otro universo en el que la fuerza nuclear tiene la intensidad necesaria para resistir la repulsión de los protones, y ese trasvase de materia está planificado por inteligencias de ese parauniverso. Debido a que la fuerza nuclear es más intensa que en el nuestro, sus estrellas agotan el combustible en poco tiempo. Su universo agoniza y es por ello por lo que cambian el para ellos inútil plutonio por tungsteno 186, que les permite fabricar una bomba de positrones con la que compensar la mengua de energía de sus soles. Son conscientes del peligro que supone para nuestro universo el paulatino incremento de la fuerza nuclear –en poco tiempo podría hacer explosionar una parte o la totalidad del universo–, pero se trata de la supervivencia del suyo. Y también parte de la comunidad científica incluyendo al propio Hallam se dan cuenta del peligro. Pero ya es tarde. La ambición y sobre todo una humanidad acostumbrada al uso ilimitado y gratuito de la energía, parecen impedir una vuelta atrás. Ni siquiera los propios dioses –en alusión a una obra de Schiller– son capaces de lidiar con la estupidez humana.
No quisiera desentrañar más la trama, y mucho menos desvelar su conclusión. Baste decir que el final tiene que ver con el alumbramiento de nuevos universos. Porque, en un escenario de múltiples universos, como contempla ya hoy la cosmología y la física moderna, ¿sería extraño que el nacimiento del nuestro proviniera de inteligencias de algún otro?

martes, 18 de septiembre de 2012

Darío Xohán Cabana y la Divina Commedia


El pasado mes de julio cavilaba yo con la discreta señora Noemí Hidalgo acerca de qué actividad cultural ofrecer a los profesores italianos expertos en Dante Alighieri que venían a la región gallega de A Ulloa a participar en un congreso sobre la canción “Amor che nella mente mi ragiona” del escritor florentino, cuando ella me sugirió organizar un encuentro con alguna personalidad de la cultura gallega, y entonces se me vino a las mientes la excelente traducción al gallego de la Divina Commedia, realizada por el poeta y narrador Darío Xohán Cabana. Desubrí rápidamente que, para fortuna mía, Cabana era funcionario del municipio de Lugo, por lo que me puse al habla con Paco Rivera, amigo de mi familia, maestro de periodistas lucenses, personalidad imprescindible en la vida de la ciudad y, dicho sea de paso, padre de la afamada escritora Marta Rivera de la Cruz, el cual de inmediato me puso en contacto con el escritor y, además, me propuso organizarles a los profesores italianos una visita a la ciudad de Lugo, de la que finalmente sería cicerone el mismísimo Darío Xohán, y que culminaría con una lectura de textos de la Commedia en italiano y gallego en el salón de plenos del ayuntamiento de la ciudad.

Darío Xohán Cabana es una de las personas más importantes de la cultura gallega. Poeta y narrador con una enorme cantidad de títulos publicados y premios literarios ganados, incansable traductor y estudioso de la literatura, miembro de la Academia da Lingua Galega, es además persona entrañable, simpatiquísima y llana, que nos acogió con la mayor amabilidad, interés y disponibilidad. Pasamos dos jornadas deliciosas, una en el balneario Río Pambre, de Palas de Rei, donde se desarrollaba el encuentro científico, al cual quiso asistir y en el que participó con gran lucidez y sentido del humor, y otra en la visita a la ciudad, que él fue adornando con agudas y divertidas historias y sucedidos que dotaban de vida a las piedras y a las calles. La lectura de Dante en el salón de plenos municipal fue muy emocionante para mí. Los profesores italianos se quedaron impresionados de lo hermosa que sonaba la poesía de Dante en la lengua gallega de Darío Xohán Cabana y comprendieron por qué el municipio de Florencia le otorgó su medalla de oro declarando la suya la mejor traducción de la Commedia en ámbito lusohablante (del italiano ha traducido además la Vita nova, del propio Dante, una antología del Dolce stil novo, y el cancionero de Petrarca). No pude menos que terminar la lectura afirmando que probablemente nunca en un salón de plenos municipal de nuestro país se habían escuchado palabras tan bellas y llenas de sabiduría.

A la salida del acto me dijo: “Por certo, o poeta ese do que me regalaches o libro antonte è un poeta magnífico. Gustoume moitísimo”. Yo sonreí: “¿E logo? ¿Pensabas que publicabamos calqueira cousa na Discreta?” Yo sabía que el libro que le llevaba le iba a resultar atractivo porque se aproximaba mucho a su mundo literario. Era, claro está, la Canción de ausencia rota de nuestro señor Silente, de Santiago López Navia (Ediciones de La Discreta, 2008). “E dixéchesme que era galego o poeta?” “Si, e ten escritos moi fermosos sonetos na nosa lingua”. Me hice intención de mandarle más libros de La Discreta. Él me regaló un volumen extraordinario, por su calidad y su cantidad, recientemente publicado: una exhaustiva edición bilingüe provenzal-gallego de trobadores occitánicos, con traducción, notas y estudio preliminar suyos (Os trobadores de Occitania, escolma edición e traduccións de Darío Xohan Cabana, Romeán (Lugo), Edicións da curuxa, 2011).

Antes de despedirnos le ofrecí seguir con nosotros nuestro paseo por Lugo. “Non, moitas gracias, marcho; eu son un militante disciplinado e agora temos manifestación”. Era el 19 de julio, cuando Lugo vio la más grande manifestación de su historia.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Nuevas adiciones al Pequeño diccionario de Tediato

acacaparar. Hacer abundante acopio de excrementos.

agothamiento. Hastío producido por la excesiva lectura y visionado de películas y cómics de Batman.

anenegar. Acción abrumadora, casi siempre destructiva, protagonizada por un grupo muy numeroso de niños.

cerdencial. Identificación de los suidos.

cooperrativa. 1. Proyecto empresarial colectivo orientado a todo lo concerniente a las atenciones y necesidades de los perros. 2. Proyecto empresarial emprendido en común por individuos malvados y abyectos.

dadibaboso. Individuo que distribuye generosamente su salivación. Aplícase especialmente a ciertos conferenciantes.

denenegar. No ceder, por parte de los niños, a las solicitudes, instrucciones y deseos de terceros.

dismininuir. Reducir el tamaño de un gato.

distingodo. Miembro notable del pueblo germánico que se instaló en España tras la caída del Imperio Romano.

enenemigo. Niño que actúa con acritud u hostilidad. Suele aplicarse a casi todos los de primer curso de la E.S.O.

enrebesar. Complicar la situación a base de dar indiscriminadamente besos a los demás.

estulticia. Forma exquisita y elaborada de la estupidez. Se manifiesta de forma especialmente desconsoladora en las reuniones de cualquier comunidad de vecinos.

excreciencia. 1. Conocimiento superficial, prescindible o residual. 2. Disciplina que consiste en el estudio de las heces y deposiciones.

hostiáculo. Impedimento o traba de tipo físico interpuesto en el camino que provoca caídas y lesiones.

lorzanía. Esplendor debido a los generosos pliegues corporales de los individuos entrados en carnes.

memérito. Individuo que ha alcanzado a una avanzada edad un grado ejemplar de estupidez.

memoción. Inquietud intensa que manifiestan los estúpidos, sean ordinarios o meméritos (véase “memérito”).

minínimo. Dícese del más pequeño de los gatos.

nenegar. Acción de disentimiento propia de los niños.

pignorar. En spanglish, no prestar la menor atención a un cerdo.

porción. Fragmento apetecible de cualquier alimento. A diferencia del trozo, que representa una parte vulgar, la porción es sabrosa e invita a su degustación.

prototopo. Nombre aplicado al primer topo de la historia de la evolución animal.

recocoger. Recolectar cocos.

renenegar. Manifestar, por parte de los niños, una negación insistente o un rechazo dirigido hacia algo o hacia alguien.

reptilíneo. Adjetivo aplicado a la trayectoria que trazan a su paso los saurios, ofidios y quelonios.

restituir. Devolver una res a su legítimo dueño.

rumorrear. Extender bulos sobre los besos apasionados de los enamorados.

simplifingar. Apoderarse con sencillez y naturalidad de la propiedad ajena. Es una actividad especialmente frecuentada por políticos corruptos, y más comúnmente por concejales de urbanismo.

solihilaridad. Risa intensa que se hace contagiosa.

martes, 11 de septiembre de 2012

Entrevista a Francisco Rodríguez Criado, autor de “Mi querido Dostoievski”


Le he escrito una carta a Dostoievski de 270 páginas


Por Matías Crowder

Editor del conocido blog “Narrativa Breve”, delantero destacado de una nueva generación de prosistas españoles, Francisco Rodríguez Criado publica en Ediciones de La Discreta Mi querido Dostoievski. Novela epistolar e intimista, vigorosa crónica del siglo XX, el autor alcanza en sus páginas una sensibilidad extrema y una penetración psicológica única. Llena de paralelismos con la vida del escritor ruso, la pluma de Francisco Rodríguez Criado nos lleva a leer carta tras carta de su personaje, Laura Bauer, quien escribe a Dostoievski “allá donde esté” fragmentos que develan la clave de su vida.


(Periodista) ¿Escribir es un acto de supervivencia?
(Francisco Rodríguez Criado) El verdadero acto de supervivencia es vivir día a día. En mi opinión el escritor de hoy es una persona como otra cualquiera. No es un superviviente per se ni un mártir ni nada similar. Los autores que conozco no formamos parte de ese colectivo de escritores que, como Dostoievski, podían ser internados en un penal de Siberia durante años simplemente por estar en el sitio equivocado en el momento equivocado. Somos la generación de Facebook, y el escritor cuenta con más medios que nunca para hacer su trabajo. El ejercicio de supervivencia del escritor no es diferente al de su vecino del quinto.
Si hemos de buscar actos de supervivencia, hagámoslo en esas personas que en plena crisis tratan denodadamente de encontrar –en muchos casos, sin éxito– un trabajo, en quienes luchan por superar un cáncer, o arriesgan su vida por salvar la de los demás. Ser escritor no le añade méritos a una persona (tampoco se los resta).
Dicho esto, considero la literatura –no solo como escritor, también como lector– un arma defensiva para luchar contra aquello que nos hiere. Pero no, no utilizaría el recurso del acto de supervivencia como forma de explicar el impulso creativo. Me da mucha pereza ponerme hiperbólico.

(Periodista) ¿Es la literatura una suerte de prolongada justificación?
(FRC) En cierta manera, creo que sí. Quienes escribimos somos proclives a conceder gran trascendencia e importancia a nuestros trabajos, en la mayoría de los casos por pura vanidad. Escribir es una manera de explicarse al mundo, de justificarse ante él. Los escritores se ven a menudo en la obligación de responder a la pregunta: ¿por qué escribes?, lo cual siempre me ha resultado un tanto extraño. Yo nunca le pregunto a un obrero, un oficinista, un zapatero o un broker por qué se levantan cada día para trabajar en esas profesiones. En el caso del escritor, la pregunta en sí parece solicitar una justificación. Las respuestas de los escritores suelen ser muy teatrales, porque se supone que el entrevistador quiere escuchar la enésima excusa novelesca que nos empuja al acto creativo. Yo prefiero decir abiertamente que “escribo para pagar las facturas y algún que otro vicio”. La respuesta no es ni mucho menos sincera del todo, pero sirve para ahuyentar a los cazadores de frases lapidarias.

 (Periodista) ¿De dónde surge la idea del libro, una mujer que le escribe cartas a Dostoievski?
(FRC) En realidad la historia que narra esta novela parte de la invitación que me pareció encontrar entre las tres palabras del título. Al contrario de lo que me ocurre con los cuentos, los microrrelatos o los artículos de prensa, no concibo el argumento de mis novelas con facilidad. He de ser yo quien salga a buscar su génesis, y a veces no encuentro más que un finísimo hilo del que tirar. En un momento dado me había propuesto embarcarme en una nueva novela, pero lo único que conseguí fue el título, que me pareció de lo más sugerente: Mi querido Dostoievski. Evidentemente con ese lema había de ser una narración epistolar. Así que articulé la historia en torno al personaje principal. Una anciana culta, excéntrica e irónica que vivía en Roma, una mujer con un pasado: resultó ser el personaje perfecto. De repente empezaron a encajar todas las piezas. Pero ya digo: el disparador temático fueron tres palabras, solo tres palabras.

(Periodista) Los personajes de Dostoievski son personajes al límite. Su personaje, cuando escribe, está al límite. ¿La literatura y este límite tienen mucho que ver? ¿Y en su caso particular como escritor?
(FRC) Dostoievski creó personajes al límite porque él mismo vivió vicisitudes terribles, sobre todo antes de conocer a la que sería su secretaria, Anna Grigórievna, a quien contrató como estenógrafa durante la redacción de El jugador  y con la que acabó casándose. Mi biografía –un poco como la de todos, supongo– está sembrada de momentos malos, aunque no darían mucho juego en Wikipedia. Al contrario que Dostoievski, no he sido detenido por actividades políticas subversivas, no he estado confinado en un penal de Siberia, no soy epiléptico, mi padre no ha sido asesinado por sus empleados, no he sido encumbrado primero y defenestrado después por los mejores críticos literarios de mi país, no me gasto el poco dinero que gano en los casinos, ni me extorsionan mis editores. Sin embargo, he vivido situaciones muy amargas que favorecen cierta sintonía con el mundo dostoievskiano. Aunque tengo un lado hedonista del que posiblemente él y sus personajes carecieran.
Abundando en tu pregunta, puestos a elegir, prefiero escribir con serenidad de espíritu, sin agobios, con plenitud mental. Aunque es cierto que en momentos muy difíciles del pasado la escritura me ayudó a descargar con vehemencia mis frustraciones. Hubo una época en la que escribía con la máxima tensión, como si lo hiciera sentado sobre un volcán a punto de estallar. Es de esas veces en las que coincides con Augusto Monterroso, quien dijo que escribir es un acto físico.

(Periodista) El personaje de Laura Bauer es de un perfil bibliófilo que hace pensar que el autor también lo es. ¿Qué libros prefiere?
(FRC) Soy un lector compulsivo. Leer me resulta una actividad placentera y además le tengo mucho respeto a la creación literaria. Considero que para ser escritor es necesario formarse día a día, y leer es la manera ideal de actualizarse. La literatura se retroalimenta de la propia literatura. Por eso no entiendo a esa hornada de escritores jóvenes contemporáneos –algunos de ellos no tan jóvenes– que leen muy poca literatura (o directamente no leen nada) y beben exclusivamente de referencias culturales no literarias (que a mí también me ayudan a escribir, todo sea dicho).    
Leo libros de todo tipo. Sigo con gran interés la obra de autores como Isaac Bashevis Singer, Slavomir Mrozek, Paul Auster, Milan Kundera, Raymond Carver, Italo Svevo, Robert Penn Warren, etcétera. Y ya puestos, entre los rusos, Dostoievski, Chéjov, Tolstói, Goncharov... ¿Qué libros prefiero? Aquellos que me ayudan a crecer como persona y como escritor. Pero también leo con placer ciertos libros de consumo, sin gran ambición literaria, que me hacen pasar un rato entretenido, lo cual no es poca cosa.

(Periodista) La protagonista le escribe cartas sobre su vida a Dostoievski. Imaginemos que usted tuviera la posibilidad real de escribirle una carta a Dostoievski a sabiendas de que la leerá. ¿Qué le diría?
(FRC) En el caso de poder tratar a Dostoievski, posiblemente no sería demasiado original. Le preguntaría por los años que pasó en el presidio y por sus malandanzas en los casinos de Rusia. Aunque, bien mirado, todo eso ya está en Memorias de la casa de los muertos y en El jugador. Es lo que pasa cuando un autor hace de la literatura una transposición artística de su propia vida… En plan anecdótico, le preguntaría qué opinión tiene de Tolstói. En Vida de Dostoievski por su hija, Aimeé Dostoievski cuenta que ambos gigantes de la literatura rusa se admiraban en secreto, pero nunca hicieron el menor esfuerzo en verse para no acabar discutiendo por culpa de sus ideas políticas: Dostoievski era conservador mientras que Tolstói era –aceptemos el término moderno– socialista. Según la hija del primero, eso podría ser un inconveniente. La historia de ambos escritores enviándose elogios mediante su amigo común Nikolái Stráhov y rechazando cualquier posibilidad de conocerse en persona tiene algo de cómica.
En respuesta directa a tu pregunta, te diría que ya le he escrito una carta a Dostoievski, y esa carta, de 270 páginas, se llama Mi querido Dostoievski.

(Periodista) Las cartas de Laura Bauer siempre dicen: para Fiodor Dostoievski, allá donde esté. ¿Dónde cree usted que está?
(FRC) Dostoievski está en la memoria de sus descendientes y en la de sus lectores (pasados, presentes y futuros), y por supuesto en cada línea de sus libros… Y me gustaría pensar que, aunque sea de manera imperfecta, también está en Mi querido Dostoievski

viernes, 7 de septiembre de 2012

El trampero. (Mountain Man) Vardis Fisher. Valdemar.

 He gozado de muchas conversaciones que revoloteaban por una película inolvidable: Las aventuras de Jeremías Johnson, de Sydney Pollack (1972). Es una de las pocas que me han procurado la sensación de deslizarme por el tiempo que se narra, los años que Jeremías Johnson pasa en las Montañas Rocosas aprendiendo a sobrevivir, a amar, a odiar y a perdonar. Con mi amigo Juan Luis Cobo, múltiples frases de la película se han conformado en contraseñas secretas, en citas sorpresa cuyo reconocimiento tácito es tan inmediato como gratificante. Siempre polivalentes, como versículos de un evangelio salvaje.

Pues bien, cuando me enteré de que se había publicado por fin en España la novela que dio origen a la película, me faltó tiempo para conseguirla y zampármela a lo largo de tres noches escogidas. La sorpresa no fue pequeña. Poco o casi nada de la novela se puede reconocer en esa película que me sé casi de memoria. Apenas un puñado de frases, y no de las más memorables, el apunte de algún personaje, o la inspiración de escasos momentos de la trama. Ni siquiera su protagonista es nuestro Jeremías, sino Sam Minard, un trampero —o Mountain Man— que sólo tangencialmente coincide con el mejor personaje que jamás interpretara Robert Redford. Ambos personajes, Minard y Johnson, toman como referencia la vida de otro singular aventurero, John Comehígados Johnson, que, según la leyenda, mató a los indios Crow que asesinaron a su mujer e hijo, y devoró sus hígados para enfatizar su fiera venganza. También el libro de Raymond W. Thorp y Robert Bunker, Crow killer, es una fuente del guión; pero no conozco la obra.


El Sam Minard de la novela no tiene nada que ver con los Johnson. De hecho, es un voraz y elaborado gastrónomo cuyas apetencias culinarias se decantan por la carne del bisonte o del uapití, el enorme ciervo americano, además de las numerosas especies animales y vegetales de los linderos de Yellowstone. Nada de hígados crow. Del libro bien se podría extraer un apetitoso número de recetas, tan remotas como sugerentes, acerca de las maneras más sensatas de asar la carne o preparar salchichas o panecillos. Explora incansablemente el mundo de los sentidos. Adquieren especial consistencia y protagonismo los sabores, los olores, los sonidos, las sensaciones físicas que se traducen en emociones del hombre sensitivo y sensible. Sam conjuga su oído y olfato para afrontar las penalidades de la supervivencia, para procurarse caza, o evitar que lo cacen a él. Sabrá, por ejemplo, ocultar su presencia en territorio hostil revolcándose en salvia o en humo de hierbas aromáticas. Y la historia de amor entre Sam Minard y Lotus, su joven squaw comprada a los flatheads, compone otro repertorio de goces físicos entreverados de placeres espirituales. Sam quiere compartir con su mujer no sólo su lecho, sino sus percepciones y su filosofía.

Además, el buen Sam Minard es un melómano inusitado, capaz de enhebrar con su armónica a Beethoven con Corelli, por poner un ejemplo, y celebrar de manera casi pitagórica o frayluisiana la oculta música de la naturaleza, el canto delicado del sinsonte o el desatado estruendo de la tormenta. Sam Minard es, además de un hombre de aventura, un bon vivant de la vida agreste, un filósofo vital de lo efímero, alguien que hace del Carpe diem un catecismo riguroso y una continua celebración de la vida.


Al mismo tiempo, el sorprendente Minard combina y contrasta su alegría de vivir con cierto fatalismo darwinista. Todas las criaturas vivas son depredadoras o víctimas, y ello no excluye a los hombres y sus miserias. Su libertad irrenunciable y su paladeo vital pueden verse truncados el mejor día por una flecha o unas fiebres, y en cualquier caso el horizonte de la existencia no es eterno. Admira la lucha por la vida, tanto en las bestias como en los hombres, y es capaz de conmoverse tanto por dos ciervos luchadores trabados por las cornamentas y cercados de lobos, como por el valor de un joven crow decidido a matarlo a él mismo, armado únicamente con su cuchillo y su ansia juvenil de gloria. La venganza, tema central de las tres historias (la fílmica, la novelística y la legendaria), ocupa buena parte del libro, así como los conflictos internos del hombre bueno de la montaña, el buen salvaje ilustrado y melómano, abocado al deber sagrado de cobrar con sangre la sangre de los seres queridos injustamente vertida.

También sorprenderá al lector la inmensa importancia de otro personaje que en la película aparece más relegado: Kate Bowden, la “mujer loca”, que pierde a su familia a manos de los indios pies negros, y que consagra su existencia a la delirante comunión diaria con sus difuntos. Este personaje adquiere una importancia fundamental, al configurar para Sam Minard —y para el lector— un poderoso y sufriente contraste, y encarnar la idea de la familia perdida, el dolor inmenso de la mutilación afectiva.

He de decir que leyendo el libro he admirado aún más la sabiduría de los guionistas de Jeremías Johnson, John Milius y Edward Anhalt. Supieron construir una narración autónoma e independiente, con diálogos breves y exactos, combinando hechos históricos y legendarios con ocasionales hallazgos de la novela de Vardis Fisher. Esa película definitiva, en la que el tiempo fluye como el personaje de una subtrama, debe mucho más a la novela por las impresiones que deja que por sus concreciones narrativas. Cómo apetece volver a verla y comprobar que las buenas narraciones no envejecen, sino que se agrandan.


En suma, recomiendo el libro a quienes han disfrutado de la inmejorable película de Pollack, precisamente por lo poquísimo que se parecen —y creo no haber destripado ningún dato relevante—, y porque, de alguna manera, les espera otro festín de sabor similar aunque aderezado con distintos ingredientes. Al término de su lectura, la vida se abrirá de nuevo con una sinfonía de propuestas infinitas.  

martes, 4 de septiembre de 2012

Escritores por Ciudad Juárez, crónica

 El pasado 1 de septiembre un pequeño grupo de escritores y lectores tuvimos el placer de reunirnos en Alpedrete, sede de Ediciones de La Discreta, para participar en la lectura global “Escritores por Ciudad Juárez”, contra la violencia, especialmente hacia las mujeres, en el norte de México y en cualquier otro lugar del globo, lectura que se desarrolló finalmente en 153 localidades de 25 países. La nuestra se llevó a cabo al aire libre, en el Parque de las Columnas, en un día luminoso y fresco, lo que hizo que el acto despertara la curiosidad de numerosos viandantes.


Abrió la lectura quien firma estas líneas, explicando el alcance y la significación del acto y leyendo el manifiesto con el que se había acordado comenzar la lecturas, para a continuación leer algunos fragmentos del poema-libro de Don Pedro Mir Amén de mariposas, inspirado en el asesinato, por orden del sangriento dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo, de las hermanas Mirabal, conocidas por su activismo político como “las mariposas”. En él, Don Pedro afirma que

hay columnas de mármol impetuoso no rendidas al tiempo
y pirámides absolutas erigidas sobre las civilizaciones
que no pueden resistir la muerte de ciertas mariposas
[...]
cuando hay una hora en los relojes antiguos y los modernos
que anuncia que los más grandes imperios del planeta
no pueden resistir la muerte muerte
                                                       de ciertas ciertas
                                                                                debilidades amén
                                                                                                           de mariposas.

Continuó la lectura el poeta y novelista García Caneiro, quien leyó su poema “Han asesinado a un hombre”, que, aclaró, podía ser una mujer o un niño o niña o anciano o anciana, y en el que se cuestiona el valor de cierto tipo de actitud vital e intelectual y literaria ante la violencia:

La cara odiosa de la muerte
ha enseñado su nívea palidez
por todas las esquinas
y el llanto de la tierra
ha quebrado los tallos de las flores.

Un hombre bueno o un hombre, simplemente,
ha sentido en las ingles
la ciega mordedura,
vesánica y rabiosa,
del perro de la ira más airado.

La locura de un sueño ensangrentado
anega las neuronas
de un pueblo que no encuentra su horizonte;
y no hay viento que sea suficiente
para apagar el rojo y frío incendio
de unas manos tronchadas por la muerte.

Y, visto esto, ¿hay alguien que se atreva
a dolerse de amores desairados,
a discutir sobre el “elán” de Bergson,
a llorar por sus propias frustraciones
o... a tomarse, sin más, alegremente,
la vida a beneficio de inventario?

Después leyó una selección de sus “Canciones del miedo”, que recrean una experiencia personal en la que el poeta se vio sometido a extrema violencia institucional.
Siguió el acto con la lectura de la novelista Paloma González de un relato escrito para la ocasión que imagina qué pudo suceder entre el reverendo Dogson, más conocido como Lewis Carrol, y el padre de Alicia, la niña que inspiró sus dos más conocidas obras, en esos tres días cuyas páginas fueron arrancadas del diario del reverendo. En un magistral ejercicio de reconstrucción ficticia, Paloma González abordó la violencia sorda hacia las menores que tantas veces la sociedad oculta con su hipocresía:

“Alicia, que podía oír con claridad el fin del encuentro, se asustó enormemente.
Todos estaban locos.
¿Y ahora? ¿Cuál es cuál?” No comprendía cómo era posible que uno y otro, su padre y el reverendo, se fingieran inocentes. Veía al primero con la vara que azotaba su cuerpo, el semblante del otro reconociendo con avidez las marcas más ocultas impresas por la vara en la piel, desabrochándole el vestido bajo los árboles y en su estudio. “Es por tu bien”, decían uno y otro. Y ambos habían llegado a un acuerdo que la excluía y silenciaba su dolor. De modo que ese era el castigo: agrandar su culpa y minimizar su presencia. Hubiera preferido que le cortaran la cabeza.
Ambos pretendían ser como los dos lados de la seta: uno la hacía crecer, el otro menguar. Sí, pero, ¿qué lado? ¿Cuál de los dos es cada lado?
(el relato puede leerse íntegro aquí)


El matemático Luis Junco expuso unos datos de la UNESCO que ponían de manifiesto el poco apoyo que el gobierno de México dedica a la educación pública, y cómo eso, según decía en un artículo de opinión el escritor mexicano Juan Villoro, no es del todo inocente. Pues, por una parte, la crisis de la educación crea negocios paralelos, como lo prueba el hecho de que México sea el líder mundial de comida chatarra y niños expuestos a anuncios televisivos, y por otra, los alumnos reprobados (por el sistema) son dados de alta como televidentes, consumidores de drogas y sicarios, reserva del crimen organizado. Este comentario, hecho por Villoro en el 2010, pareció quedar certificado unos meses más tarde, con el anuncio del asesinato de la activista Susana Chávez por tres jóvenes ninis vinculados a la banda de los Aztecas.
El poeta Santiago López Navia leyó poemas propios de sus obras El cielo de Delhi, que recrea el impacto que supuso para el autor su encuentro con la pobreza extrema en las calles de la ciudad indú, y Ética y retórica a Jacobo Sadness, donde reflexiona sobre la desigualdad social:

Mientras que alguno compra en algún sitio
(Jacobo, créeme, estas cosas pasan)
caviar para sus perros o sus gatos,
un niño agotará su aliento último
prendido en la ubre seca de su madre,
y mientras, abismada en el espejo,
una muchacha sufre por su talla,
otra, en alguna parte, da su cuerpo
por un trozo de pan o una moneda,
y mientras alguien oye inconmovible
las lágrimas que brotan de la rabia,
otro deja su piel hecha jirones
tratando de dejar atrás la valla
donde levanta el hambre su frontera.

Y quiso acabar su intervención con un poema de esperanza, extraído del libro inédito Arte nuevo:

Saldremos a buscar días mejores
igual que cazadores de gacelas
que se resignarán a su fracaso
al ver correr su presa ante sus ojos.

Vendrán días mejores. Mientras tanto
cumple morder el tiempo a dentelladas
y hacer mella en su carne escurridiza
que deja en nuestra piel sus cicatrices.

El novelista David Torrejón nos leyó un breve pero muy intenso y logrado relato en el que reflexiona acerca de cómo las pequeñas microviolencias cotidianas, esas a las que no prestamos atención, son semillero para otras violencias mayores. Al fin y al cabo, unos niños que persiguen a una gata herida están ejerciendo un acto cualitativamente tan cruel como otras violencias más aparentemente trágicas:

“Los chicos se reúnen y salen a la carrera. Ya saben cuál es la táctica: rodear a su objetivo. Y la ejecutan a la perfección. Ella los ve venir y no encuentra la forma de escapar. Desesperada, empieza a gritar. Es un grito desgarrador que parece enardecer aún más a sus perseguidores. Intenta huir pasando por el espacio entre dos de ellos que le parece más amplio, pero su herida le impide correr lo suficiente. Un palo le golpea la espalda y, aún con todo, consigue alejarse renqueante. Pero los asesinos no se rinden.”

Cerró el acto quien esto suscribe agradeciendo la convocatoria a los poetas luchadores de Ciudad Juárez y a Uberto Stabile, y todos los asistentes dejaron el parque reconfortados y convencidos de la necesidad de eventos como este, en el que se ocupe el espacio público con la palabra y la convivencia para tratar de paliar la tendencia a la violencia que el depredador sistema económico en que vivimos va intensificando más y más.