miércoles, 15 de febrero de 2017

El ADN de Cervantes: entre la mitocondria y el mito

Por Santiago López Navia

(El presente texto es una adaptación de la intervención de su autor en la mesa redonda “El ADN de Cervantes” celebrada en la Fundación Universitaria Marqués de Valdecilla de la Universidad Complutense de Madrid el 8 de noviembre de 2016 dentro del programa Encuentros Complutense)

1. Introducción: la mitocondria y el mito
           
Quiero empezar dejando constancia de que en este año Cervantes, que supone un regalo irrepetible para el cervantismo, me siento privilegiado al poder participar en el tan necesario diálogo entre las Ciencias y las Letras, que no definen ámbitos tan alejados ni mucho menos opuestos, pese a los tópicos absurdos que a veces imponen los prejuicios que devienen de la ignorancia y de la falta de ambición intelectual, única ambición, si se me permite decirlo, que considero legítima.

Por lo que respecta al peso de las evidencias y a la utilidad inmediata de los hallazgos, el diálogo entre las Ciencias y las Letras se inclina favorable y comprensiblemente ante las Ciencias. La literatura, en donde reina en buena hora la ficción, no siempre se conforma con una visión pragmática y utilitarista de los hechos científicos y con frecuencia tiende a trascenderlos. Esto no quiere decir que la Ciencia no tenga el peso necesario en la literatura. Una de las gestas científicas más importantes de la contemporaneidad, creo que no muy conocida y menos aún tan reconocida como debiera por los españoles, se fraguó precisamente en España y ha tenido su recorrido literario. Me refiero a la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, que bajo la dirección del Dr. Javier Balmis partió del puerto de La Coruña un 30 de noviembre de 1803 para llevar la vacuna de la viruela a América y Filipinas, y que tres años después suscitó la celebre oda escrita por Manuel José Quintana, poeta ilustrado que ya anuncia la transición hacia el romanticismo. Baste recordar que esta hazaña médica ha inspirado dos novelas bastante recientes: Ángeles custodios, de Almudena de Arteaga, en 2010, y A flor de piel, de Javier Moro, en 2015.

            Este mismo peso de la Ciencia en la Literatura se evidencia en la impregnación científica de la forma de escribir novela en el realismo, y más aún en el naturalismo, que se ve influenciado de forma evidente por los postulados de Darwin y Mendel, y por seguir con el siglo XIX, no deja de ser significativa la constante valoración de la ciencia en esa centuria que en sus últimos años, concretamente en 1897, recuerda Bram Stocker en diferentes momentos de la escritura de su inolvidable Drácula. Otra cosa es que los albores de este mismo siglo, en el que el avance de la ciencia con respecto a los anteriores es de una aplastante obviedad, traigan también consigo, de la mano del romanticismo, el intento de trascender y desafiar las fronteras y las limitaciones de lo científico –lo que llamamos, en fin, ciencia-ficción– y no es otra la propuesta de Mary Shelley cuando se propone escribir su Frankenstein o el moderno Prometeo. Por esa pista, en los mismos años que su coetáneo Bram Stocker, y con un inequívoco componente ético, transitará Herbert George Wells con La máquina del tiempo, La isla del doctor Moreau y El hombre invisible y así podríamos llegar hasta Isaac Asimov, que no cierra ni mucho menos este recorrido. Pero este no es el asunto que nos convoca.

            Esta es, en fin, la orientación de la literatura, en la que, si se me permite un juego de palabras muy previsible y nada meritorio, pesa más el mito que la mitocondria. Algo muy parecido debemos afrontar cuando queremos aproximarnos científicamente al perfil biográfico de Miguel de Cervantes, porque a estas alturas de la biografía cervantina es más que imprescindible asumir que, como muy bien sostiene José Manuel Lucía Megías en La juventud de Cervantes, el primer tomo de una biografía de Cervantes que ya es de referencia, el mito ha acabado imponiéndose al hombre.

            Así pues, lo primero que me propongo es aproximarme a Cervantes a través de los datos que podrían resultar de mayor interés para determinar el ADN cervantino, bien entendido que la fuente de este esbozo de “historia clínica” es Cervantes mismo; a continuación rastrearé algunos datos de la ciencia médica en la obra de Cervantes y cerraré mi recorrido con algún detalle curioso sobre el peso que la tecnología, la ciencia y aun la paraciencia han tenido en las recreaciones narrativas hispánicas de su principal obra, el Quijote.

2. Algunos detalles de la historia clínica de Cervantes a través de Cervantes

            Por muy decepcionante que resulte aceptarlo, ya sabemos que no existe ningún cuadro auténtico ni autorizado de Cervantes –ni siquiera el tan cacareado retrato firmado por Juan de Jáuregui, al que el mismo autor se refiere en 1613 en el prólogo de las Novelas ejemplares– y que debemos guiarnos por su autorretrato literario, conformado por los datos autobiográficos que él mismo nos proporciona, sin que seamos capaces de determinar con claridad si son datos creíbles o han pasado por el tamiz de la ficcionalización.

            Si tenemos que fiarnos de lo que Cervantes dice de sí mismo en el prólogo de las Novelas ejemplares a cuenta del retrato de Jáuregui, y obviando elementos estrictamente descriptivos que, acaso deliberadamente, tampoco son un ejemplo de precisión, sabemos de la pérdida de la movilidad de su brazo izquierdo como consecuencia de las heridas de arcabuz que sufrió el 7 de octubre de 1571 en su posición durante la batalla de Lepanto, lesión a la que nuestro autor vuelve a referirse con legítimo orgullo de patriota en el prólogo del Quijote de 1615, cuando se defiende de las ofensas que le ha causado el siempre misterioso Alonso Fernández de Avellaneda en el prólogo de su Quijote apócrifo.

            Ya en la Epístola a Mateo Vázquez de 1577, redactada durante su cautiverio en Argel, Cervantes nos hablaba de sus heridas en el pecho y también nos decía que “la siniestra mano/estaba por mil partes ya rompida”. En el mismo sentido, y siempre según lo que dice Cervantes de sí mismo, sabemos que era tartamudo, y a ese mismo hecho ya se había referido también en la Epístola a Mateo Vázquez en donde dice, aludiendo a su deseo de postrarse ante el rey Felipe II, que “mi lengua balbuciente y casi muda/pienso mover a la real presencia”, los mismos versos que en su momento también formarán parte del parlamento del soldado Saavedra en El trato de Argel, obra que en todo caso no se publicó hasta 1784 gracias a Antonio Sancha.

            Por otra parte, también resulta de la mayor relevancia la lectura de los paratextos de la obra póstuma de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, publicada en 1617. Cervantes firma la dedicatoria a su protector, el Conde de Lemos, el 19 de abril de 1616, cuatro días (tres en realidad) antes de su muerte, habiendo recibido los sacramentos pertinentes y consciente de que está viviendo sus últimos momentos al hacer suyos los primeros versos de un poema muy difundido desde el siglo XVI y sabedor de que tiene “puesto ya el pie en el estribo”; por si fuera poco, al final del prólogo este Cervantes ficcionalizado nos dice con claridad: “que yo me voy muriendo”.

            También nos consta, por lo que le dice el estudiante con el que dice encontrarse, que Cervantes es un “manco sano” del brazo izquierdo, o sea, alguien que conserva el brazo pero no su funcionalidad, y que este mismo estudiante diagnostica como “hidropesía” la enfermedad que, según se va sabiendo con los años a partir de los trabajos del Dr. Álvarez Sierra en 1972, es más bien una cirrosis hepática, como corrobora en 1999 el Dr. Antonio López Alonso en su libro Enfermedad y muerte de Cervantes, en el que nos habla de cirrosis hepática con diabetes secundaria, enfermedad que cursa precisamente con polidipsia, el deseo irrefrenable de beber.

            Otra cosa es que suscribamos la atinada pregunta que se formula Carlos Romero en una de sus autorizadas y elaboradísimas notas con las que complementa su edición del Persiles: “¿Constituye el bellísimo prólogo la relación de un viaje realmente llevado a cabo por el casi moribundo Cervantes, o se trata, en cambio, de una ingeniosa ficción, con dimensiones claramente simbólicas?” Este es el punto en el que la literatura deja abierta la puerta al mito, que no se aviene a la exactitud que admite y aun exige la mitocondria.

3. Algunos rastros de la ciencia médica en la obra de Cervantes

No se puede decir que los médicos tuvieran muy buena prensa en nuestros Siglos de Oro (y aquí habría que traer especialmente a colación a Quevedo). Por lo que respecta a Cervantes, es muy probable que la visión que dispensa a los médicos en sus obras literarias estuviera condicionada en parte por la experiencia personal que acreditó como hijo de un cirujano-sangrador.

Además de algunas apariciones poco significativas de algún que otro médico en determinadas obras (El celoso extremeño, La española inglesa, El rufián dichoso o el Persiles), debe reconocerse que en la obra cervantina los médicos no quedan muy bien parados. En la obra homónima, y hablando de los malos médicos, el licenciado Vidriera afirma contundentemente que “no hay gente más dañosa a la república que ellos” y que “solo los médicos nos pueden matar y nos matan sin temor y a pie quedo, sin desenvainar otra espada que la de un récipe”. En El coloquio de los perros Berganza le dice a Cipión que “de cinco mil estudiantes que cursaban aquel año en la Universidad [de Alcalá], los dos mil oían medicina”, y más adelante añade: “Infiero, o que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que sería harta plaga y mala ventura), o ellos se han de morir de hambre”. Siguiendo con esta ronda de tono crítico, Doña Ana afirma en El rufián dichoso, ante el breve elogio a la medicina que antes formula un criado, “La medicina yo alabo, / pero los médicos no, / porque ninguno llegó / con lo que es la ciencia al cabo”. Tampoco mejora la cosa en el Quijote, en donde Sancho, gobernador de la fingida ínsula Barataria, se queja de la crueldad del doctor Pedro Recio de Agüero, cuyas medicinas “son dieta y más dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos, como si no fuese mayor la flaqueza que la calentura”.

Afinando un poco más, en El juez de los divorcios una mujer se siente desengañada porque su marido “dijo que era médico de pulso, y remaneció cirujano”, frase en la que, de una forma tan breve como acertada, se mencionan dos categorías profesionales jerárquicamente diferenciadas y de distinta connotación social por el prestigio que concitaba cada una, toda vez que el “médico de pulso” o “médico de orina y pulso” encarnaba lo que hoy podríamos denominar como médico de atención primaria o generalista, inferior por lo tanto al especialista pero superior al cirujano, adscrito más bien, por su pericia mecánica, a los oficios de carácter manual, menos considerados. En todo caso, y como muy bien apunta Fabien Montcher, a quien vengo siguiendo a lo largo de este punto, Cervantes nos permite entender a través de la reveladora frase de la mujer desengañada lo fácil que resultaba para un cirujano asumir fraudulentamente la apariencia de un médico de pulso. La importancia del pulso  a la hora de diagnosticar una determinada enfermedad queda clara en el Persiles, en donde leemos que “los pulsos son lenguas que demuestran la enfermedad que se padece”, pero que “si el mal está en el alma, no hay pulso que delate la causa”.

4. Tecnología,  ciencia y paraciencia en las recreaciones narrativas del Quijote

La tecnología y la ciencia han tenido su papel en el universo literario de las recreaciones del Quijote en el ámbito hispánico al representar un estímulo de extrañeza, y no pocas veces de amenaza, para un don Quijote lanzado a una modernidad que acentúa la naturaleza anacrónica que ya encarna en la novela original, en la que se empeña en revivir la andante caballería. Por lo que respecta a las imitaciones dieciochescas o de las primeras décadas del siglo XIX, no es ni mucho menos casual que uno de los sobrenombres de Don Papís de Bobadilla, protagonista de la novela homónima de Rafael Crespo, que abandona la fe y la cordura como consecuencia de la lectura indigesta de los enciclopedistas ilustrados, sea precisamente “Triste-Ciencia”, como si las certezas científicas fueran incompatibles con la religión o indujeran a quien las asume a sufrir el desconsuelo que implica renunciar a la alegría de una fe revelada. Habría que hablar largamente de la resistencia ideológica a la Ilustración que entrañan muchas de estas imitaciones de los siglos XVIII y XIX, pero no es el lugar ni nos asiste el tiempo.

            En cuanto a las continuaciones, y muy especialmente las datadas en los primeros años del siglo XX, es significativo constatar cómo la primera frase de la Historia de varios sucesos ocurridos en la aldea después de la muerte del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de José Abaurre y Mesas, publicada en 1901, pone el foco en un hecho que no consta en el último capítulo del original cervantino: la certificación por parte de un médico de la muerte de Alonso Quijano. También tiene su gracia que en las Semblanzas caballerescas de Luis Otero y Pimentel, publicadas en La Habana en 1886, don Quijote sea desinfectado como consecuencia de una intervención sanitaria que pretende preservar de la contaminación a los habitantes de un pueblo, y llama la atención que quien identifica a don Quijote y Sancho Panza en su resurrección en la Andalucía del siglo XX en el Panquijote de Manuel Lugilde Huerta, publicado en 1906, sea precisamente un “médico concienzudo”.

            El encuentro muchas veces desquiciado de don Quijote con los elementos propios del desarrollo tecnológico y científico es un tema que tocan Eduardo León y Ortiz en sus Tiempos y tiempos de 1905, Antonio Ledesma Hernandez en La nueva salida del valeroso caballero Don Quijote de la Mancha del mismo año, el padre Valbuena en La resurrección de don Quijote, también de 1905, Ventura Fernández López en Don Alonso Quijano el Bueno, publicado en 1922, o Higinio Suárez Pedreira en una obra de título muy parecido, La resurrección de Don Quijote de la Mancha, publicada en 1946, en la que don Quijote, por poner un ejemplo bien ilustrativo, combate contra un barco de vapor que él confunde con una serpiente marina. En La última salida de don Quijote de la Mancha de Carolina Peralta, publicada en 1952, don Quijote descubre un mundo marcado por los conflictos militares en donde la tecnología se pone al servicio de la destrucción.

            Ya se habrá reparado en que algunos de los ejemplos que hemos puesto son en efecto novelas basadas en la resurrección de don Quijote y Sancho Panza de acuerdo con diferentes explicaciones y subterfugios, y no hace falta deshacerse en argumentos para significar algo tan obviamente paracientífico, o si se prefiere acientífico, como una resurrección. A tiempo de redactar esta intervención, que ya va llegando a su fin, quiero dejar constancia de que hace muy poco se ha publicado Don Quijote de Manhattan. (Testamento yankee) de Marina Perezagua, por el momento penúltima –porque habrá más– continuación heterodoxa (es decir, resurrección) de don Quijote y Sancho Panza, que ahora se pasean por Manhattan vestidos respectivamente de C3PO y de ewok. No se puede negar que tiene su gracia.

Y por si todo esto aún parece poco, conviene saber que las inquietudes paracientíficas tan frecuentadas por el género Z han estimulado la escritura del audaz y divertidísimo Quijote Z de Házael G., publicado en 2010, en el que un don Quijote metido a implacable cazador de zombis instruye a su fiel escudero en las causas pseudocientíficas que justifican la denominada “infección flodosa”:

Te conviene saber, amigo Sancho, que hace ya muchísimo tiempo que se sabe de muertos que se levantan de sus tumbas, y que ya en el mismo Apocalipsis de San Juan se habla del juicio que Dios tiene reservado a los impíos y a los culpables a los que condenará a las llamas del Infierno sin tener ni gota de piedad para con ellos (...). Es de opinión compartida por doctos y sabios atribuir el desdichado fenómeno a la acción del Maligno, empeñado en azuzar una y otra vez a sus pútridas legiones contra los hombres devotos de Dios, aunque tampoco faltan estudiados galenos que hablan de corrupciones en el aire y mortíferas pestilencias, y hasta de influjos lunares y de otros lejanos planetas que trastornan tanto el juicio como el cuerpo. Ahora bien que, si me preguntas a mí por mi versada y ampliamente referida opinión de tan interesante tema, te diré que soy partidario de creer que es la acción del Diablo y no cualquier otra cosa la causa de estas manifestaciones.


Creo que esta humorada no es una mala forma de terminar con mi recorrido, que ha procurado ser variado, sintético y conciliador de las Ciencias y las Letras, las dos fuerzas que hoy se unen para convocarnos. No sé qué pasará dentro de cien años. No sé si el imparable y grave retroceso de las Humanidades y la preocupante y progresiva pérdida de interés por la literatura harán posible que se siga conmemorando un nuevo centenario de nuestro autor por excelencia. Me conformo muy humildemente con que sigamos compartiendo año tras año inquietudes y reflexiones en torno a este diálogo entre Ciencias y Letras, siempre fecundo y siempre necesario.