viernes, 29 de junio de 2012

Reseñas del lector: Soriano y el "Ángel Negro"


Se dice que, de una historia, solo existe un único escritor que pueda escribirla. Así lo intenten miles, una única pluma se adueñará de ella. Del centenar de periodistas y escribas que, en la oscura Argentina de los años 70´, se pusieron a la cola cuando el caso de un joven  asesino salió a la luz, solo Osvaldo Soriano fue quien supo hacerse con "La Crónica del caso Robledo Puch".

El 27 de febrero de 1972 el diario La Opinión de Buenos Aires publicó la primera nota policial de su historia. Su fundador, Jacobo Timerman, había decidido mantener la sangre y el delito lejos de sus páginas, pero el caso de Carlos Eduardo Robledo Puch conmovía al país: un "pibe" de veinte años con carita angelical -"El Ángel Rubio" lo llamaron- había asesinado a por lo menos once personas durante el último año. Un asesino en serie educado y bonito: la historia era tapa de todos los diarios. La Opinión decidió no hacer más el ridículo con su silencio sobre el caso. Timerman llamó entonces a un periodista que a sus treinta años escribía en la sección de deportes y le encomendó escribir "la mejor nota de Buenos Aires sobre el caso Robledo Puch”. 

Además de la precisión periodística de su pluma, y con la no-ficción de sus datos, la crónica aparece envuelta en aquel mundo que Raymond Chandler definió como la "novela del mundo profesional del crimen": la "novela negra". Contiene los pilares de la misma como si antes de escribirla Soriano se las hubiera repasado en una chuleta: la resolución del misterio no es el objetivo principal y los argumentos son muy violentos; la división entre buenos y malos de los personajes se difumina y la mayor parte de sus protagonistas son individuos derrotados y en decadencia en busca de la verdad o, cuando menos, algún atisbo de ella. En aquel momento, plena Dictadura Militar, "cuando la atmósfera ya era irrespirable por la caza de brujas" (según Soriano), aquel era el género que le calzaba a la perfección para ser escrita.

La nota, redactada hace ya más de cuarenta años, vislumbra un Soriano que, a menos de un año de aquella crónica, publicaría "Triste, solitario y final", el libro que lo lanzaría a la fama.

La historia "El caso del Ángel Negro", uno de los casos de asesinos seriales más importantes de toda la historia del país, se la llevó Soriano. Muchas veces, cuando me preguntan qué leer sobre literatura y escritores argentinos, recomiendo esta breve crónica. La misma aparece en el libro "Artistas, Locos y Criminales" (1984, Seix Barrial), aunque es fácil hallarla en internet con solo escribir en cualquier buscador "Soriano" + "Robledo Puch". 

Autor: Matías Crowder

miércoles, 27 de junio de 2012

¿Un intruso en Los de abajo?


Hace muchos años leí por primera vez Los de abajo de Mariano Azuela y quedé prendido de esa veracidad que emanaba de sus páginas. Daba la impresión de estar asistiendo, testigo de primera línea, a la Revolución Mexicana. No en vano, la escritura de la novela casi ni se despegaba en el tiempo de los acontecimientos que narraba (comenzó a escribirse en 1914, al hilo de los combates que libraban Villa y Carranza, cuando el propio Azuela participaba como médico militar en las filas villistas); pero, sobre todo, el lenguaje, para mi gusto el mayor acierto de la novela, que nos hace tan cercana y mágica la peripecia a la que asistimos.

En la novela se narra el alzamiento de Demetrio Macías contra el cacique de su pueblo, su incorporación a una Revolución que prende como un reguero de pólvora de un lado al otro del país, y su vuelta, cansado y desilusionado, a su hogar, donde le esperan su mujer y su hijo. (Carlos Fuentes la llamó La Iliada descalza.)

Muchos fueron los personajes que me deslumbraron de la novela, pero, en particular, hubo uno que me impactó: Valderrama. No sé por qué, pero mi impresión desde el principio es que asistía a la aparición de uno de esos dioses que, al igual que ocurría con los griegos y troyanos, intervenía en los acontecimientos que dirimían los humanos y que luego, siempre luminoso, desaparecía. Y con esa impresión me mantuve durante años. Cada vez que pensaba o se hablaba de esa novela me venía esa imagen de Valderrama.

Valderrama aparece en la vuelta del héroe Demetrio Macías a su hogar, envuelto en una inercia de peleas incomprendidas:
Valderrama, ¿vagabundo, loco y un poco poeta?
Y aparece como una revelación:
–¿Villa?... ¿Obregón?... ¿Carranza?... ¿Qué se me da a mí? ¡Amo la Revolución como al volcán que irrumpe! ¡Al volcán porque es volcán; a la Revolución porque es Revolución!... Pero las piedras que quedan arriba o abajo, después del cataclismo, ¿qué me importan a mí?
–Le tengo voluntá a ese loco –dijo Demetrio sonriendo–, porque a veces dice cosas que lo ponen a uno a pensar.
Pero no hace mucho leí una edición crítica de la novela de Mariano Azuela, editada en el año 1984 con el apoyo de la UNESCO y bajo la coordinación de Jorge Ruffinelli y descubrí que Valderrama era un intruso. Como el mismo Ruffinelli dice en la introducción:
Este personaje no pertenece al universo inicial de Los de abajo en 1915, que es un universo descarnado, llevado casi al hueso... Como dice Stanley R. Robe, “Valderrama es uno de los tributos de Mariano Azuela a Becerra (el poeta José Becerra)... Su presencia en la novela y los episodios en los que participa fueron decisiones a posterori y Azuela, quien es notablemente descuidado en la construcción argumental, no se toma el trabajo necesario para justificar lógicamente el ingreso de Valderrama en la novela ni su salida posterior”.
Leí esto desconcertado. Por una parte con el arrobo de quien descubre una verdad; pero por otra con la impresión de que algo importante se me desmoronaba.

Con el tiempo he llegado a la conclusión de que las novelas son universos autónomos, y sus personajes cobran vida o desaparecen con independencia de voluntades y propósitos individuales. Incluso los del autor. Valderrama entró y salió de la novela cuando llegó su hora, pero dejando para siempre su huella luminosa:
Valderrama, el vagabundo de los caminos reales, que se incorporó a la tropa un día, sin que nadie supiera a punto fijo cuándo ni en dónde, pescó algo de las palabras de Demetrio, y como no hay loco que coma lumbre, ese mismo día desapareció como había llegado.

lunes, 25 de junio de 2012

El porqué de todas las cosas, de Andrés Ferrer de Valdecebro



Cuando mi hermano y yo éramos niños, siempre que íbamos a ver a una de mis tías (tía abuela, realmente), nos sacaba cosas para que no nos aburriéramos. Una era un puzle cuyas piezas eran cubos que en cada cara tenían un fragmento del mapa de un continente, un puzle precioso que aún puedo ver si cierro los ojos. Otra era una colección de libros titulada El porqué de las cosas, en los que se daba respuesta a preguntas del tipo “¿Por qué el cielo es azul?” o “¿Por qué los camellos pueden estar 40 días sin beber?” Siempre eran noticias fascinantes.

En el siglo XVII Fray Andrés Ferrer de Valdecebro escribió un libro con un título aún más ambicioso (quizá pretencioso): El porqué de todas las cosas. Para un lector curioso actual, no para un estudioso, en el libro de Fray Andrés hoy solo tienen interés las preguntas. Las respuestas cuando no son incomprensibles son falsas. Pero las preguntas, muchas, son incluso poéticas. Por ejemplo, se pregunta: ¿Por qué no nacemos vestidos, como el resto de los animales?
En ocasiones son preguntas que habrían gustado a Cunqueiro, por lo extravagantes. Veamos una amplia muestra:
-¿Por qué no tienen saliva las aves?
-¿Por qué a los varones se les infunde la alma a los 40 días y a las hembras a los 80?
-¿Por qué mueren los que nacen a los ocho meses?
-¿Por qué los tontos suelen alumbrar hijos muy entendidos?
-¿Por qué solo el hombre entre los demás animales tiene la cara mirando al cielo?
-¿Por qué todos los muy gordos envejecen aprisa y viven poco?
-¿Por qué a los viejos les tiemblan la cara y las manos?
-¿Por qué estando siempre la cara descubierta y el cuerpo cubierto y vestido, siente más el frío el cuerpo que la cara?
-¿Por qué están los enfermos descoloridos?
-¿Por qué los que trabajan alivian cantando el trabajo?
-¿Por qué el mucho ruido despierta a los hombres y hace dormir a los niños?
-¿Por qué no nacen con cola los hombres como los demás animales?
-¿Por qué la cabeza de los hombres es redonda?
-¿Por qué encanecen los viejos?
-¿Por qué duermen los leones y las liebres con los ojos abiertos?

Pero si las preguntas suelen ser son interesantes, a menudo inesperadas, las respuestas son invariablemente decepcionantes. Como decía antes, falsas, y sobre todo incomprensibles. Sirva de prueba esta pequeña muestra:
-¿Por qué muchos se duermen oyendo música?
Porque hace suspender de sus operaciones al alma, obra el calor natural sin embarazo, envía vapores sutiles al cerebro, con que la quietud y lo sonoro de la música concilian fácilmente el sueño.
-¿Por qué pensando en cosas pasadas inclinamos hacia el suelo la cabeza?
Porque cuando la cabeza se inclina, se levanta el cerebro adonde está la memoria, ábrese el seno que la deposita, entran los espíritus animales, confórtanla y ofrece cuanto tiene fácilmente.

Estos libros en los que se explicaba “todo” no eran raros en el siglo XVII. Los editores dan noticia de unos cuantos en el prólogo. Y parece que todos proceden de un libro de Aristóteles sobre lo mismo. Es decir, que aquel libro que tanto nos gustaba a mi hermano y a mí en nuestra infancia lo había ideado Aristóteles, hace casi 2.400 años.

Andrés Ferrer de Valdecebro El porqué de todas las cosas (Olañeta, 2010. Edición de Antonio Bernat Vistarini y John T. Cull. La ed. or. es de 1668)

viernes, 22 de junio de 2012

Reseñas del lector: Lawerence Durrell


Este año es el centenario del nacimiento de Lawrence Durrell, novelista, ensayista, y poeta; autor de “El Cuarteto de Alejandría” y muchos otros títulos, que no parece necesario relacionar tratándose de autor tan conocido.

En recuerdo de Durrell, cito aquí dos obras suyas, que me gustan especialmente: “Una sonrisa en el ojo de la mente” y “Las Islas Griegas”.

La primera, “Una sonrisa en el ojo de la mente”, es un pequeño relato autobiográfico, que gira en torno al taoismo, disciplina o filosofía con la que Durrell simpatizaba. En este libro narra Durrell tres episodios de su vida, siempre presente en ellos sus reflexiones o disquisiciones sobre el Tao. Así, nos relata en primer lugar,  la acogida en su casa, en La Provenza, durante un fin de semana, de un geróntologo y taoista chino, al que no conoce de nada, y que le quiere consultar al respecto de un libro que ha escrito sobre  taoismo. En ese fin de semana, ambos hombres, con muy buen humor, entablan largas conversaciones sobre el Tao, pasean, compran verduras en el mercado y cocinan al modo chino. En el segundo de los relatos de este libro, cuenta su estancia- aunque Durrell pernocta en su propio coche- en un monasterio tibetano, situado en un castillo en Francia, a donde es invitado por la comunidad que lo habita, para la celebración de su Año Nuevo. Las vicisitudes que ha de soportar, por una avería de su coche, y el mal tiempo, a su vuelta del monasterio, llevan a Durrell  a recordar otro pasaje de su vida, que sería el tercer episodio, referido a una mujer a la que llama Vega, entre otros nombres, con la que mantiene una relación de amistad/amor, que comienza al confluir en interés comùn, el de ella en Nietzsche y el de él, en Lou Andreas Salomé.

Este  libro termina con un artículo sobre el Tao, escrito por Durrell en su juventud.

El personaje del gerontólogo y sus hábitos; lo que se divierten esos dos hombres ese fin de semana, no obstante no conocerse previamente; y, las descripciones de los paisajes y lugares donde transcurren estos tres episodios, Tao aparte, bien valen la pena de la lectura de este libro.

En su otra obra, “Las Islas Griegas”, se mezclan recuerdos personales del autor y la historia de las islas por las que nos va guiando. Intenta, nos dice en el Prefacio de su libro, contestar a dos preguntas:”¿qué le hubiera gustado saber cuando se encontraba allí? y ¿qué lamentaría haberse perdido?” Maravilloso libro y maravillosa literatura, también.

Autor: Ampa Casañas

miércoles, 20 de junio de 2012

Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg


Las pequeñas virtudes, (Ed. Alianza Editorial, 1996) es un conjunto de narraciones autobiográficas de la escritora italiana Natalia Ginzburg, escritas entre las décadas de los  40 y de los 60 del pasado siglo.

Natalia Levi, que pasó la mayor parte de su vida en Turín, donde tuvo amistad con Cesare Pavese, se casó con Leone Ginzburg, cofundador de Einaudi y perseguido y torturado hasta la muerte por sus actividades antifascitas, y en segundas nupcias con el profesor universitario Gabriele Baldini, con quien, siendo éste nombrado director del Instituto de Cultura italiano, se trasladó a Londres. 

Resultado de sus vivencias de estos años son Las pequeñas virtudes. En los relatos de este libro pueden rastrearse los momentos más difíciles y al mismo tiempo más felices de la vida de la autora (Invierno en Abruzzos), cuando su marido fue deportado por sus actividades políticas y vivieron en un pueblecito de los Abbruzos; la amistad con Cesare Pavese (Retrato de un amigo), de quien, sin nombrarlo expresamente, nos cuenta cosas de su contradictoria existencia  y de su suicidio en el hostal que regentaba su hermana; sus inteligentes e irónicas reflexiones sobre Inglaterra y los ingleses (Alabanza y menosprecio de Inglaterra y La Maison Volpé) producto de su estancia en aquella ciudad y país; la humorada contraposición de caracteres, gustos y costumbres entre su segundo marido y ella misma (Él y yo); la profunda huella dejada en su generación por la segunda guerra mundial (El hijo del hombre); la larga cadena de relaciones con el prójimo que empieza en la infancia, sigue con la adolescencia y acaba en la madurez y el reconocimiento en nosotros de los mismos adultos que habíamos visto en nuestros padres (Relaciones humanas); su deseo de una atmósfera para la enseñanza de los hijos basada en la primacía de las grandes sobre las pequeñas virtudes que suelen primar en la educación (Las pequeñas virtudes); hasta la aguda y honesta reflexión sobre su  vocación  de escritora (Mi oficio).

Un  libro cálido, humano y serio. Porque la prosa de Natalia Ginzburg destila dolor y humor al mismo tiempo –(“…así debía ser siempre la gente en los libros, cómica y miserable a la vez”)-, nostalgia, ternura, pero sobre todo honestidad y verdad, aspectos estos que distingue al genuino escritor y que certifica que éste nunca queda indemne después de haber escrito.

Ella era muy consciente de esto, cuando en el relato Mi oificio nos dice:
Y he descubierto que uno se cansa cuando escribe  en serio. Es mala señal si uno no se cansa. Uno no puede esperar escribir algo en serio así, a la ligera, como con una mano solo, alegremente, sin molestarse apenas. No se puede salir del paso como si tal cosa. Uno, cuando escribe algo serio, se mete dentro de ello, se hunde en ello hasta los ojos; y si tiene sentimientos muy fuertes que inquietan su corazón, si es muy feliz o muy infeliz por alguna razón, digamos terrestre, que no tenga nada que ver con lo que está escribiendo, entonces, si lo que escribe vale y es digno de vivir, cualquier otro sentimiento se adormece en él. No puede esperar conservar intacta y fresca su cara felicidad, o su cara infelicidad; todo se aleja y se desvanece, y se queda sólo con su página, ninguna felicidad y ninguna infelicidad puede subsistir en él que no esté estrictamente ligada con esta página suya: no posee otra cosa y no pertenece a nada más, y si no le sucede así, entonces es señal de que su página no vale nada.

Sí, precisamente por eso, Las pequeñas virtudes de Natalia Ginzburg es un libro de gran valor.

lunes, 18 de junio de 2012

Aullido de Allen Ginsberg



“He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura...”. Así comienza el poema más famoso de la generación beat. Yo me temo que esto sea lo único que voy a acabar recordando de él.

Quizá la traducción sea floja y tanto la música del verso como el contenido, lo que dice, hayan pasado muy deteriorados. Pero lo dudo. En cualquier traducción de un libro bueno siempre acaba sobreviviendo algo bueno del original. Yo en este libro no he encontrado nada de valor, ni en la forma, ni en el fondo. Repito que quizá en inglés sea otra cosa y tenga algún mérito. Pero en español a mí me parece pura charlatanería. Palabras, palabras, palabras, detrás de las que hay aire. Ningún poema me dice nada (sí, que Neal Cassady se follaba a todas las tías que se cruzaban en su camino y alguna cosa de interés semejante). No veo poesía por ninguna parte. Ni prosa (a la que creo que aspira). Tal vez en su época supuso una conmoción, un escándalo para la sociedad. Hoy solo podría escandalizar a un lector muy ñoño. A mí me parece un libro profundamente descerebrado, y me enfada que en un poema el autor nombre a Whitman, como si así quedase hermanado con él.

            La mejor poesía de la generación beat, para mi gusto (un gusto caprichoso que aborrece también a Ferlinghetti y a Corso), son los haikus de Kerouac. En algunos de ellos se da una fusión perfecta entre el delicado espíritu tradicional del haiku japonés y la pragmática vida moderna americana, lo que les da un aire muy original.

Allen Ginsberg Aullido (Barcelona: Anagrama, 2006)

viernes, 15 de junio de 2012

Qué autoridad debe decidir en un Diccionario


El estadounidense David Foster Wallace (que se suicidó en 2008 cuando apenas contaba 46 años de edad) es sobre todo conocido por sus novelas La broma infinita, El rey pálido y su libro de relatos La chica del pelo raro.  Pero su ingenio también brilla en las certeras  reflexiones y las críticas agudas y llenas de humor de sus ensayos. De Hablemos de langostas (2006) me detengo en “La autoridad y el uso del inglés americano”, una reflexión sobre en qué puede o debe basarse la autoridad que dictamine qué palabra o expresión debe o no admitirse en un diccionario. Todo el artículo es sustancioso y muy recomendable. Pero como su lectura, en mi caso, coincidió por azar con una polémica sobre la autoridad en el diccionario de la que se hacía eco un conocido periódico, mi interés se centró en este aspecto del artículo de D. F. Wallace y que ahora comento.

En “La autoridad y el uso del inglés americano” se hace un repaso a las distintas corrientes de opinión en Estados Unidos desde los años setenta a la actualidad. Y con respecto a una de aquellas de los años setenta que se encuadraba bajo la denominación de Nuevos Críticos, se dice textualmente:
Recuerden su fe en que había que concebir la crítica literaria como tarea “científica”: el crítico era un observador muy bien formado, neutral, meticuloso e imparcial cuya tarea era encontrar y describir de forma objetiva significados que estaban allí, literalmente dentro de las obras literarias. Para concluir con que aquellos Nuevos Críticos creían en la existencia de la observación imparcial. Y que los significados lingüísticos podían existir “objetivamente” separados de todo acto interpretativo.
Según David Foster Wallace: 
…ahora está más o menos universalmente aceptado que (a) el significado es inseparable de alguna clase de acto interpretativo y (b) que los actos interpretativos siempre son parciales, es decir, influidos por la ideología particular del intérprete. Y la consecuencia de (a) + (b) es que no hay forma de evitarlo: las decisiones sobre lo se mete en El Diccionario y lo que se deja fuera van a estar basadas en la ideología del lexicógrafo. Y todos los lexicógrafos tienen la suya. Suponer que la creación de diccionarios puede de alguna forma evitar o trascender la ideología no es más que suscribir una ideología en concreto, una que puede llamarse de forma apta Positivismo Increíblemente Ingenuo.
(Ed. DeBolsillo, 2009)

miércoles, 13 de junio de 2012

Cartas de España, de Prosper Merimée




No creo que Merimée (París, 1803-Cannes, 1870) necesite presentación.  Tampoco soy yo el más adecuado para hacerla. Solo conozco algunos de sus libros. En la antigua Austral había una preciosa colección de cuentos que incluía, entre otros, “Lokis”, una historia vampírica sobre un hombre oso, “Mateo Falcone”, la tremenda historia de un padre inflexible con su hijo traidor, y creo que “Tamango”, una espléndida novelita de aventuras sobre el tráfico de esclavos. También leí hace tiempo su novela más famosa, Carmen. Pocos personajes femeninos hay en la literatura con tanta fuerza, tan reales y tan atractivos. Para mi gusto, mucho más que toda esa familia de pánfilas, Anita Ozores, Emma Bovary, Ana Karenina, Effie Briest... La prosa de Merimée es más que limpia, diáfana, sin retórica, muy moderna.

De estas cartas, unas son mejores que otras, claro, pero todas son interesantes. Además ve todo lo español con simpatía y en la comparación con lo francés casi siempre salimos ganando. Dice, por ejemplo: "el pueblo no rechaza a los presos, como hace en Francia. Porque en Francia, todo hombre que ha estado en galeras es porque ha robado o ha hecho una cosa peor; en España, por el contrario, personas honradísimas han sido condenadas en diferentes épocas a pasar allí su vida por no haber tenido iguales opiniones que sus gobernantes". Elogia al pueblo llano: “es de carácter singular e inteligente, con gracia, lleno de imaginación y las clases más altas me parecen por debajo de los clientes de los cafetines (...) Me parece que un zapatero español puede servir para las funciones más elevadas mientras un grande puede como mucho ser un buen torero”.

Una de las cartas es sobre los toros. Es muy actual, porque se plantea el asunto de toros sí o no. Él da unos argumentos buenísimos, que hoy nadie da. Dice que es un espectáculo horrible, sangriento, cruel, pero que en cuanto asistes a una corrida, ya no quieres perderte la siguiente. Este tipo de argumentos ilógicos, pero profundamente humanos, hoy no los esgrime nadie. Y quizá son los únicos que valen. Cuenta que a San Agustín le horrorizaban los combates de gladiadores. Que nunca había visto uno y que un día fue con un amigo, con la intención de tener tapados los ojos durante todo el espectáculo. Y así lo hizo, hasta que los gritos de la multitud al ser herido uno de los gladiadores más famosos del momento le hicieron apartar las manos, y ya no volvió a taparse los ojos. Hasta su conversión al cristianismo fue uno de los aficionados más furiosos a los combates de gladiadores.

Otra de las cartas habla de las brujas y salen tres leyendas urbanas de la época, o sea historias que alguien cuenta como ocurridas a un conocido suyo, pero que claramente son leyendas. Una, por ejemplo, es de un tipo que se esconde en su propio barco cuando ve que se lo llevan las brujas, que navegan muy velozmente y atracan en una playa, en la que están un tiempo bailando. El tipo no sabe dónde están y arranca  unos juncos de la orilla. A la vuelta alguien le dirá que son propios y exclusivos de América. Para dar más verosimilitud a la historia, el campesino que cuenta la historia, cuando Merimée dice que en Francia las brujas viajan en escoba, se echa a reír, no se lo cree.

En otra carta cuenta su visita al museo del Prado (dice que al museo del Louvre iba mucha gente a refugiarse del tiempo exterior y que metían en el museo tanto polvo en los zapatos y en la ropa que parecía que se estaba en la calle). Hace una defensa de Velázquez absolutamente daliniana.

En otra asiste a una ejecución y es muy curioso cómo defiende las ejecuciones españolas (por la pompa que las rodea, que distraen al infeliz en sus últimos momentos) frente a las francesas, más irrespetuosas, digamos. 

lunes, 11 de junio de 2012

Las doradas manzanas del sol de Ray Bradbury


La semana pasada, en su casa de Los Ángeles y con 91 años de edad, murió Ray Bradbury, escritor de referencia para todos aquellos que nos gusta la literatura y en particular la ciencia ficción. Una buena parte de mi generación fue marcada por sus dos más importantes libros: Crónicas marcianas y Fahrenheit 451. Y sin embargo, antes de estas dos obras de referencia, yo le conocí a través de otro pequeño relato que aparecía en un número de una de esas revistas publicadas en los años sesenta y que mi padre coleccionaba. ¿Tal vez Selecciones Reader´s? No puedo asegurarlo, pero sí que aquel relato, que se titulaba Las manzanas doradas del sol, me impresionó. Como volvió a impresionarme cuando lo leí otra vez mucho más tarde, en una edición que recogía el conjunto de cuentos bajo ese mismo nombre y que publicaba la Editorial Minotauro.

El relato Las doradas manzanas del sol nos narra la expedición de un grupo de humanos que a bordo de la nave interplanetaria Prometeo tiene como objetivo arrancar del Sol un pequeño trozo de su superficie y traerlo a la Tierra. De la misma manera que hacía un millón de años –en palabras de la propia narración– un hombre desnudo en una senda norteña vio un rayo que hería un árbol y recogió una rama ardiente que dio a su gente el verano, ahora el grupo de expedicionarios siderales quería obtener aquel otro fuego que llevaba en su seno el secreto de su energía inacabable, los frutos dorados de aquel árbol en llamas.

En el momento más arriesgado de la misión, sobrecogía la descripción de cómo el capitán de la nave, con una leve torsión de su mano enfundada en un guante robot, movía allá una enorme mano con gigantescos dedos metálicos que arañaban la candente superficie y obtenía en su vasta copa de oro un trozo de la carne del Sol, la sangre del universo, la enceguecedora filosofía que había amamantado a una galaxia. Y cómo, con aquella prodigiosa carga, el pulso de la nave se aceleraba, el corazón batía con violencia, hasta que por fin se apaciguaba y los expedicionarios podían regresar.

Y de igual forma que al final de la narración la nave Ícaro (que así también se llamaba) se hundía rápidamente en la fría oscuridad alejándose de la luz, así Ray Bradbury ha emprendido su último viaje.
Además de su recuerdo, para calentarnos nos deja relatos tan emocionantes como estas doradas manzanas del sol. 

viernes, 8 de junio de 2012

Reseñas del lector: De las traducciones y las interpretaciones



Buscas un libro y encuentras otro. Escondido detrás de Suave es la noche se me apareció Capote a sangre fría, ríndete. Abrí la primera página y leí:
El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, en una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman “allá”. A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma como de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.
Y no me rendí. Más bien se me calentó la sangre. Yo había leído otra novela muy alejada de esa prosa blanda, blanca, chata, chunga. Comprobé la edición: Anagrama, 1991. Edición: Diario EL PAÍS, 2002. Estaba en lo cierto. Lo había leído mucho antes en otra versión que recordaba más vigorosa, más contundente, más recia, más agresiva. Lo primero, razoné, es ir al original, uno debe hacer las transacciones con la dueña del burdel y no con las pupilas. Copio:
The village of Holcomb stands on the high wheat plains of western Kansas, a lonesome area that other Kansans call "out there." Some seventy miles east of the Colorado border, the countryside, with its hard blue skies and desert-clear air, has an atmosphere that is rather more Far West than Middle West. The local accent is barbed with a prairie twang, a ranch-hand nasalness, and the men, many of them, wear narrow frontier trousers, Stetsons, and high-heeled boots with pointed toes. The land is flat, and the views are awesomely extensive; horses, herds of cattle, a white cluster of grain elevators rising as gracefully as Greek temples are visible long before a traveler reaches them.
¡Sorpresa! La traducción era correcta o, por mejor decir, demasiado correcta, de 10 en el cole. Pero, ¿era el alma de la cosa? Pues no. Entiendo la imposibilidad de traspasar al español lo cortante del inglés, adverbios terminados en ente contra terminados en ly, o la nasalidad, lo gutural, del  encadenado de las palabras. Pero aun así, la traducción de Anagrama me sabía a comida sin sal, más recalentada en el microondas que sometida a la reelaboración de un texto.

Me acordé de mi sobrino Pablo, el genio de la familia, (el niño habla inglés, francés, portugués, y ¡arrea, zapatilla!, aprende chino con sorprendente progresión), y no ha pagado una matrícula jamás pese a llevarse todas las matrículas. Ahora estudia ingeniería genética en Oxford becado por la universidad inglesa tras rigurosa selección. Pero sus primeros estudios universitarios fueron en la Escuela Oficial de Idiomas, traducción simultánea e interpretación. ¿No es lo mismo?, le pregunté. No, me contestó, traducir es repetir lo que otro ha dicho, en cambio interpretar es traducir lo que ha querido decir. Me estuvo bien por preguntar en tonto. La traducción de Anagrama es, solo es, traducción, prosa plana sin espíritu. Ya picado, busco otra. Me llevó dos días, y al final la encontré de chiripa, arrinconada en el desván de los libros dormidos, viejita, manoseada, subrayada, anotada. Editorial: Printer Colombiana Ltda. Traductor: María Luisa Borras. Edición: Circulo de Lectores. Impreso en Bogotá, Colombia, 1984:
El pueblo de Holcomb se halla entre los altos trigales de la Kansas occidental, zona desolada que los demás habitantes del Estado designan con un vago “más allá”. A un centenar de kilómetros al este de su frontera con Colorado, la campiña de Kansas, su cielo azul intenso y su aire seco de desierto, responden más al ambiente del Far West que del Middle West. Por allá se habla con ese acento que descubre la estridente nasalidad que sabe a pradera y a bracero. Los hombres, muchos, llevan tejanos estrechos, sombreros de ala ancha y puntiagudas botas de tacón. La tierra es llana y el horizonte espantosamente inmenso. Caballos, manadas y rebaños, racimos blanquecinos de silos que se alzan con la gracia de un templo griego, destacan en la lejanía mucho antes de que el viajero pueda acercarse a ellos.
Esto era otra cosa. Fuerza, vigor, expresividad, golpeo. Las diferencias son sutiles, pero contundentes. The high wheat plains of western Kansas, por ejemplo, en Anagrama son las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, mientras en la colombiana son los altos trigales de la Kansas occidental, tal vez menos precisa, (no precisa lo de llanuras, plains), pero maldita la falta que hace. Otro ejemplo: and high-heeled boots with pointed toes en la versión española se traduce: y botas de tacones altos y punta afilada, desabrido calzado que en la de Printer Colombiana pasan a ser puntiagudas botas de tacón. Menos palabras, más sonoridad y mejor definición. Y otro más: a lonesome area that other Kansans call "out there", en la traducción de la edición de El País es una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman “allá”. Algo que en la vibrante interpretación de María Luisa Borras es zona desolada que los demás habitantes del Estado designan con un vago “más allá”. Parece lo mismo pero no es igual. Todo el conjunto se resiente de estos pequeños detalles. Mientras la primera traducción es correcta, académica y aceptable (plana como las aburridas llanuras del oeste de Kansas), la segunda es incorrecta, briosa y sobresaliente, (tenebrosa y angustiante como las agarofóbicas llanuras de Kansas). Es esta nada académica interpretación la que nos va a ir preparando para el horror del crimen en un lugar donde la tierra es llana y el horizonte espantosamente inmenso… y no con vistas enormemente grandes.

El rigor de la ortodoxia jamás podrá imponerse a la fuerza de la interpretación creativa. La traducción literaria exige la perfidia de la traición al texto para intentar conservar el sentido íntimo del texto. De otra forma, como muy bien dijo Dorothy, (adorable Judy Garland, la Lolita más perversa del cine tal vez por interpretar a una niña cuando ya tenía, la muy ninfa, 20 añitos), al verse transportada por un tornado del blanco y negro al camino amarillo con arco iris lisérgico de El mago de Oz:
Desde luego, esto no es Kansas.

Autor: Javier Guzmán

miércoles, 6 de junio de 2012

Soy apache



Estas memorias no tienen nada que ver con las de Alce Negro. Gerónimo fue un hombre de acción. No parece que le interesaran las cosas del espíritu. En una ocasión dice que cree en una vida tras la muerte, pero que no se imagina cómo será. Eso es todo. (Parece que al final de su vida se convirtió al cristianismo, igual que Alce Negro, pero más que por motivos teológicos, por razones mundanas, o prácticas: el cristianismo era la religión de quienes les habían derrotado, de quienes habían liquidado su forma de vida, así que su Dios tenía que ser poderoso.)

Como Alce Negro, dictó sus memorias, para lo cual tuvo que pedir permiso al presidente de los Estados Unidos, pues en aquel momento Gerónimo era prisionero de guerra. Y se las dictó a un temeroso antropólogo, que, cada vez que Gerónimo dice alguna inconveniencia sobre algún general o algún personaje influyente o poderoso, se apresura a anotar que aquello son palabras de Gerónimo, no suyas.

Comienza Gerónimo recordando su infancia en un poblado pacífico, campesino, que vive de la agricultura. Y describe una vida de pueblo, idílica.

Se casa muy joven y tiene enseguida varios hijos. Durante un viaje comercial a México con otros hombres de su tribu, unos mexicanos atacan su poblado y matan a casi todos los que se han quedado, entre ellos toda su familia. Ahí empieza la vida guerrera de Gerónimo, pues desde entonces ya no parará de participar en episodios de venganza. Episodios sangrientos, brutales. Por ejemplo, cuenta que en una ocasión resbaló en un charco de sangre y recibió un golpe en la cabeza que le dejó muy mal herido. Tardó meses en recuperarse.

Muchas de sus incursiones son un desastre. A veces participan tres o cinco indios y solo sobrevive él. Matan a muchos mexicanos, pero también mueren muchos de los suyos. Durante bastante tiempo sus únicos enemigos son los mexicanos. No los anglosajones. Es más: habla de la primera vez que ve a un “hombre blanco” cuando ve a un yanqui.

Una vez atacan un pueblo mexicano y todos los habitantes huyen. Los apaches entran en las casas y no entienden las cosas que hay dentro, para qué sirven. Es un momento muy brillante de desencuentro entre dos culturas.

Hay páginas y páginas en las que solo cuenta incursiones de pillaje a México, y lo que describe es la vida de un simple cuatrero. Pero no siente culpa. Siente que empezaron ellos. Él no empezó, pero después no acabó.

No entiende la organización social de los blancos. Por ejemplo, no entiende que las tropas que están en una ciudad no sean de esa ciudad, que pertenezcan a una entidad superior, el gobierno. Para él esos soldados son gente de esa ciudad.

Odia a los mexicanos (aunque siempre que habla con un “occidental” habla en español, la única lengua que conocía, aparte de su apache materno) e insiste en los engaños que sufrió de ellos, y de los yanquis, como causa de su actitud belicosa. El editor (el antropólogo que recogió sus recuerdos) dice que, aunque sus palabras son exageradas, están más cerca de la verdad que las crónicas periodísticas de la época en las que se contaron las guerras con los apaches. Cuenta, por ejemplo, la muerte indigna, traidora, que tuvo Mangas Coloradas, otro líder guerrero apache, al que los soldados americanos convencieron con falsas promesas para que se rindiera.

Siendo ya prisionero de guerra (aunque no lo encerraron en cárceles, vivió mucho tiempo desterrado, separado de su familia, condenado a trabajos forzados, si bien él no pone énfasis en quejarse de nada de eso), lo llevaron a una exposición nacional, en la que se ganó algunos dólares vendiendo fotos de sí mismo y firmando autógrafos. Le asombran cosas que hoy nos parecen pueriles: los osos amaestrados, los ilusionistas, las norias (es muy interesante cómo describe su experiencia de montar en una de esas barcas)... Le quieren sorprender con unos prismáticos, pero él ya los conocía, pues se los arrebataba en muchas ocasiones a los soldados que mataba.

En el libro sale el desierto de Sonora, el río Yaqui, nombres de resonancias del mundo de Castaneda, pero no hay personajes visionarios a lo don Juan Matus.

Una vez un guerrero le contó que estuvo muerto en un campo de batalla y que vio un túnel, al otro lado del cual había una luz (experiencia que hemos oído tantas veces y que, al venir de alguien tan ajeno a nuestro mundo, no parece cultural). Vio galerías subterráneas, animales que le permitían el paso y un valle en el que vivían los muertos que había conocido (visiones típicas de los chamanes). Es entonces cuando dice Gerónimo que él cree en la otra vida, pero que no se la imagina, como ese guerrero.

Las últimas páginas se encaminan a dirimir si Gerónimo se rindió al ejército yanqui sin condiciones. Gerónimo dice que no. Hay testimonios de testigos civiles que parecen darle la razón. Pero quizá sea más claro el del general Howard (que tiene un libro fascinante sobre los grandes jefes indios a los que conoció, y que no es ante quien se rindió Gerónimo), que dice que prefiere no manifestarse. 

lunes, 4 de junio de 2012

El paseo, una inspiración para Robert Walser y Cesare Pavese


Robert Walser y Cesare Pavese eran paseantes solitarios, que disfrutaban de un andar incansable y sin rumbo por las calles de Biel o de Turín como quien busca algo esencial que por allí se les hubiera perdido. Esa actitud casi religiosa ante el paseo los hermanaba; ambos encontraban en ese aparente deambular compulsivo lo que andaban buscando.

Puede rastrearse el objetivo de esa búsqueda y hallazgo en Cesare Pavese a través de algunos de sus escritos. Por ejemplo, el relato Suicidios (Narrativa Completa, Ediciones B), comienza de esta forma:
Hay días en los cuales la ciudad donde vivo, y los transeúntes, el tráfico, los árboles, todo se despierta por la mañana con un aspecto extraño, usual y sin embargo irreconocible, como en esos instantes en que uno se mira al espejo y se pregunta: “¿Quién es ese tipo?” Para mí, son los únicos días amables del año.

Y en El diablo sobre las colinas (Salvat Editores, 1971), el joven que recorre las calles de Turín dice:
Había en el aire, en el movimiento, en la oscuridad misma de los paseos, algo que no entendía, cosas de las que me gustaba gozar. Me hallaba siempre a punto de interpelar a una chica o de meterme en un figón equívoco, o bien tirar adelante por uno de los paseos, y caminar hasta que se hiciera de día para encontrarme entonces en cualquier sitio.

Sin embargo, quizás sea en El paseo (Ediciones Siruela,1997) de Robert Walser donde todo esto se expresa con mayor claridad. Encerrado en su cuarto ante la hoja en blanco, un escritor decide salir a dar un paseo. En un momento determinado, nos hace partícipes de sus descubrimientos:
Secreta y misteriosamente, siguen al paseante toda clase de hermosos y sutiles pensamientos de paseo, de tal modo que en medio de su celoso y atento caminar tiene que parar, detenerse y escuchar, que está cada vez más arrebatado y confundido por extrañas impresiones y por la hechicera fuerza del espíritu, y tiene la sensación de ir a hundirse de pronto en la tierra o de que ante sus ojos deslumbrados y confusos de pensador y poeta se abre un abismo. La cabeza se le quiere caer, y los por lo demás tan vivos brazos y piernas están como petrificados. Paisaje y gente, sonidos y colores, rostros y figuras, nubes y sol giran como sombras a su alrededor, y ha de preguntarse: ¿Dónde estoy? Tierra y cielo fluyen y se precipitan de golpe en una niebla relampagueante, brillante, apelotonada, imprecisa; el caos empieza, y los órdenes desaparecen. Trabajosamente, el conmocionado intenta mantener su sano conocimiento; lo consigue, y sigue paseando confiado.

Es inevitable comparar y complementar lo que ambos dicen descubrir en el paseo:
  Paisaje y gente, sonidos y colores, rostros y figuras, nubes y sol –en Walser–; los transeúntes, el tráfico, los árboles –en Pavese–; hasta que “se tiene la sensación de ir a hundirse de pronto en la tierra o de que ante sus ojos deslumbrados y confusos de pensador y poeta se abre un abismo” (Walser); hasta que “Tierra y cielo fluyen y se precipitan de golpe en una niebla relampagueante, brillante, apelotonada, imprecisa; el caos empieza, y los órdenes desaparecen” (Walser) y “todo adquiere un aspecto extraño, usual y sin embargo irreconocible” (Pavese) que le hace a uno preguntarse: “¿Dónde estoy?” (Walser) o al mirarse en un espejo “Quién ese tipo” (Pavese).

De ese aluvión caótico y nada lógico (que no entendía, dice Pavese) pero lleno de sentido, de ese gozoso deslumbramiento, ambos sabían sacar los materiales de su pensamiento poético y de su creación. 

viernes, 1 de junio de 2012

Un jardín en Venecia, de Frederic Eden


Un librito encantador. El autor, al que una enfermedad había dejado en una silla de ruedas (y que conoció a Rilke, a Proust, a Cocteau, y en el que al parecer se inspiró Henry James para Los papeles de Aspern), cuenta cómo consiguió comprar un huerto en la Giudecca que acabó transformando en un jardín (aunque reservó una parte para seguir cultivando hortalizas y frutos). Cuenta su historia tan desde el principio que empieza explicando cómo se formaron las islas de la laguna de Venecia, los vientos reinantes en la zona y el mecanismo por el que se fueron acumulando los sedimentos hasta formar las diferentes islas. A propósito de la compra del huerto (y posteriormente, del cuidado del jardín y otros episodios) hace divertidas observaciones sobre la psicología y las costumbres del veneciano y  de otros habitantes de los alrededores. Le vemos levantar las pérgolas (“elegir una pérgola es tan delicado como elegir mujer”), apartar la maleza, limpiar, ordenar, introducir nuevas especies, hasta conseguir ese jardín que resulta un cruce entre uno escocés y el Generalife. Hace un catálogo detallado de sus logros y enumera decenas de flores y variedades que para el profano son solo cadenas de nombres, pero que para el entendido quizá sean armoniosas combinaciones de colores, cuadros impresionistas hechos con palabras. Atrapa nuestro interés con los avatares que acompañan a una obra tan compleja como la construcción de un pozo (un pozo, señalemos, en una pequeña isla, en un punto cercano a la laguna) y con el recuento de las especies animales que ocuparon el jardín, desde vacas a caracoles, pasando por las abejas ligures, que rara vez pican, o por su majestad el ruiseñor (cuenta, por cierto, que todos los pájaros se acaban yendo a otras islas para aparearse, y eso tiene nefastas repercusiones en la vegetación, que se ve llena de orugas y de insectos que no tienen predador. Cuenta también que no hay lombrices, que según Darwin con sus galerías oxigenan la tierra y la drenan y la abonan y la transforman en el humus en el que se asienta la “botánica”). Un libro escrito desde la felicidad, contado por una voz educada y elegante, en ese tono levemente humorístico tan frecuente entre ingleses.




Frederic Eden Un jardín en Venecia (Gallo Nero ediciones, 2011)