lunes, 28 de septiembre de 2015

Los otros clásicos XL - Agustín de Salazar y Torres



Por José Ramón Fernández de Cano

Nacido en Almazán (Soria), en el seno de una linajuda familia, Agustín de Salazar es considerado, al otro lado del Atlántico, uno de los más destacados poetas novohispanos, ya que con tan solo cinco años fue puesto bajo la tutela de su tío don Marcos de Torres, obispo de Campeche (Nueva España) y, años después, Virrey de México. Su inclinación hacia las Humanidades fue tan precoz que, a los doce años, recitaba de memoria las Soledades y el Polifemo, y era capaz de explicar ante eximios doctores sus pasajes más abstrusos. Cursó estudios superiores de Artes, Teología y ambos Derechos en tierras de Ultramar, y ya con fama de erudito y poeta inspirado, regresó al Viejo Mundo para darse conocer como dramaturgo en la Corte madrileña, donde pronto se le reconoció como discípulo aventajado de Calderón. Bajo la protección del duque de Alburquerque (antiguo virrey de México y, a la sazón, virrey de Sicilia), viajó por Alemania e Italia en misiones militares y diplomáticas, y llegó a ser honrado con el cargo de sargento mayor de la provincia siciliana de Agrigento. Cuando ya era celebrado como uno de los grandes sucesores de su admirado Góngora, una cruel enfermedad (tal vez una esclerosis múltiple) lo redujo a parálisis hasta que acabó prematuramente con su vida.



LX.- Agustín de Salazar y Torres (1636-1675).

No es mío el corazón, porque os lo he dado,
ni vuestro, porque no lo habéis querido;
a mí no ha de volver, que aborrecido
tengo cuanto de vos es despreciado.

Pues darlo a otra que a vos, tan excusado
es ya cuanto de vos ser admitido:
¿Ni en mí, ni en vos, ni en otra es acogido?
¿Adónde alberga el corazón cuitado?

Amor, que ni por fuerza ni por ruego
pudo hacer con el vuestro que lo quiera
–que, de altivo, desprecia sus despojos–,

porque siervo tan fiel no se le muera,
en el aire lo cría, al sutil fuego
que os hurta a vos de los divinos ojos.

martes, 15 de septiembre de 2015

Autorretrato, nuevo libro de Emilio Gavilanes

(Punto de Vista Editores acaba de publicar un nuevo libro de relatos de Emilio Gavilanes. Transcribimos aquí el Prólogo de Luis Junco a esta nueva entrega de un escritor que, en nuestra opinión, logra mantener con ella el nivel de calidad y emoción al que ya nos tiene acostumbrados.)


PRÓLOGO de Luis Junco a Autorretrato, de Emilio Gavilanes

Quiero comenzar este prólogo con unas palabras del último relato del libro, que, bajo el título “Autorretrato”, da nombre al conjunto. Escribe el narrador:

“No me gustan los prólogos. Me los salto. Salvo que sean de Borges. En ese caso lo que me salto es el libro.”

Estoy completamente de acuerdo con él. ¿Y entonces?, me pregunto, ¿por qué el propio autor me pide este exordio? Pues, no siendo yo Borges ni teniendo el poder o la capacidad de emularlo (ya me gustaría a mí), ¿se me está pidiendo que escriba algo que pueda (y deba) evitarse para dar paso sin dificultad a la lectura del libro?

Aunque así fuera, me respondo, no tengo inconveniente. La amistad y devoción que profeso a Emilio Gavilanes me lleva a dar este salto al vacío sin vacilación, incluso con ganas. De modo que para los pocos y aguerridos lectores que, haciendo caso omiso de la sana recomendación del autor con respecto a los prólogos, la curiosidad lleve a continuar con la lectura, me pongo manos a la obra.

Y seguramente la curiosidad en primer lugar dirigirá su atención —como ocurrió conmigo— al título, Autorretrato, y a preguntarse si es que con este libro Emilio Gavilanes pretende describirse a sí mismo. Una cuestión que como toda buena pregunta no admite un sí o un no concluyentes. Esta es la respuesta que más me ha convencido, sin que por ello pretenda yo que sea la única y verdadera explicación.

Si juzgáramos a partir del relato señalado —el que cierra el libro—, la respuesta sería afirmativa. Sí, en ese “Autorretrato”, con el estilo elegante y sencillo al que nos tiene habituados, Emilio Gavilanes se retrata en un humilde decálogo de preferencias y aversiones en el que lo reconocemos. Sin embargo, basta leer unas cuantas narraciones del principio, que nos llevan —casi siempre en tiempo presente— a María, la madre de Cristo, a Clara, una muchacha de un barrio del extrarradio que asiste sin saberlo a los diez últimos minutos de la vida de su abuelo, a la hija de un cabrero, que vive atormentada por un terrible acontecimiento de la infancia, para desdecirnos de lo que habíamos afirmado. Lo más sencillo, entonces, tal vez sería convenir que se trata de un conjunto de cuarenta y ocho relatos —algunos muy cortos, de unas cuantas líneas— de gran intensidad emocional y poética, en el que se ha tomado el último de ellos, de corte claramente biográfico, para dar título al libro. Pero tampoco eso me parece del todo acertado y sigo pensando que “Autorretrato” no es solo un título, sino que su carácter vertebra todo del conjunto. ¿Y quién mejor que el mentado Jorge Luis Borges, predilecto del autor y de quien confiesa no saltarse ni siquiera los prólogos, para apoyar mi argumento?

Es conocido el texto “Borges y yo”, en el que, al alimón, el personaje y el célebre escritor argentino se describen sin que al final pueda saberse quién realmente escribe el autorretrato. Pues bien, a mi entender, este mismo juego está en las entretelas del libro de Emilio Gavilanes. Si en la última narración el autor aparece en “carne y hueso”, en el resto del libro se ha convertido en un Guadiana que se esconde entre las palabras y produce con ellas esa alquimia en que se mezcla lo real con lo imaginario para salir de nuevo a la luz transformado en lo que reconocemos verdadero.

Sueños, recuerdos, obsesiones, gustos, aversiones del personaje son utilizados por el escritor para elaborar su producto. Y también, claro, datos biográficos de Emilio Gavilanes. Por ejemplo, de su ascendencia campesina, según declara en ese último relato —“casi todos mis antepasados son de dos aldeas del noroeste que distan un par de kilómetros”—, deriva La Carballa, territorio mítico que ha creado su imaginación, poblado por soberbios personajes y mitos y costumbres enraizados en una remota y rica cultura, de la que también se alimentó otro escritor de culto de Emilio: Álvaro Cunqueiro. De esta estirpe entiendo que son los relatos: “Historia de nuestros coches”, “La isla de los muertos”, “Una tertulia”, “Enero del Greño”, “Camino de la guerra”, “En el bosque”, “El perro de Magín”, “Coloquios del pasado”.

Y de la “parte visible urbanita” de Emilio Gavilanes, y, más en concreto, de la atmósfera de los barrios humildes de las afueras de Madrid y de la época mágica de la infancia y primera adolescencia, saca el escritor el material de, por ejemplo: “Carta a los Reyes Magos”, “Las cosas de la infancia”, “Los hermanos”, “Noche de frío” o “El jilguero, un grano de alpiste, el otro mundo”. (Esta misma veta biográfica inspira, a mi entender, otro de los mejores y más recientes libros del autor, Breve enciclopedia de la infancia, por el que Emilio obtuvo el pasado año el XVI Premio Tiflos de novela.)

Pero más allá de indagar en esas canteras relacionadas con la biografía de Emilio Gavilanes que el escritor utiliza para sus narraciones, quisiera ahora fijarme en ese proceso alquímico al que antes me refería, la propia escritura. Y aunque son muchas las características que podríamos considerar, voy a señalar tres, que a mi juicio son determinantes en su literatura.

La primera es la brevedad. La prosa de Emilio es concisa, sencilla y eficiente, y a tal efecto elige cuidadosamente las frases, los ritmos, las palabras. Como más de una vez le he escuchado —y en este libro vuelve a declarar en el relato “Autorretrato” refiriéndose al estilo de Chejov—, se trata de obtener la máxima emoción (conmoción me gusta más) con el menor gasto de elementos narrativos posible. Y a fe que lo consigue, no solo a lo largo y ancho de sus relatos más largos, sino sobre todo en las narraciones breves. Además de las cuatro frases de Emilio con las que empecé este prólogo (¡qué manera más elegante, precisa y cortante para decir que no le gustan los prólogos!), abundan en este libro los relatos cortos y poderosos: “Historia sagrada”, “El timbre”, “Gonzalo de Berceo imagina al niño Jesús descubriendo que es Dios”, “Señora de los Animales”, “Odio”, “La educación sentimental por el fútbol”, “Efecto mariposa”… Y, entre todos, hay dos que me han puesto la piel de gallina: “Las cosas del campo” y “Nostalgia”. ¡Cuánto puede decirse con tan poco! No es casualidad que sus protagonistas sean niños. (De esa misma vocación por la búsqueda de la brevedad son sus dos libros de haikus: El gran silencio y Salta del agua un pez.)

La segunda característica es previa a la propia escritura y tiene que ver con la selección. De la infinidad de cosas que directa o indirectamente nos sucede en la vida, hay muchas que tienen la capacidad de conmovernos. Sin embargo, son muy pocos los que se sienten “tocados” por ellas, que sienten su influencia. En ese sentido somos como el compuesto químico que, mezclado con otros muchos y diferentes, apenas reacciona con ninguno, salvo si está presente la enzima apropiada. Esta (la enzima) es en definitiva un molde, que ha evolucionado de tal manera, que su configuración ha adoptado la forma exacta de las moléculas de los elementos químicos en contacto y propicia su unión. Se produce entonces verdadera explosión “afectiva” y la velocidad de la reacción se puede multiplicar por un billón. Pues más o menos así entiendo yo la presencia en este caso del escritor con talento. No solo es capaz de crear el modelo correcto, sino que identifica y selecciona debidamente los reactivos. En mi opinión, Emilio Gavilanes es también un maestro de la selección. De ahí su interés por el trabajo de los naturalistas y, dentro de sus observaciones, aquellas de mayor significado, como las que pueden leerse en el relato “El libro de Rys”. No me resisto a transcribir aquí un breve párrafo que lo ilustra:


“Hay unos pajaritos que han desarrollado la habilidad de abrir un fruto muy duro que contiene un líquido de alta concentración alcohólica, debida a la fermentación del jugo segregado en su interior. Estos pajaritos consiguen agujerear la cáscara y beben de ese líquido hasta que completamente borrachos caen al suelo. Asociadas a ese árbol viven unas hormigas carnívoras que devoran a los animales que caen aturdidos bajo los efectos del alcohol. En cuanto esos pajaritos notan los primeros picotazos se levantan y echan a volar, pero las hormigas ya los han invadido y siguen haciendo su trabajo en pleno vuelo. Son tantas y tan voraces que se van comiendo vivo al pajarito, que no deja de aletear. Su vuelo va dejando un rastro de plumas que se van desprendiendo. Cuando el animal se desploma, lo que cae es un esqueleto que se desarma en el golpe contra el suelo y un puñado de hormigas, que no sufren daño aunque caigan desde muy alto. Vuelven ahítas al hormiguero.”

Y acabo con la tercera de las características: el asombro. Que no es solo el título de otro de los relatos del libro, en el que se pone de manifiesto la importancia de los sentidos elementales como primera vía de acceso al descubrimiento a través del asombro; sino también un grado más elevado y profundo de este deslumbramiento que se lograría a través de la literatura. Creo que en el fondo de la escritura de Emilio Gavilanes subyace este objetivo. Muchos de sus relatos son como súbitos fogonazos de luz que nos permiten ver (sentir) por unos momentos una realidad que está detrás del velo de hábito y falaz cotidianidad que nos envuelve. Y nos deja temblorosos de emoción. Una imagen que él repite en algunos de sus libros me parece que representa esta idea: un pez salta del agua y por unos instantes permanece en el aire, antes de sumergirse de nuevo en su elemento. (En este libro aparece al final de “La resurrección de Mozart”.) La imagen es muy poderosa por varias razones, pero para mí la más importante es por mostrar al mismo tiempo dos perspectivas: una, la nuestra, como observadores de una fugaz belleza que habitualmente se nos esconde; la otra, la del pez, que durante esos breves momentos descubre un mundo fuera del agua que tal vez le cause un asombro paralelo al nuestro. Las dos partes descubrimos por el asombro.


Y bueno, creo que para ser un prólogo destinado a ser evitado ya he escrito demasiado. No importa si como obstáculo ha servido de acicate para saltar sin más demora a la lectura del estupendo Autorretrato de Emilio Gavilanes. A los que ya conozcan sus otros libros, sin duda les parecerá una nueva pieza en el mágico puzle que se va conformando con toda su obra. Y a los que por vez primera acudan a sus páginas, auguro una adicción que no hará sino crecer con la lectura de cada una de sus obras anteriores: La primera aventura (Seix Barral, 1991), El bosque perdido (Seix Barral, 2001), La tabla del dos (Premio de relatos NH 2003), El río (Ediciones de La Discreta, 2005), Una gota de ámbar (Ediciones de La Discreta, 2007), El reino de la nada (Menoscuarto, 2011), Salta del agua un pez (La Veleta, 2011), El gran silencio (La Veleta, 2013), Breve enciclopedia de la infancia (XVI Premio de Novela Tiflos; Edhasa/Castalia, 2014) e Historia secreta del mundo (Ediciones de La Discreta, 2015).

(El libro ya puede adquirirse en formato digital y a un precio muy asequible en http://puntodevistaeditores.com/tienda/autorretrato-2/)

lunes, 7 de septiembre de 2015

Ocios de estío (2), Epístola amoral a Pablo

Como continuación de aquel ocio de hace un año, que, bajo el título "En lo terrazo de mi alta", firmaba el Conde de Abascal, recibimos ahora el que nos envía don Ferrán de Calatrava, acompañado de la siguiente nota:

Tienen aquí los discretos la segunda entrega de la serie Ocios de estío, iniciada hace ya un año por nuestro señor el Conde en lo terrazo de su alta. A continuar tan brava labor Ferrán de Calatrava se dedicó con ahínco, y ahí envía esos versos, con el deseo de entretener un algo a vuesas mercedes y distraerlos de la desazón que supone la vuelta a la rutina. 



   Epístola amoral a Pablo

De Ferrán de Calatrava


Pablo, las Esperanzas cortesanas
iguales son en todo a las de aldea,
y tan honestas como casquivanas.

Muy engañado vive aquel que crea
que por morar en rústico poblado
por fuerza ha de bailar con la más fea.

Y yerra el que al carnal trato inclinado
más fía de la corte el beneficio
que el que se está en su pueblo retirado.

No nace la hermosura del bullicio
ni está el deleite todo en una parte,
que en todas partes hay el mismo vicio.

Desoye a quien se atreve a censurarte
por ver en tu discreto apartamiento
perdida la ocasión de solazarte.

¿No hay, Pablo, otro lugar para el contento
que la encumbrada corte licenciosa?
¿Quién sabe lo que pasa en tu aposento?


No cures de la música engañosa
que entonan los galanes cortesanos;
no caigas en la trampa maliciosa

donde cayeron otros, tan ufanos.
Del sabio sólo atiende los consejos
y no quieras oír pregones vanos.

¿Qué importa a tu solaz que vivas lejos?
¿Aquello es un erial sin vida alguna?
¿No está lleno Alpedrete de conejos?

Cuando te place holgar y por fortuna,
o por gracia del cielo o del diablo,
encuentras la ocasión más oportuna

para batir la sierra, dime, Pablo,
¿qué no estremecerá tu lanza fiera?,
¿qué pieza escapará de tu venablo?

Goza, pues, de esa vida placentera
en tu rincón seguro y deleitoso
y no te engañe esotra lisonjera.

Muéstrate moderado y cauteloso
en los mudables lances de Cupido;
que no te venza el genio impetuoso.


Enfrena la pasión, sé comedido,
no vuelques en exceso tu apetencia,
no tengas el tizón siempre encendido.

Y porque más estimes mi advertencia
quiero aquí referirte algunos casos
tomados del arcón de la experiencia.

Verás venir con renovados pasos
las damas que anteayer, sobradamente,
me dieron su veneno en dulces vasos.

Verás a la liviana y la prudente;
la ardorosa verás  y la templada;
verás a la taimada y la inocente.

Dispuesto ya, con voz entrecortada,
pues aún brilla su luz en mi memoria,
las voy nombrando en forma nunca usada.

Vengan primero Paz y después Gloria,
y denme luego un poco de Consuelo,
que al cabo he de quedarme sin Victoria.

Yo perseguí el amor con tanto anhelo
que hube de combatir con mi albedrío;
mas siempre la razón perdió ese duelo.


Pues, ¿no fue acaso loco desvarío
ponerme a recordar otros amores
tumbado en unos prados con Rocío?

Por eso estuve en cama con Dolores,
y luego padecí tal calentura
que tuve sin Remedios más temblores.

Mas no volqué en las damas mi amargura,
que a todas me mostré desenfadado
y a todas traté siempre con dulzura,

con mano blanda y toque delicado,
huyendo del desgarro y la aspereza:
Estrellas hay que saben mi cuidado.

Gocé de la alta alcoba la tibieza;
pasé la noche en toscos cobertizos;
sentí del bajo lecho la dureza.

Y echado en chuscas chozas y chamizos
no por azar me despertó la Aurora,
ni por azar rocé sus recios rizos.

A la alta dama amé, y a la pastora;
a quien juzgué ser Casta y era Pura;
a la gentil criada y la señora.


Y la que más me hirió con mano dura
fue aquella con quien tanto discutía
y no cambiaba nunca de postura.

Si “Vuélvete, Paloma”, yo decía,
“y cesa ya esos gritos y habla quedo”,
al punto airadamente respondía:

“No he de callar, por más que con el dedo
me toques en la llaga de amor viva.”
Y más volvía a gritar; y daba miedo.

Ya oculta, Pablo, la memoria esquiva
los pétalos caídos, los colores
de aquella edad lejana y fugitiva.

Me acuerdo bien de Hortensia y de otras flores,
en tanto que de Rosa y Azucena
apenas si me llegan los olores.

Y al fin todas se van; queda la pena
de ver cómo la luz se debilita:
el tiempo no reduce su condena.

Mas no se han de ir aún sin que repita
que no desfallecí, que fue mi empeño
amar a Mar, y amar a Marga, y Rita.


Pero volvamos ya del dulce sueño
de aquel pasado alegre y bullicioso,
que no vendrá el futuro tan risueño.

¿O piensas tú que el tiempo riguroso
no secará tu savia gota a gota?;
¿que habrá de ser contigo más piadoso?

¡Oh, condición mortal, que solo nota
la ruina y el estrago cuando queda
tan sólo el resplandor de la derrota!

No detendrá el reloj su terca rueda;
no perdonará el tiempo su peaje;
no habrá calamidad que no suceda.

Olvidarán las fuerzas su hospedaje;
pisotearán los años la guirnalda
que ostentosa luciste en raudo viaje.

Vencida de la edad tendrás la espalda;
el báculo más corvo y menos fuerte;
ya ni del monte subirás la falda.

Y adiós te digo, Pablo. Que la suerte
te lleve por camino virtuoso;
que te conceda el don de conocerte.


Y cuando caiga el velo silencioso
de la perpetua noche sin mañana,
te encuentre en paz, colmado y venturoso,
dormido en el arrullo de una Nana.