lunes, 29 de febrero de 2016

Taller de escritura creativa del Conde de Abascal - Lección cuarta

Lectio Qvarta:

“A la gloria, en episodios”

1.- Teoría:

         Hoy la lección pide brevedad, tanto en el discurrir de la tesis como en la ejecución de la praxis; porque si Dios Nuestro Señor, siendo quien dicen que es, hubo de reponer fuerzas tras la sexta jornada… ¿será mucho que Nos, que aún no hemos alcanzado tan alta dignidad (aunque todo se andará), estemos ya harto molidos y no poco quebrantados a la tercera entrega?

         Y así, al hilo de ahorrar afanes, desengaños y pesadumbres, venimos hoy a amonestarle por haber aspirado alguna vez a conquistar, de una sola zancada, esa parcela que cree tener reservada en el Parnaso, cuando a la gloria literaria se llega también -y aún afirmaremos que mucho antes- con pasos recortados y menudos, en apariencia menguados y descaminados, pero a la postre tan firmes como bien dirigidos. Despídase, pues, noramala de ese pueril anhelo de idear y rematar, de una sentada, esa “novela magistral” que tiene en el magín desde hace lustros, y que habrá de depararle un lugar de honor entre la pléyade universal tan pronto como haya salido de los tórculos. Si ya no encuentra inspiración fuera de los chismes de alcoba del vecindario, la avilantez de los gobernantes, la carcundia de los tenderos o la hipocresía de los tonsurados, hurgue en la podredumbre de la Historia patria, siempre preñada de episodios tragicómicos amasados con sangre, bilis, mala baba y excrementos. Le saldrán infinitos textos como el de infra, que, repetidos uno detrás de otro, pueden darle hasta para cincuenta tomos de gloria… o casi.

2.- Práctica:

         -La Corte toda aseméjase a un enorme, monstruoso gallinero, de tan revuelta, confusa y enmerdada como la han dejado entre unos y otros. El rey, capón castrado, deambula alicaído y desplumado por palacio, como gallo en corral ajeno; la reina, aunque ya clueca, aún putea más que las todas las gallinas del corral; las infantas corretean como polluelas sin cabeza, picoteando el cebo de la soldadesca y brincando de palo en palo de cada alabardero; y el valido, luciendo cresta y espolón, cacarea a voz en grito entre toda esta inmundicia, pero no se digna hacer ni el huevo.
         -¡Ave María Purísima! ¿Y el Príncipe qué dice de todo esto?
         -¿El Príncipe? ¡Pío!

lunes, 22 de febrero de 2016

Necroilógicas - Harper Lee y Umberto Eco

UMBERTO ECO, EL SUMO SACERDOTE

Por Dativo Donate


Estos fríos impulsan el desfile de la danza macabra. Harper Lee se va, tras pasar a la Historia por ese Atticus Finch que al final, dicen, era racista... Vaya, por Dios. Y se lleva también a Eco... A don Umberto Eco, con quien tanto leímos. No tanto por su best seller, que indica cuán lejos estamos de los ochenta (allá, Ecos y Garcías Márquez; acá sombras de Grey). No tanto por sus novelas, su día después, su Baudolino… como por su actitud. Fue un intelectual que manejaba con igual desembarazo a Tomás de Aquino o a Supermán; o estudiaba con igual dedicación la configuración del Infierno de Dante y la de Disneylandia.
Eco puso mundos en contacto que no sabíamos nosotros conectar. Explicaba muy divertido,  o muy serio, la estrategia de la ilusión. Hizo que el serio estudio de las universidades aceptase lo que eran hasta entonces trivialidades, fruslerías, molestias para el criterio académico. Eco conformó en gran medida el espíritu de los ochenta, cuando ibas a cualquier cafetería de facultad y veías a todo el mundo leyendo El Nombre de la Rosa. Por ejemplo, si lo citaba un señor que era semiótico —nada menos—, era admisible, tolerable y hasta plausible leerse a Sherlock Holmes. Qué cabal, que profundamente certero era ese fray Guillermo de Baskerville hollando los dominios del borgiano Jorge de Burgos. Todos éramos Adsos atónitos, ante una babel de textos que se liberaban de la prohibición de los inquisidores culturetas.

Después de Eco, pero solo después (y de su éxito económico impensable, la lotería de Esther Tusquets), tuvieron aceptación masiva las novelas antes consideradas ligeras, los detectives, el misterio y las maravillas. Estábamos en una encrucijada: una novela entonces solo era aceptable en España (en la España culturetas, se entiende) cuando tenía páginas incomprensibles, mucho léxico terruñero, múltiples infracciones de puntuación y de estilo; y todo esto siempre que hubiese alguna referencia en ella a la Guerra Civil. Eduardo Mendoza, y Vázquez Montalbán, y otros —Eco fue la corroboración explosiva, más que el detonante—,  no solo rompieron el ambiente gafapasta (los gafapastas de antaño, aquello sí que eran gafapastas), sino que tendieron puentes imposibles entre la alta cultura y la popular, incluso la de consumo industrial, y hasta la incipiente contracultura.
No me he leído todo lo que escribió, pero recuerdo con especial fascinación La estrategia de la ilusión, o Apocalípticos e integrados. Umberto Eco dignificaba cuanto tocaba y estudiaba, ya fuese la configuración de un museo cutre, los cómics de superhéroes, las canciones pop de la radio. Posiblemente fuese el primer intelectual de talla que no abordaba los subproductos de la cultura para demonizarlos. Para que me entiendan los más jóvenes, Umberto Eco fue el padre de Sheldon Cooper, el hombre que sancionó la seriedad absoluta de lo trivial. Claro que antes de Eco estuvo California, y los sesenta, y los nueve novísimos. Por supuesto. Pero Umberto Eco fue el sumo sacerdote de la cultura ecléctica.
Quizá las cincuenta sombras provengan de aquellos cincuenta millones de nombres de la rosa vendidos, que se dice pronto. Una y otra no dejan de ser novelas de género, y antes de Eco eso de los géneros no enraizaba por acá. Eco inventó un subgénero, el thriller con sencillo armazón de telefilme y trasfondo histórico profundo con mucha cultura, y mucha miga. De allí han brotado códigos da vinci, y novelas gordísimas de misterios y conspiraciones. Eco facilitó que la industria del libro se arriesgase con el género histórico, a ver si se repetía el zambombazo, con novela histórica buena y novela histórica mala. Trajo morralla, pero también lectores nuevos y lecturas nuevas. Puede que me equivoque, escribo la necroilógica con prisa; la novela fantástica, la novela de misterio, la novela histórica y, en suma, la novela de género despiertan editorialmente en España solo a partir de dos éxitos impensados y fundamentales, El Señor de los Anillos y El nombre de la rosa.
Que a muchos lectores les disguste tan plebeya proliferación de libros, o que la novela de género les interese o no, es misa para otro santo. Don Umberto me ha deparado muchas horas de intenso disfrute, tanto con sus obras como con muchas que crecieron a su oronda sombra. Debe de ser otro de los culpables a quienes he de agradecer mis descarríos lectores.

Dios no se lo tenga en cuenta.

jueves, 18 de febrero de 2016

Taller de escritura creativa del Conde de Abascal - Lección Tercera

Lectio Tertia:

“Si no le admiten en el Parnaso, quédese al menos en el umbral”

1.- Teoría:

         Ocurre a veces, caros Discretos, que al afanoso escritor no se le abren de par en par las puertas del Parnaso, ni el pórtico de la Gloria, ni tan siquiera el desvencijado portón de toriles de la Academia. En este trance, queda muy digno y pinturero atornillar los pies a la arena de los umbrales y, en vez de aporrear -con lastimera quejumbre-, la madera de los batientes con nudillos y aldabones, afincarse allí, afectando la hierática gravedad de un don Tancredo del que no se sabe a ciencia cierta si anhela a quienes lo desdeñan o, muy en su interior, desdeña, con un punto de altiva displicencia, a quienes, en el fondo, anhelan hacerle un hueco en su conciliábulo.

         Si, por ventura, anda usted anclado en esta añeja suerte, en tanto llega o no llega el telegrama con su admisión en la pléyade de los elegidos, pruebe a erigirse en el tema central -y, a ser posible, único- de su obra. Haga vida social, alterne mucho y cuéntelo siempre, gastando litros de negrita en los nombres de todos los que en algún momento puedan llegar a favorecerle, pero vinculándolos siempre a su propio nombre. Por mucho que se enoje Pedro Salinas, los pronombres no constituyen una categoría gramatical que otorgue demasiado apresto a la escritura: maneje, pues, con soltura el “yo”, el “mí”, el “me” y el “conmigo” (y, a lo sumo, otros deícticos de primera persona como “uno”, “el que subscribe” o “mi menda”), y olvídese muy confianzudamente del resto de las formas pronominales, que ni aportan brillo a la prosa ni satisfacción al ego. Escriba mucho y publique aún más (recurra al refrito y la autocita, si es menester, para resolver esta aparente impossibilia), pero siempre en tiradas cortas, a lo sumo de folio y medio, y sin entrar en honduras narrativas que exigen coherencia en la invención, laboriosidad en la estructura, renovación en la elocutio y acrisolado temple en la forja de los personajes. Y, en fin, puesto a que sus textos hablen siempre (y únicamente) de usted, acuñe giros y modismos dislocados que personalicen su estilo;  fuerce, sin pudor, la copula entre el arcaísmo y el neologismos; y blasone de tener oído fino para todos los registros y mano diestra para combinarlos en un mismo renglón, del culto al cheli, por más que algunos usos de argot que a usted se le antojan la vanguardia de la modernidad le descubran, sin más, como ese don Tancredo antiguo, desubicado y triste que vendería el alma a cambio de ser admitido donde sólo le toleran plantado en el umbral, a la intemperie, sin saber muy bien si le van a hacer un sitio al amor de la lumbre o le van a soltar un morlaco para que se las vea con él, ahí solito, a portagayola.

2.- Práctica:

         Me vienen a buscar en un coche largo, acharolado y feo, algo así como muy oficial y muy nigérrimo, un híbrido de 4X4 -que no sé lo que es- y limusina, que me apesta a coche fúnebre desde que lo jipio por el rabillo del ojo a través del ventanal de la dacha. Y uno, que tiene ya más oído para el gorigori que para la nana, comprende que ese buga mortal y negro es la barcaza de Caronte, pero en diesel, y que ahora sí que se han acabado para él -o séase, para mí-, y esta vez de verdad de la buena, las jais jamelgas, el whiskazo caro y el resto de la Liga. Pero mira tú por dónde, no (lo cual que ya pueden ir los enemigos de uno metiéndose por el ojal, pero sin descorchar, la botella de champán que tienen presta en el frigidaire para festejar mi óbito). Resulta que me suben con Iberia al coche patibulario y nos llevan a una cena de postín, con manteles y todo; un cenorrio como los de antañazo, en los que uno empezaba la velada sentándose a la mesa al lado de damas, y la remataba levantándose de la cama al lado de putas. Pero uno ya no está para esas glorias, y menos con Iberia allí, ojo avizor, con la carabina cargada; así que cogen, llegan, van, agarran y nos sientan en las partes nobles del salón, o séase, codo con codo con Sus Monarquías; y uno, que no tenía ni ganas de cenar, acaba bajándose las bragas y dejándose hacer, en parte por dar cuartelillo y conversación a don Pipe y doña Leti, que son muy chisposos, y en parte porque uno asunta que un miércoles de invierno, en los Madriles, a las veintiuna o’clock, o cenas o te cenan (que no sé qué coño quiere decir, pero se lo suelto a la Leti porque se desovaria con las ocurrencias de uno).

         Y ríe y ríe y ríe doña Leti, como una marquesa Eulalia que se hubiera quedado tísica de tanto como la ha estrechado, en lo umbrío del boscaje, su paje/poeta. Y don Pipe también hace como que ríe, pero uno nota que se va amoscando muy a lo borbónico, así como quien no quiere la cosa, pelín condescendiente y pelín celosillo, a juego con el cabreo creciente de aquí mi Iberia, también un poco Desdémona a lo castizo. Así que cambio de tercio y, entre burlas y veras, aprovechando el colegueo de colegio mayor que ha florecido aquella noche en esos nobles mantelones, le recuerdo a mi/nuestro Señor don Pipe que su augusto padre, con toda su campechanía a cuestas, todavía me debe unos cuantos kilógramos de euros que al parecer llevaba aparejados el regio galardón con el que su Abdicada Alteza me honró hace un par de años, discurso soporífero mediante. Y ahora vuelve a reír el Piponazo, como dando a entender que acusa el recibo y que, como ya somos troncos de barra de bar y ración de croquetas compartida, va a mover sus reales huevazos para agilizar que aflojen la guita en la mi alcancía, aunque mejor sería -apunta aquí mi Iberia, muy en su papel de tesorera doméstica-, que el parné, bien liadillo en un convoluto, nos lo acerque directamente a la dacha un motorista de esos de la guardia mora, más que nada por aquello de regatear con el amotillo al fisco. Pero a uno, que si algo le ha enseñado la edad provecta es a leer la verdad de las jetas a través del culo de cristal de los gin-tónics, se le hace un poco muy como que no… Y el caso es que a la mañana siguiente, vale decir ahora, mientras termino de erigir esta columna, ya bien aseadito, desayunado y con el pan traído, tengo puesto el oído al parche por aquello de que en cualquier momento puede timbrear un propio con el convoluto de los eurazos. Pero no, nasti de plasti: el convoluto sigue sin dejarse caer por la dacha, por mucho que se hayan desgüevado anoche, a costa de uno, sus Graciosas Monarquías. Lo cual que, o sea.


lunes, 15 de febrero de 2016

Las Pequeñas, de Jesús F. Arellano

Por Dativo Donate

 Al hablar de Las Pequeñas, ese librito prodigioso de Jesús F. Arellano, he visto que todos sus comentaristas concurren en los mismos aspectos. Obra de un artista secreto que jamás optó por la vía de los galeristas o las publicaciones. Obra casual, fruto de la estancia del autor en un hospital como consecuencia de un accidente de moto. Y obra precursora de las modernas novelas gráficas, pues su narración combina dibujos con texto sin que aquellos sirvan como ilustraciones, integrados de lleno en las historias que se cuentan a lo largo de un cuaderno de notas. Todo en época tan alejada y heroica como los años cincuenta.

Yo no quiero abundar en estos rasgos, ni tampoco en el aspecto entrañable y humorístico de la narración. Prefiero fijarme en un aspecto que no se suele destacar de este libro. Me refiero a su enigmática sencillez, a su espontaneidad aparente. Las Pequeñas es un libro que se lee y que se mira con gusto, con la sensación de hallarse ante un tesoro imprevisto que brota a pesar de la fiereza del tiempo. Editado como facsímil, se presenta además como mezcla de libro de notas vitales, de relatos autobiográficos, de dibujos limpísimos con elegancia maestra, manuscrito además con una rotulación coherente con la limpieza de los dibujos.

¿Puede la espontaneidad ser tan minuciosa? ¿Es posible que un libro tan elaborado como Las Pequeñas brote de un tirón, alla prima, en la exactitud de sus trazos y en el curso de su prosa?

Si nos atenemos al texto y lo desligamos del aspecto estético, en Las Pequeñas encontramos una sucesión de encuentros del narrador, que evoca su estupefacción infantil o adolescente ante diversas chicas que conoce en un momento u otro. Cada relato es modélico en su expresión, su progresión o su estructura. La distancia con la que se escribe permite al autor asombrarse ante la ingenuidad de la propia vivencia, y narrarla con humor. Se advierte desde el principio su voluntad de estilo, más allá del simple cuaderno de notas. La estructura de cada relato no revela el típico cansancio del escritor primerizo o su apresuramiento caprichoso. Es evidente que su autor debió de escribir muchas cosas antes, para adquirir el pulso necesario de su narración. Lo que me intriga es que el libro carezca de altibajos, y tenga tan pocos arrepentimientos o correcciones. Alguna palabrilla añadida sobre el renglón y muy poco más. Incluso algunas tildes descuidadas que faltan se han quedado como estaban, aunque el escritor tilde correctamente la misma palabra u otra similar un poco más adelante. Si empleó borradores aparte para construir sus relatos es imposible saberlo. En cualquier caso se advierte que los huecos para los dibujos y las manchas de texto se disponen con un equilibrio y compenetración sorprendentes.

Esta sería una explicación tranquilizadora, la preparación concienzuda del libro. Pero no es válida. Si uno se fija, se puede advertir una cierta progresión en el estilo literario y en el dibujo. En los dos primeros relatos el texto aparece con mayor independencia de los dibujos, y su letra aparece más apretada. Más adelante el artista cobra soltura, o descubre la posibilidad estética en la unión más estrecha de la palabra y la imagen. Así pues, el libro se va haciendo sobre la marcha, y el escritor y dibujante con él. Pronto encontramos un todo indisoluble, una identidad en los trazos, y una llamativa dualidad que no es ya la de texto e imagen. Digamos que la parte de la prosa se centra en la narración de los momentos, mientras que se confía a los dibujos el lirismo y la transmisión de emociones. No extraño que los dibujos de Las Pequeñas gusten especialmente a los dibujantes (el gran Max Capdevila, por ejemplo, ha declarado su admiración por el libro). Las soluciones que ofrecen, la descarada elegancia con la que condensan su expresividad, indican que el narrador narra al tiempo que el artista dibuja, y cada uno cuenta con el otro a la vez que se concentra en su tarea. Por ejemplo, en uno de los relatos se cuenta una anécdota de campamento. En vez de describir la palabra el espacio de la narración, irrumpe el dibujo para hacerlo. Vemos así todo un campamento con un personaje que lee una carta bajo un árbol, dibujados en todo su conjunto de uno o dos trazos, sin que el lápiz o la pluma se levanten apenas del papel. Por otra parte, los dibujos adquieren mayor seguridad conforme el libro se va componiendo. Es decir, se advierten los rastros de la elaboración manual y espontánea del libro a lo largo del mismo libro.

Que una cosa sea espontánea no quiere decir que sea descuidada o presurosa. Los dibujos eligen su apariencia más realista —o descriptiva— unas veces, mientras que otras prefieren la concisión simbólica. A mí me recuerdan estos últimos al vanguardismo del veintisiete, aquellos alegres dibujos de Lorca que ilustraban de vez en vez sus escritos; y al mismo tiempo su frescura no desentona en tiempos más modernos. Unos y otros mantienen una coherencia de estilo limpia y segura. El dibujo no ilustra el texto, sino que lo completa; todo es una misma cosa, y de ahí que se reclame este libro como antecedente dignísimo de la moderna novela gráfica. Con justicia y merecimiento.

Y de nuevo queda el enigma. ¿Cómo es posible semejante unidad y oficio, un libro tan acabado y a la vez tan espontáneo? Crearlo debió de requerir una concentración prodigiosa, una atención y una exigencia difíciles de entender para la finalidad que su autor buscaba, un simple divertimento privado. Su autor no tuvo siquiera la intención de publicarlo, nos dice Rubén Fernández Santos, hijo y editor de la obra de su padre, ya fallecido. Hubiera sido impensable en aquel tiempo. Y sin embargo, la exigencia de su obra gráfica y literaria supera con creces el mero entretenimiento en el hospital.


Por encima de todo, Las Pequeñas es una lección para cualquier artista, sea escritor o dibujante. Nos enseña que, por encima de todo y al margen de su difusión, el artista debe amar sin reservas aquello que crea, y darle forma de la mejor manera posible. El artista debe serlo en todo momento, para exigirse lo mejor que tiene y sin importar que su creación se venda o no se venda, se publique o se quede para disfrute de los cercanos, o para sí mismo. Esta son, para mí, las grandes enseñanzas de Las Pequeñas. La humildad y la exigencia como necesarias compañeras de todo artista.

lunes, 8 de febrero de 2016

Necroilógicas - Adolfo M. Martínez

Este pasado viernes murió en su casa de Villaescusa de Haro Adolfo M. Martínez, de cuya vida y obra nos hemos ocupado en varias entradas de este blog. Ya llevaba años luchando contra un cáncer, enfermedad que si bien le mermaba el físico, no parecía hacerle mella en su constante búsqueda de nuevos proyectos, entre los que mucho contaba la escritura.

Gracias sobre todo a la iniciativa y el trabajo del discreto Félix Dativo, La sequía, última novela de Adolfo Martínez -a la que se unieron fotografías y varios textos de amigos que glosan su vida y su obra- pudo ser compuesta en un tiempo récord. Se tenía previsto la presentación el próximo martes día 9 de febrero en Villaescusa, con la asistencia del propio autor. La muerte, sin embargo, decidió adelantarse. Nos queda el consuelo de que Adolfo vio crecer el libro, comentar y resolver con Félix algunas dudas del texto, ver la portada y disfrutar de la lectura de los textos que le dedicaban sus discretos amigos.


Como mejor homenaje a lo que fue su vida y su obra os ofrecemos este vídeo, que compuso y editó el discreto Tamarán Junco, a raíz de la entrevista realizada por Almudena Moreno y acompañado de la música del maestro discreto Pedro Mariné.


Al hilo de la lectura de Tiempos de hielo de Fred Vargas


Por Santiago López Navia

Aunque la aprecio mucho, no puedo presumir de ser un gran lector de novela negra y policíaca. En estos últimos años destaco entre mis lecturas de este tipo La rubia de ojos negros, de Benjamin Black (el alter ego literario de John Banville para su producción de  novelas policíacas) y Una verdad delicada de John Le Carré, pero sobre todo destaco a Fred Vargas, por la que siento una especial debilidad y de la que he leído unos cuantos títulos de sus historias protagonizadas por el comisario Jean-Baptiste Adamsberg. La última de ellas es Tiempos de hielo (Madrid, Siruela, 2015). Por preferencias personales suelo leer a Fred Vargas en verano (igual que Bukowski), pero las resonancias invernales de esta última novela me han invitado a leerla precisamente en enero.

         Las dos principales razones por las que admiro las novelas policíacas de Fred Vargas (seudónimo masculino de Frédérique Audoin-Rouzeau, verdadero nombre de la escritora) son sus personajes, construidos con una gran originalidad, y la elaborada trama cultural de sus historias. Por lo que respecta a los personajes, me parece muy atractivo el universo de la brigada parisién sujeta al mando del comisario Adamsberg. Son especialmente singulares el comandante Danglard, impenitente bebedor de vino blanco que atesora conocimientos verdaderamente enciclopédicos que suelen resultar de una enorme utilidad en las investigaciones del equipo; la formidable teniente Retancourt, cuya fortaleza física es tan reseñable como su sentido de la lealtad; el hipersomníaco Mercadet, sujeto a ciclos de sueño de tres horas cuyo trastorno está protegido por toda la brigada y que duerme con frecuencia en el mismo cuarto en el que se aloja la Bola, un enorme e indolente gato que debe ser transportado a lugares diferentes para dormir y para comer, y que además necesita comer acompañado. Fuera del pequeño mundo de la comisaría resulta entrañable el viejo Lucio, vecino de Adamsberg, español exiliado y veterano de guerra, manco de un brazo que le pica permanentemente y compañero de confidencias e intuiciones del comisario.

         El comisario Adamsberg merece especial atención por muchas razones: por su imbatible sensibilidad ante la naturaleza, fruto de su origen pirenaico; por sus ritmos imprevisibles, orientados casi siempre por una morosidad que muchas veces desespera a su equipo, que no obstante le admira y respeta; por su rara capacidad de perderse en ensoñaciones –“paleador de nubes” lo llama el narrador en alguna novela anterior–, unas veces en el transcurso de una caminata y otras en su facilidad para el dibujo, de las que siempre acaba extrayendo detalles determinantes para sus investigaciones, y por su asendereada vida sentimental a la que en las últimas novelas se suma la recuperación de su hijo Zerk, que vive con él y que supone un cierto equilibrio en su soledad.

         En cuanto a la elaboración cultural de sus tramas, basta poner como ejemplo Tiempos de hielo, en la que el lector asistirá entusiasmado a una logradísima recreación de la asamblea revolucionaria animada por personas de nuestros días que asumen los papeles de Robespierre, Danton, Desmoulins y el verdugo Sanson. Guiados por ellos, entre otros muchos, reviviremos las peripecias de la Revolución Francesa mezclándolas con una cadena de crímenes que se remontan a una dramática excursión en la isla de Grimsey, en Islandia. Entre unas cosas y otras, la lectura de las novelas policíacas de Vargas es una verdadera delicia en la que el lector aprende, y no poco, y en esto se ve la sólida formación académica de la autora, arquéologa e historiadora. Una sugerencia muy recomendable para cualquier lector, aficionado o no a la novela policíaca, que encontrará en Fred Vargas pistas muy valiosas para el disfrute y el enriquecimiento cultural.
         

lunes, 1 de febrero de 2016

Más allá de fronteras con Vladimir Ashkenazy


Por Luis Junco

Hace unos meses, en el Auditorio Nacional, tuvimos la suerte de asistir a un concierto memorable. No solo porque el programa era muy atractivo –la obertura Romeo y Julieta de Tchaikovsky, el Concierto para violonchelo en do mayor de Haydn, y La Sinfonía número 8 de Dvorak–, sino porque la dirección de la Orquesta Nacional estuvo a cargo de Vladimir Ashkenazy, un hombre de 78 años pero de una jovialidad y luminosidad excepcionales. Estábamos habituados a escuchar sus grabaciones e interpretaciones de piano, pero nada como director de orquesta y nunca le habíamos visto en persona.

Me sorprendió su aspecto, de cuerpo pequeño y compacto, y en contraste, unas manos grandes y robustas. Más que un afamado pianista me pareció un campesino vestido de domingo. Una impresión que se reforzó con su dirección de la obertura de Tchaikovsky: frente a los músicos de la orquesta, aquel hombre actuaba como el empecinado agricultor que escarbaba en una tierra invisible para nosotros y acababa sacando de ella unos frutos sorprendentes: notas, acordes, una música llena de tonalidades y emociones insospechadas. Con la sinfonía de Dvorak se transformó de nuevo, y esta vez fue un boxeador del peso pluma que se fajaba con un resistente y sabio adversario que sabía esquivar sus golpes y preservar celosamente lo que guardaba en su interior. Hasta que el entusiasmo y virtuosismo conseguían abrir brecha en la cerrada defensa y cada certero golpe se convertía en una variación de aquella conocida sinfonía que a mí me pareció nueva. Estas dos imágenes de Ashkenazy –agricultor y boxeador– se me han quedado de su actuación magnífica, junto con las constantes señales de ánimo y complicidad a unos músicos que seguramente fueron conscientes de superar en su interpretación aquello de lo que se sentían capaces.

Después de aquel concierto volví a escuchar nuevas grabaciones de Ashkenazy y a indagar en su vida, y descubrí que en 1983 había escrito, junto con Jasper Parrott, su mentor y mánager durante mucho tiempo, un libro biográfico que se titulaba Beyond Frontiers. Conseguí un ejemplar retirado de una biblioteca del condado de Essex, y este es mi brevísimo (y muy incompleto) resumen de la lectura.

Lo que resulta interesante del libro no es solo el compendio de los principales hitos biográficos de los primeros 46 años de la vida de Ashkenazy, sino las reflexiones, opiniones y datos que se van desgranando al hilo de la narración de cada uno de ellos y que acaban por conformar un rico mosaico en el que la música es el principal tejido. Así, por ejemplo, después de saber que su padre, David Ashkenazy, aprendió piano de manera autodidacta y se convirtió en un destacado improvisador del instrumento en gira por toda Rusia, y que su abuelo materno fue reconocido violinista, resulta inevitable cuestionarse qué de la vocación del joven Ashkenazy procede del entorno cultural y qué proviene de una estructura cerebral determinada. Y más al leer la siguiente reflexión del propio músico:

 Me hice muy rápidamente y naturalmente al piano y a la música; una vez mi primer profesor me explicó cómo leer música, cómo funcionaba eso de los puntos y las líneas, y empecé a leer muy rápidamente, con una facilidad inusual. En ese momento tenía seis años. Aprendí tan rápido, que una vez que había empezado era como si algo que ya llevaba dentro funcionara sin necesidad de aprenderlo. Esto también con la parte teórica de la música, incluyendo la armonía, solfeo, etc. Solo necesitaba que las primeras pistas me pusieran en el camino correcto, lo siguiente parecía cosa de una segunda naturaleza.

Y teniendo en cuenta de que más de la mitad de esos años de la biografía se desarrollan en una Unión Soviética gobernada primero bajo el férreo puño de Stalin y luego por Kruschev en plena guerra fría, en el relato de esa parte de la vida de Ashkenazy la música y la política aparecen inextricablemente unidas. De su cuidada y completa formación en el Conservatorio de Moscú y primeros éxitos como pianista, elijo esta opinión:

 El Partido es una masa anónima de gente que no sabe casi nada sobre música -ellos exigen una victoria colectiva. Como consecuencia, los profesionales, al estar subordinados al Partido, desarrollan un particular actitud basada en logros y éxitos. En otras palabras, si eres un intérprete musical y ganas premios en competiciones, es la manera de mostrar al Partido que tienes éxito en la causa colectiva. Para ganar, tienes que ser extremadamente eficiente técnicamente y desarrollar de esta manera un brillante estilo de interpretación. El hecho de que haya tantos intérpretes de música soviéticos, se debe a esta particularidad del sistema soviético. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con el deporte. El sistema alienta el hecho de que si en ti hay una particularidad extraordinaria de este tipo, se te permitirá desarrollarla para el bien del estado. Pero cuando sale a relucir algo trascendental en el plano más espiritual que material, entonces el estado no hace nada por ti -al contrario, intentará de eliminar cualquier pensamiento individualista. El sistema está equilibrado para producir formidables intérpretes, brillantemente entrenados y técnicamente formados, pero al mismo tiempo funciona contra todo aquello que suponga alimentar cualquier creatividad especial en esos mismos artistas.

Y cuando los éxitos en los concursos internacionales de piano le aúpan a un estado de privilegio, Ashkenazy se ve obligado a unas extrañas contrapartidas para mantenerlo: la indispensable compañía en los viajes al extranjero de un especie agente cultural que en realidad actuaba como controlador y chivato del Ministerio de Cultura, la imposición de un obligado repertorio en esas giras que siempre debía incluir compositores rusos, la censura a la interpretación y composición de música considerada degradante. (A este respecto se nos cuenta cómo Shostakóvich, cuestionado por el tipo de música que componía, no halla otra salida para desvanecer dudas y seguir con sus creaciones que afiliarse al Partido.) Y casi como una caricatura se lee el reclutamiento de Ashkenazy por la KGB a finales de los años 50 y alguna de las misiones que se le encomiendan. Por ejemplo, en plena campaña contra la homosexualidad, la pretensión de que Ashkenazy ejerciera de alcahuete entre un pianista francés homosexual que estudiaba en el conservatorio y otro pianista ruso para chantajear al primero y obtener información de la embajada francesa.


Entre los competidores del concurso Tchaikovsky del año 1958 había una joven y talentosa pianista islandesa, Thorunn Johannsdottir (Dody), cuya admiración por los virtuosos Sviatoslav Richter y Emile Guilels y en general por la enseñanza pianística en Rusia le llevan a estudiar en el Conservatorio de Moscú. Ashkenazy se convierte en su guía y amigo y en 1960 acaba casándose con ella. En el arrebato de enamoramiento tanto del pianista ruso como de la nación que entonces admiraba, Dody decide pedir la nacionalidad soviética (comprensible en ella, pero para nada en Ashkenazy, que ya tenía la suficiente experiencia de cómo se las gastaba el sistema soviético). Con el nacimiento del primer hijo del matrimonio y las trabas de las autoridades soviéticas para viajar a Londres, en donde vivían los padres de Dody, se produce la “caída del caballo” de Dody. Desde entonces sus desengaños vienen en paralelo con la desconfianza de los burócratas soviéticos y las dificultades crecientes para que acompañe a su marido en los compromisos internacionales de Ashkenazy. Hasta que en 1963, en un episodio que tiene todas las trazas de una huida de la Unión Soviética (aunque Kruschev lo presenta como un acuerdo con el pianista para que él y su familia puedan viajar libremente fuera de la Unión Soviética y volver a ella cuando quisiera), Askenazy y Dody con sus hijos vuelan a Londres y allí se establecen.

Particularmente me parecieron muy interesantes las reflexiones de Ashkenazy sobre esta nueva etapa en el supuesto “mundo libre”. Como él mismo dice, en el paso de un sistema burocrático, en el que en cierta manera él era un privilegiado, a otro en el que predominaban el interés personal, la competitividad y el consumo, la mezcla de astucia e ingenuidad del artista ruso para lidiar con el régimen soviético ya no valen. Es un nuevo mundo en el que “uno de los principales problemas es saber a quien creer”. Muchos de esos artistas emigrados rusos caen, cuando no en el engaño, en la codicia, en el consumo fácil y en la pérdida de la necesaria independencia y rigor indispensables en un artista.

Después de Londres, la familia Ashkenazy se marcha a vivir a Islandia, país de origen de Dody, y durante años se establecen en Reykiavik, en donde el pianista colabora con la Orquesta Sinfónica de Islandia y comienza su trabajo como director de orquesta. Pero los numerosos compromisos internacionales de Ashkenazy y la dificultad en las comunicaciones con Islandia les llevan a trasladarse a Lucerna (Suiza), en donde siguen residiendo.

Como resumen, decir que en mi opinión se trata de un estupendo libro en el que, además de lo poco reseñado, cualquier interesado en la música podrá hallar originales juicios sobre las principales composiciones que, con la pasión que tuve la suerte de presenciar en el Auditorio Nacional, sigue interpretando Vladimir Ashkenazy.