miércoles, 29 de junio de 2016

Viaje al archipiélago malayo, de Alfred Russell Wallace

Por Emilio Gavilanes

Algunas de las mejores narraciones del siglo XIX son libros de viajes. Estoy pensando en los libros del capitán Burton, en los Viajes con una burra, de Stevenson (uno de los libros con más encanto de la historia de la literatura), en los magníficos Eothen, de William Alexander Kinglake, y Dos años al pie del mástil, de Richard Dana, o en el extraordinario Viaje de un naturalista alrededor del mundo, de Darwin. El de Wallace es otro de ellos.
Este Wallace se ve que debía de ser un alma cándida. A lo largo de sus viajes por Oriente reunió una serie de observaciones que le llevaron a formular una teoría que explicaba la diversidad de las especies mediante un mecanismo de transformación por adaptación al medio por parte de los individuos más aptos. Y cuando se dispuso a publicar sus ideas le dijeron que otro biólogo había llegado a ideas parecidas y le pidieron que esperara a que ese biólogo escribiera su teoría para que los dos las publicaran a la vez. ¡Y Wallace esperó! El otro biólogo era Darwin. El bueno de Wallace incluso reconoció que Darwin tenía más trabajada la teoría. ¿Quién sabe hoy que Wallace fue uno de los padres del evolucionismo?
Hay que empezar diciendo que este no es el libro en el que expone su teoría. Aquí no hay rastros de ella. Lo que hay es una serie de observaciones referidas al mundo natural contadas con tal maestría e interés que el lector cae bajo su hechizo desde los primeros párrafos. Empieza relatando un episodio de caza de un orangután que resulta especialmente emocionante, quizá porque el protagonista es uno de los grandes monos antropoides, casi un pariente humano. Es un pasaje desagradable. Y ese desagrado se va convirtiendo en espanto y asco a medida que avanza y el autor insiste durante páginas y páginas contando todos los orangutanes que va abatiendo (uno se llega a preguntar si no estará acabando con la especie). Muchas son muertes brutales, después de alcanzarlos con varios disparos. Los mata, les quita la piel y limpia los huesos, para mandar todo ello a museos ingleses. Qué triste. Cuenta cómo cuida a una cría que queda huérfana tras matarle a la madre. A la cría, a falta de leche, que no consume la gente de los alrededores, le da agua de cocer arroz mezclada con agua de coco y le hace un maniquí con piel de búfalo para que parezca la madre, pero la cría trata de mamar y casi se ahoga con los pelos. Entonces la cría, con toda su inocencia busca refugio junto a Wallace, el asesino de su madre. Varias veces el cadáver de algún orangután queda enganchado en lo alto de un árbol. Semanas después hay una nube de moscas sobre los restos. Meses después no hay nada. Lo bajan y la piel está casi entera. Dentro está el esqueleto, limpio. Wallace lleva un barril con líquido para conservar. En los poblados mete en él culebras y lagartos, que cuelgan muertos por el borde, esperando que los indígenas comprendan que aquello no es agua. Aun así la gente bebe del líquido. Pero no solo pasan necesidades los humanos. Cuando Wallace limpia pieles y esqueletos, los perros le acechan. A veces consiguen apartar grandes piedras que tapan los peroles en los que hierven los huesos. O se le comen las botas. Estas páginas son más de cazador que de biólogo. Aunque a veces hace observaciones de naturalista. Por ejemplo, dice que las hembras de orangután arrojan ramas desde lo alto, quizá para defender a sus crías, y que los machos no se sienten en la necesidad de hacerlo, quizá porque confían en su fuerza.
En un hábitat con tantos peligros la molestia más grande la producían unas hormigas pequeñas que lo invadían todo. Hicieron nido en su cabaña, se subían a su mesa de trabajo, le robaban los insectos de su colección (se los arrancaban de las cartulinas en la que los había pegado), se le subían a las manos y desde ahí a la cara, se le metían entre la barba y entre el cabello, por las noches trepaban a él y se veía obligado a desnudarse y a sumergirse en agua. Y le martirizan las moscas, que continuamente ponían huevos en las pieles de animales que tenía puestas a secar, en las plumas de las aves desolladas.

Durante la lectura del libro se produjo algo muy curioso. De pronto sentí que en las páginas por las que tenía abierto el libro había una serpiente al acecho. Y en esa misma página Wallace cuenta que siente la presencia de una serpiente y la descubre enroscada en el techo de la cabaña en la que ha pasado la noche. Siente la presencia en la cabaña como yo la he sentido en el libro. Es una pitón que acaba matando un indígena cogiéndola por la cola y golpeándola contra un tronco hasta que le rompe la columna vertebral

Una vez le traen un ave del paraíso y se asombra de su belleza, que ningún occidental ha podido ver completa como él. Y se asombra de que los indígenas no lo vean hermoso, por común. Dice: Cuántas generaciones de este animal habrán pasado sin que su belleza sea apreciada, tanta belleza prodigada en vano. Pero eso sigue pasando en todo el mundo; acaso en nuestras mismas calles. ¿Qué diría de un fenómeno tan extraordinario como la lluvia alguien que nunca hubiese visto llover?

Les desafío a abrir este libro por cualquier página y encontrar un párrafo que no capte enseguida su atención.



viernes, 24 de junio de 2016

Marcel Proust y la resurrección del recuerdo

Por Luis Junco

En un artículo que escribió en agosto de 1904 en Le Figaro, Marcel Proust nos habla de la resurrección del recuerdo, sobre lo que más tarde volverá a escribir en su obra más celebrada, En busca del tiempo perdido, y en particular en el bien conocido episodio de la magdalena.

Transcribo algunos párrafos del artículo.

En realidad, como ocurre con las almas de los difuntos en ciertas leyendas populares, cada hora de nuestra vida se encarna y se oculta en cuanto muere en algún objeto material. Queda cautiva, cautiva para siempre, a menos que encontremos el objeto. Por él la reconocemos, la invocamos, y se libera. El objeto -o la sensación, ya que todo objeto es en relación a nosotros sensación- muy bien puede ocurrir que no lo encontremos jamás. Y así es como existen horas de nuestra vida que nunca resucitarán. Y es que ese objeto es tan pequeño, está tan perdido en el mundo, que hay muy pocas oportunidades de que se cruce en nuestro camino. Hay una casa de campo en donde he pasado varios veranos de mi vida. He pensado en aquellos veranos, pero no eran ellos. Había grandes posibilidades de que quedaran muertos para siempre para mí. Su resurrección ha dependido, como todas las resurrecciones, del azar. La otra tarde cuando volví helado por la nieve y no me podía calentar, habiéndome puesto a leer en mi habitación bajo la lámpara, mi vieja cocinera me propuso hacerme una taza de té, en contra de mi costumbre. Y la casualidad quiso que me trajera algunas rebanadas de pan tostado. Mojé el pan tostado en la taza de té, y en el instante en que llevé el pan tostado a mi boca y cuando sentí en mi paladar la sensación de su reblandecimiento cargada de un sabor a té, sufrí un estremecimiento, olor a geranios, a naranjos, una sensación de extraordinaria claridad, de dicha; permanecí inmóvil, temiendo que un solo movimiento interrumpiera lo que estaba pasando en mí y que yo no comprendía, aferrándome en todo momento a aquel pedazo de pan mojado que parecía provocar tantas maravillas, cuando de pronto cedieron, rotas, las barreras de mi memoria, y los veranos que pasé en la casa de campo que he dicho irrumpieron en mi conciencia, con sus mañanas, trayendo consigo el desfile, la carga de las horas felices. Entonces me acordé: todos los días, cuando vestido bajaba a la habitación de mi abuelo que acababa de despertarse y tomaba su té. Mojaba un bizcocho y me lo daba a comer. Y cuando hubieron pasado aquellos veranos, la sensación del bizcocho reblandecido en el té fue uno de los refugios en donde habían ido a acurrucarse las horas muertas -muertas para la inteligencia- y en donde sin duda no las habría hallado nunca si esta tarde de invierno, cuando helado de la nieve, mi cocinera no me hubiera ofrecido la bebida a que estaba ligada la resurrección, en virtud de un pacto mágico que yo desconocía.

Cómo me ha gustado siempre esta narración de Proust, no solo por su carga expresiva y poética, sino por compartir con él unos sentimientos que en mayor o menor medida todos hemos experimentado alguna vez.  Sin embargo, nunca me conformé con que esa resurrección de las horas pasadas estuvieran "muertas para la inteligencia", que ese "pacto mágico" que las ligaba a los objetos no pudiera ser explicado alguna vez.


Hoy, poco más de cien años después de que el escritor escribiera aquellas palabras, los estudios del cerebro humano han ido desvelando los misterios:

Para almacenar las memorias a largo plazo, la información debe pasar primero por el hipocampo, en donde es troceada según diferentes categorías. En lugar de ser almacenadas en una determinada zona del cerebro, como en una cinta magnética o en un disco duro, el hipocampo dirige los fragmentos a los distintos córtexs. Por ejemplo, las memorias emocionales se almacenan en la amígdala, mientras que las palabras se guardan en el lóbulo temporal. Al mismo tiempo, colores y otra información visual se recogen en el lóbulo occipital, y lo concerniente al sentido del tacto y movimiento acaban en el lóbulo parietal. Hasta el momento, se han identificado más de veinte categorías de memorias que son almacenadas en diferentes partes del cerebro, incluyendo frutas y vegetales, plantas, animales, partes del cuerpo, colores, números, letras, pronombres, verbos, nombres propios, caras, expresiones faciales, y varias emociones y sonidos.  Una simple memoria -por ejemplo, un paseo por el parque- supone una información que es troceada y almacenada en varias regiones del cerebro; pero liberar solo un aspecto de la memoria (por ejemplo, el olor de la hierba recién cortada) puede de pronto hacer que el cerebro se precipite a juntar todos esos trozos separados y a restablecer el recuerdo inicial en su conjunto.


Y si todo esto ha podido descubrirse con bastante claridad, el mecanismo específico por el que el cerebro consigue unir todos esos fragmentos separados y resucitar el recuerdo concreto sigue sin conocerse exactamente, entre otras cosas debido al carácter tan personal de nuestras experiencias y memorias. Una de las explicaciones que parece aproximarse más a la realidad está ligada con las ondas electromagnéticas que se generan con cada categoría de la memoria. Cada fragmento de un recuerdo puede vibrar en una determinada frecuencia y almacenarse según esa pauta. Cada uno está ligado con todos los demás de esa manera. Recuperar el recuerdo completo sería como sintonizar una emisora de radio que emite en una específica frecuencia. (La sensación del pan mojado en té le llevó a Proust a recuperar los recuerdos de infancia en aquella casa de campo; el paso sobre una baldosa vacilante en París, a volver en el recuerdo a aquel viaje a Venecia; el sabor de la magdalena, a resucitar los tiempos infantiles en la casa de la tía Leoncia.)


Llegados a este punto cabría preguntarse si el nuevo conocimiento del cerebro y la explicación científica sobre cómo resucitan los recuerdos restan encanto y poesía a la narración de Marcel Proust. Por lo que a mí respecta, declaro que en absoluto. Es más: ese nuevo conocimiento que proporciona la ciencia me produce si cabe más asombro y abre la puerta a nuevos e interesantes misterios sobre lo que sea ese prodigio evolutivo que es el cerebro humano.

lunes, 20 de junio de 2016

Los otros clásicos XLV - Jerónimo de Barrionuevo y Peralta (1587 - ¿1671?)


Por José Ramón Fernández de Cano

El desempeño de Marchante con “devoto” o “galán de mojas” (vid. entrada anterior) me ha traído a la memoria esta procacidad con estrambote del granadino Jerónimo de Barrionuevo, autor sobradamente conocido por sus extraordinarios Avisos -que le convirtieron en “el mejor representante del periodismo del siglo XVII”, según Paz y Meliá-, pero harto desatendido en su condición de poeta. Hombre de armas en su juventud, tras haber visto morir a sus hermanos Francisco y Rodrigo en la cruenta primera jornada de los Quérquenes trocó la armadura por la sotana e, instalado en un lúcido desengaño del mundo, se consagró a la redacción de comedias insubstanciales y versos de muy variada índole. Para regocijo del lector travieso, yo mismo exhumé, hace ya un cuarto de siglo, algunos de sus poemas más deslenguados, que yacían inéditos en los sótanos de la Biblioteca Nacional; en ellos, Barrionuevo se ocupa de asuntos tan desconcertantes como el “examen de impotencia de una señora casada” (“En el pleito que trata a cierta dama”) o esta insana curiosidad monjil, resuelta con desahogo por su devoto merced al alcance metafórico del “alambique” y los “agallones” (“cuentas o bolas del rosario”).


XLV.- Jerónimo de Barrionuevo y Peralta (1587-¿1671?)

Preguntole una monja a su devoto
la cosa de este mundo más suave,
si era animal, por dicha, pez o ave,
pues en todo tenía tan buen voto.
El otro, que había sido gran piloto
sin respetar galera, barco o nave,
le respondió: -Un compuesto de jarabe
que llaman las casadas meliloto.
Aquesta confección alambicada,
destilada de cosas muy curiosas,
la vida suele dar en ocasiones;
y por el alambique destilada,
hace grande provecho a las hermosas,
a fuego lento siempre de agallones.
Esto, con mil razones,
Ovidio De Arti Amandi lo declara,
y que a las damas hace linda cara.

miércoles, 15 de junio de 2016

Nocturnario (101 imágenes y 101 escrituras)

Por Emilio Gavilanes

El viernes 3 de junio, en Casa de América, José María Merino, Rosa Montero y Ángel Olgoso, entre otros, presentaron el libro colectivo Nocturnario, en el que 101 autores han escrito un texto (narrativo, poético, ensayístico…) que ilustra alguno de los 101 collages del propio Ángel Olgoso que recoge el libro, una edición preciosa, “de bibliófilo”, como dijo Merino. Al final del acto se dio la oportunidad a los autores presentes de que salieran a leer sus textos. Cuando ya parecía que no quería salir nadie más, se levantó Juan Pedro Aparicio y dijo que él quería leer uno que no era suyo, el de Marina Mayoral, porque era el que más le había gustado (gesto generoso poco frecuente en el mundo literario). Entonces Merino le dijo que no hacía falta, porque Marina Mayoral estaba en la sala. “Ah, pues que lo lea ella”, dijo Aparicio, que se apartó. Marina Mayoral salió y explicó que en el collage que a ella le había tocado se veía a una mujer rodeada de cerdos, y contó que la imagen le había recordado el episodio de Circe y los cerdos, de la Odisea. Y entonces leyó un texto, breve, como todos los del libro, en el que contaba un recuerdo de infancia. Decía que cuando llegaba la época de la matanza lo que más la perturbaba era la participación activa de las mujeres de la aldea en una operación tan brutal. Recordaba que un año su madre, una mujer muy guapa y delicada, abrió la cochiquera y llamó al cerdo, que acudió confiado porque durante todo el año ella le había cuidado y dado de comer. El cerdo, sin oponer resistencia, caminó junto a ella, que de vez en cuando le palmeaba el lomo para infundirle confianza, y cuando llegaron al lugar del sacrificio ella lo acarició a manera de despedida. A la niña Marina aquello le pareció un engaño al pobre animal, una traición injustificable. Pero la Marina adulta había reflexionado y encontraba que aquellas caricias últimas habían ayudado al animal a entrar en la muerte sin angustia. Marina Mayoral había encontrado una razón para reconciliarse con aquel  recuerdo de su madre. El texto es realmente emotivo.


Pero hay algo en lo que quizá Marina Mayoral no haya reparado, algo que da a ese episodio una dimensión mítica creo que más profunda. Y no repara en ello porque asocia el collage al episodio de Circe y los cerdos, en el que la maga Circe transforma en cerdos a los hombres de Ulises. Por ello Marina Mayoral asocia, aunque no lo diga, su recuerdo del cerdo de la matanza a un macho. Muy poca gente es consciente de que casi todos los animales adultos que hay en un pueblo son hembras (gallinas, ovejas, cabras, vacas…). Los machos se venden siendo crías, pues lo realmente rentable es la hembra, que puede parir, traer al mundo nuevos animales, nuevas fuentes de ingresos. En el caso de los cerdos, si se sacrifica alguno siendo cría se va a elegir a un macho. De tal manera que a la matanza siempre llegan más hembras. Incluso los machos que lo hacen son un poco hembras, pues se les capa desde muy pronto. Es decir, los cerdos que participan en la matanza son, míticamente, representantes de la diosa. Desde este punto de vista, la matanza es una operación mágica de la que depende la supervivencia de la comunidad. No hay crueldad. Es una ceremonia amorosa, muy femenina. La sacerdotisa de la diosa lleva a uno de sus heraldos, que ha aceptado mansamente su sacrificio, que debe dar su vida para que el mundo no desaparezca, para la pervivencia de la vida.

Varios autores Nocturnario (Granada: Editorial Nazarí, 2016)