jueves, 20 de diciembre de 2012

De cómo el rey Philip sobrevivió al ataque de los vikingos (2)




Por Javier Guzmán

  Chandler, y su por tantos motivos compadre Dashiell Hamett, parten de cero. Ellos serán los responsables de fijar los cánones clásicos de la novela negra. Su primera obra, El sueño eterno, publicada a los 51 años, sigue siendo un referente. En ella nace su personaje clave, Philip Marlow, en todos los sentidos el hombre que nunca pudo ser su autor. (En realidad, había brujuleado por algunos relatos cortos, pero el parto con sangre fue ahí.) En él se refleja hasta fundir las dos personalidades, autor y personaje, en una sola. Marlowe nace a los 33 años, la edad de Cristo, con este impagable inicio de novela:
            Eran cerca de las once de la mañana, a mediados de octubre. El sol no brillaba y en la claridad de las faldas de las colinas se apreciaba un aspecto lluvioso. Vestí mi traje azul oscuro, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color adornados con ribetes azul oscuro. Estaba aseado, limpio, afeitado y sereno y no me importaba que se notase. Era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a visitar cuatro millones de dólares.
  Todas las características de la novela negra posterior ya están en ésta. Apenas unos párrafos después, el jovial detective retrata el lugar donde se deshilachan los cuatro millones de dólares:
            Aquí realmente hacía calor. El aire era espeso, húmedo, cargado de vapor e impregnado del perfume empalagoso de las orquídeas tropicales. Las paredes de vidrio y el techo estaban saturados de vapor y grandes gotas de agua salpicaban las plantas. La luz tenía un color verdoso irreal como la filtrada a través de las paredes de un acuario. Las plantas llenaban el lugar formando un bosque con feas hojas carnosas y tallos como los dedos de los cadáveres recién lavados. Su perfume era tan irresistible como el alcohol hirviente debajo de una manta.
   Y al hombre que tenía esos cuatro millones de dólares:
            Sobre un espacio de baldosas hexagonales se había extendido un tapiz turco y sobre el tapiz una silla de ruedas y sobre la silla un anciano, visiblemente moribundo, nos miraba con ojos negros en los que el fuego había muerto hace mucho tiempo, aunque conservaban algo de los ojos del retrato que se hallaba colgado encima de la chimenea del recibidor. El resto de su rostro era una máscara de cuero, labios sin sangre, nariz puntiaguda, sienes hundidas y los lóbulos de las orejas curvados hacia fuera anunciando su próximo fin. El cuerpo, largo y estrecho, estaba envuelto, a pesar de aquel calor de sofoco, en una manta de viajes y un albornoz rojo descolorido. Las delgadas manos, semejantes a garras, descansaban mansamente en la manta de lunares rojos. Algunos mechones de cabello blanco pajizo le colgaban del cuello cabelludo como flores silvestres luchando por la vida sobre la roca pelada.
   O su cínica visión del progreso humano:
            ¡Quédate quieto o te vuelvo a dar! No te muevas y contén la respiración hasta que no puedas más. Entonces te dices a ti mismo que tienes que respirar, que tienes la cara negra, que los ojos se te salen de las órbitas y que vas a respirar enseguida, pero que estás amarrado a la silla en esta linda y limpia cámara de gas de San Quintín y que cuando tomes esa bocanada de aire que has luchado con todas tus fuerzas por no tomar, no será aire lo que aspires sino vapores de cianuro. Eso es lo que ahora llaman ejecución humanitaria en este estado.
   El éxito de la novela fue inmediato. Howard Hawks la llevó al cine, con Humphrey Bogart y Lauren Bacall, y el amor surgió con tal virulencia que su pasión se desparrama por la pantalla. La película es un clásico… pese a haber traicionado la novela, ejemplo impagable de cómo un arte, el cine, se nutre de la literatura para, a veces, transformarla en otro lenguaje sobre sus ruinas. Chandler no participó en el guión, no se sabe si enfurruñado por lo que se estaba haciendo o por encontrarse borracho como una cuba antes durante y después del rodaje. Ya es hora de decirlo, Raymond Chandler es otro de esos escritores que se bebían hasta el rocío de las rosas de Escocia. (Y eso sí es, a todas luces, una destilada influencia Allanpoética.) En su ausencia, colaboró en el guión William Faulkner, otro santo bebedor de fondo.
   Doce años después, Philip Marlowe se desvanece con apenas cuarenta y cinco años, no sin antes haber creado un arquetipo a través de siete novelas ejemplares y una absoluta obra maestra, El largo adiós.
   Le cedo la palabra a Carlos Fuentes que en esto de los escribidores algo sabe. Lo publicó en El País, y cito de memoria. Viene a lamentarse de la injusticia histórica consistente en considerar a Chandler un extraordinario autor de novelas policíacas… y nada más. Para Fuentes, Chandler es un egregio exponente de la Generación Perdida, The Lost Generation, junto a Dos Passos, Faulkner, Scott Fitzgerald, Hemmingway o John Steinbeck. Apunta que su literatura es un fresco abierto de la sociedad y el tiempo que le ha tocado vivir, menos presuntuosa y de lectura más amena, novelas ya sin inocencia, sin ilusiones respecto a la sociedad norteamericana. Y sitúa El largo adiós a la altura de Manhattan Transfer, El Gran Gatsby o Al este del Edén. Por supuesto, superior a cualquier novela de Hemmingway, aunque equiparable a los mejores de sus extraordinarios relatos cortos.
   Su narrativa marca un antes y un después en el género y su influencia es visible en toda la novela negra posterior hasta nuestros días.
   Hasta ahí Carlos Fuentes.
   Su influencia, abundo yo, es rastreable hasta ahora mismo. Philip Kerr, el de La trilogía de Berlín, o Dennis Lehane, el de Mystic River o Shutter Island (su primera obra, Un trago antes de la guerra, es un homenaje tan transparente que parece plagio), son dos luminosos ejemplos de obra sólida y actual. O, por movernos en un universo más cercano, la última novela de José María Guelbenzú, premio Torrente Ballester 2010, se llama El hermano pequeño, título muy aproximado a La hermana pequeña, The Little Sister, 1949, quinta novela de la saga Chandler/Marlowe. Guelbenzu ha creado una serie de novelas “criminológicas” protagonizadas por Mariana de Marco, que no es detective sino juez, interesante variante. Un escritor de la talla de Guelbenzu no puede haber elegido ese nombre por azar. Es, desde el título, un claro reconocimiento al maestro. No sigo por no apabullar.
   Ante estas realidades tan poco cuestionables (y no por eso, afortunadamente, a veces cuestionadas), me pregunto yo por qué (¿por qué, por qué, por qué?) una muy reciente, e interesante, variación sobre el mismo tema (hablo de los negros rubios de los septentriones escandinavos) borra todo lo anterior y amenaza con crear una adicción excluyente a una escuela que se fagocita a sí misma, y se nutre, y se digiere, y se fotocopia en cada viejo libro nuevo o secuela, cuela.
   ¿Por qué los nuevos lectores consideran una moda una culminación? Por no haber leído los clásicos del género, así de sencillo. Su lectura es vacuna. Su desconocimiento deja sin defensas al lector desprevenido y le hace confundir lo bueno con lo mejor. En un asesinato no es lo mismo un disparo a quemarropa (Smith & Wesson del 38, cañón recortado), que una virulenta neumonía provocada por las gélidas corrientes de los vientos boreales. 
   Escribe Chandler en su, este también, imprescindible ensayo sobre “la novela de detectives”, El simple arte de matar, (en ingles The Simple Art of Murder, el simple arte de “asesinar”), “la literatura de ficción, en todas sus formas, siempre intentó ser realista”.
   Tal vez en esa verdad radique el hecho diferencial. Los países con problemas reales tienden a exponer la realidad de sus problemas a través de la literatura. Los países que carecen de ese tipo de problemas, hartos de casas de muñecas, se suben al carro de la novela negra inventando su propias realidades para escribir ficción con apariencia de realismo social. Los escritores de las sociedades más libres, justas, igualitarias y civilizadas desde que el ser humano pasta sobre la tierra, se empecinan en agigantar sus problemas, desorbitan la realidad, para entregarnos una literatura de tundra, de tristeza, de agonía.
   Cualquiera que haya visitado los países escandinavos (o visto en televisión españoles aclimatados por esos mundos) reconocerá que es un precioso planeta aburrido, no perfecto, por supuesto (eso es imposible), pero donde existe una vocación decidida por alcanzar la perfección, algo tan utópico como pretender orinar en el horizonte. Solo la constitución americana, redactada por admirables lunáticos utópicos, consagra el derecho de todos los hombres a ser felices. Nuestros nórdicos, más pragmáticos, no se atreven a tanto, pero se empeñan, a veces se despeñan, en alcanzar la mejor de las vidas posibles para todos. Que no es poco. De esta pálida imitación del paraíso surgen como una ventisca los negreros conquistadores vikingos.
   Como acotación personal creo importante reseñar que el boom de la novela policial en los países escandinavos floreció, ¿coincidencia?, con el asesinato de Olof Palme cuando era primer ministro sueco. Ese crimen jamás se resolvió, más bien se enmascaró. (Ver “Asesinato de Olof Palme” en Wikipedia, no hace falta más.)   
 Parece ser que con la connivencia de las instituciones suecas, que ignoraron pruebas de evidencias rescatadas por la investigación periodística.     
            Detrás estaba la extrema derecha que recorre todo el sistema sanguíneo del poder oculto en Europa.
   Lo anterior lo dijo Henning Mankell, el hombre en que empieza todo.
   De acuerdo que, siguiendo de nuevo a Borges en su magistral ensayo sobre Kafka, todo autor de éxito inventa sus precursores, y en ese sentido han aparecido predecesores de Mankell… que no hubieran sido traducidos si Mankell, primero, y la niña que tiraba cerillas a los hombres que odiaban a las mujeres en los palacios de las neumonías, después, no hubieran tenido el éxito arrollador que han tenido. Con toda justicia, en mi opinión.

martes, 18 de diciembre de 2012

Sobre la guerra termonuclear


A mitad de los años cincuenta, durante el periodo de la guerra fría, y a causa de que los sistemas de radar no detectaban la presencia de aviones por debajo de los 4000 pies, cientos de miles de jóvenes americanos voluntarios, del llamado Ground Observer Corps, se dedicaban por la noche a vigilar los cielos en busca de aviones enemigos. Más que utilidad práctica, la medida era claramente ideológica. (Y con efecto colateral: como luego muchas parejas atestiguaron, durante aquellas noches de verano, tendidos en la hierba y mirando al cielo, tuvieron sus primeras experiencias sexuales.)

En ese clima de tensión prebélica entre los  Estados Unidos y la Unión Soviética, en el Pentágono se reclutó un importante equipo de matemáticos y científicos cuya principal misión era la aplicación de la teoría de los juegos a la estrategia militar y en el que destacó Herman Kahn. (En su equipo se evaluaban decisiones del tipo: ¿Qué hacer si hay dos países, A y B, enfrentados y con armas nucleares? Si el país A decide atacar primero y el B no lo hace, entonces A prevalece y B es destruido; si ambos atacan a la vez, y teniendo en cuenta el poder de las armas en juego, los dos serían destruidos; si ninguno ataca, permanece en el empate, nadie prevalece y la ventaja es que ninguno es destruido.) Poco después del bombardeo sobre Hiroshima, se crea la RAND (research and development) Corporation y se nombra para dirigirla a Herman Kahn. Según él mismo dice, su papel es evaluar, analizar y prepararse para una guerra nuclear. En 1959 publica un libro estremecedor, Sobre la guerra termonuclear.

Con enorme frialdad y una lógica aguzada y aplastante, el autor va analizando las estrategias posibles, desde las más “suaves” a las más “duras” –Policía internacional, crecientes medidas disuasorias, Primer y efectivo ataque con ilimitado poder de destrucción. Y después de, en ese mismo orden, ir descalificándolas una a una por ingenuas e ineficaces, llega a una conclusión: La guerra no es tan terrible.  En el escenario resultante “Los supervivientes no envidiarían a los muertos”. A pesar de la muerte de millones de seres humanos, muchos de ellos ciudadanos americanos, a pesar del daño a la industria y a la infraestructura agraria que llevaría a la sociedad capitalista miles de años atrás, a pesar de las mutaciones genéticas que los devastadores efectos de las armas nucleares producirían en los humanos, merecería la pena. El premio sería un nuevo mundo sin comunismo y ¡un paraíso consumista!

Herman Kahn era altamente considerado por las instancias políticas y militares de su país. “Se admiraban su sangre fría y su aproximación coste-beneficio al pensar lo inimaginable.”

Un libro cuya lectura no solo sobrecoge por hacernos ver lo próximos al abismo que estuvimos en el reciente pasado, sino por adelantar una visión de futuro en el que, tal vez cambiados los principales actores, el escenario se nos antoja terriblemente parecido. 

viernes, 14 de diciembre de 2012

Off the road, entrevista a Carolyn Cassady




“Off de Road”


por Matias Crowder


“Tengo telephobia, y no me gustan las llamadas telefónicas. Estos correos electrónicos son un registro permanente. Me olvido de lo que he dicho por teléfono, así que por favor acepte este método de comunicación y prescinda de ellos” así comenzaba una entrevista con la viuda de Neal Cassady, el mítico epicentro de la generación Beat, el “Dean Moriarty” compañero de ruta de Jack Kerouac en “On the Road”. Había conseguido el contacto luego de decenas de llamadas telefónicas a sus editores y amigos.  Neal Cassady y Jack Kerouac habían sido mis héroes de la adolescencia,  cunado había leído más de diez veces “On the Road” y me había lanzado a la ruta, la que unía Argentina, Brasil y Venazuela, en busca de vivir las mismas aventuras.

La entrevista, en inglés, fue más que breve. Se trataba de una anciana de más de ochenta años que vivía en un perdido pueblo de Gran Bretaña, sin teléfono, conectada 24 horas a internet. Me dijo que todo lo que podía decir de Neal Cassady, Jakc Kerouac y los demás escritores de la generación Beat lo había dicho en su libro, “Off de Road”, (Editorial Primavera Negra, 1990). Quería más. Sentía que, de alguna manera, como muchos lectores deben sentir de los escritores de sus libros favoritos, me lo debía. Ella, Carolyn Cassady, había estado presente en la construcción de aquellos mismos y míticos libros, había sido uno de sus personajes. Y ahora yo, treinta años después de leer “On the Road” por primera vez, podía hablar con ella.

Usted ha vivido desde su interior la vida de toda una generación de escritores. ¿Toda la historia que se cuenta, le parece tan distorsionada? ¿Escribe “Off de Road” por ello?

Nunca fui consciente de que era una "generación". Yo sólo conocía bien tres de los protagonistas. Kerouac, Ginsberg y Cassady. El resto no eran más que amigos o conocidos que más tarde publicaron libros. La "generación Beat" fue un disparate fue inventado por los medios de comunicación y alentada por Ginsberg.


¿Qué escritor ha acertado más sobre la verdadera identidad de Neal Cassady?

 Yo prefiero mi versión de Neal. Lo escribí para tratar de establecer su historial directamente. Jack y los demás sólo escribieron algunos aspectos o rasgos. El mío es un retrato mucho más completo y bien redondeado.


¿Como definiría usted a Allen Ginsberg?

Allen era un judío típico: por muy generoso y amable que fue, su ego se convirtió en algo  exagerado y se sobrepuso a estas características de una manera negativa.


¿No cree que es contradictorio que aquella “celebración de la vida” de la que hablan los libros de esa época, sus efectos sobre sus autores y personajes, llevan de alguna manera a Jack Kerouac y a Neal Cassady a una muerte prematura?

A ambos hombres le había lavado el cerebro el catolicismo desde la infancia, por lo que nunca ambos se recuperaron de sus sentimientos de culpa e inutilidad. Kerouac era tan sensible y paranoico, que fue devastado por como lo entendieron muchos jóvenes de aquel tiempo cuando él estaba tan mal. Él nunca abogó por el egoísmo que hizo que muchos hijos dejarann el hogar y la escuela, pensando que Jack les hacía "libres". Jack no tenía responsabilidades, por lo que era libre de seguir sus deseos. Nunca abandonado a su madre completamente ni su hermana ni a las mujeres que amaba.

Usted dijo que durante mucho tiempo no entendió lo que Neal Cassady estaba tratando de decir, pero que al final lo entendió. Qué, según usted, estaba tratando de decir?

Neal Cassay trataba de expresar el amor de la vida en todos sus aspectos.


¿Qué le ha parecido que un libro tan emblemático como On the Road” se llevara al cine?

Hemos llegado a ser buenos amigos con Walter Salles, el director de "On the road". Él me visita cada vez que viene a su estudio de París. Él vino hace años para consultar acerca de los actores, pero, por desgracia, no encontré a nadie que se nos parecía, así que tuve que dejar a su elección. Yo estaba intrigada por el resultado, pero, por la cantidad de investigación que tenían los actores y el director, su compromiso, creí que nadie podría hacer un trabajo mejor que ellos. No puedo ir (y no quiero) a salas de cine, pero Walter me ha traído la película en un DVD y todas sus películas anteriores.

Agradecí el tiempo de la señora Cassady y, traduciendo las preguntas al castellano en el ordenador, me quedé pensando en los lazos que unen a los supervivientes con los que ya se han ido.

martes, 11 de diciembre de 2012

De como el rey Philip sobrevivió al ataque de los vikingos



Por Javier Guzmán.

A los sesenta años de su largo adiós, (más o menos), Philip Marlowe sigue siendo nuestro contemporáneo. El aniversario, con todo lo diluyente, casposo, necrófilo, pavoroso y hasta chismoso que puede ser un aniversario o fecha fija, necesita un prólogo.

Por eso he decidido empezar por un bestialismo extemporáneo y dejar los fastos del aniversario para una segunda parte, (la parte contratante de la segunda parte), si es que llega o, peor aún, si es que llega a ser necesaria.

Los feroces guerreros vikingos, (por algún lado hay que empezar a desmontar los mitos), no usaban cascos de cuernos. Eran, eso es innegable, unos extraordinarios marinos y unos guerreros brutales. Descolgados desde los gélidos fiordos del norte, arrasaron toda la costa de Europa occidental (incluida la Gran Bretaña por sus dos amuras), se descolgaron Sena arriba, convirtieron París en un fiestongo u ordalía y a la pregunta de, ¿nos quedamos o nos das algo si nos vamos, Charlipetit?, el rey de Francia, Carlos III el Simple, (motes haylos bien coñeros), les regaló la actual Normandía, (nombre derivado de su otro nombre ya latino, hombres del norte o normandos), desde donde iniciaron, algo desbravados, justo es reconocerlo, la última invasión triunfante de Inglaterra, (tierra que a estas alturas no sabemos todavía si es Europa o excepción). Por llegar, llegaron hasta fundar un reino en Sicilia y eso, amigos, queda en casadiós contado en millas marinas desde Helsingor. Pero antes, y durante, su caudillo Olaf arrasó dos veces mi ciudad, Santiago de Compostela, asesinó a todos a todos los niños y ancianos, empezando por el obispo Sisnando, a todos los hombres que sobrevivieron al ataque, y violó con furia hiperbórea a todas las mujeres en edad adecuada, (solo y en compañía de sus otros, de por ahí vienen los gallegos rubios). Todo esto sin mencionar el saqueo de los tesoros de la catedral prerománica y, ya que estamos, prenderle fuego a la ciudad que hay mucha humedad en mi pueblo. Luego, (así es la historia, así es la iglesia), se convirtió al cristianismo y los noruegos actuales lo veneran como San Olaf. El rijoso catolicismo subyace en el tedioso luteranismo. Además, reconocerán, no deja de tener su coña que Olaf al revés se lea Falo.

Basta de preludio, cebo o carnada.

Lo importante era dejar constancia de que los vikingos cuando arrasan es que arrasan de verdad.

Lugar: una biblioteca pública.
Tiempo: diríamos ayer.
Asunto: tertulia literaria sobre novela negra.
Con asombro, (mío), una mayoría significativa de mis compañeros afirmó haberse iniciado en la novela negra con los escandinavos, más concretamente con la trilogía Milenium, (las trinidades siempre han sido muy propensas al misterio), y luego haber continuado por ahí arriba y solo por esos nortes. Algunos hasta juran sin sonrojo no haber leído nunca a Chandler ni a Hammett lo que, con perdón, es como reconocer la iniciación a la ópera con El fantasma de la ópera y no haberse preocupado nunca por oír a Mozart, ¿così fan tutte?, ni a Verdi, ah, la maledizione!

Y más aún, en la primera página del primer documento entregado por la monitora, (trabajo arduo, dicho sea con reconocimiento), bajo el epígrafe “Los imprescindibles”, aparecían obras imprescindibles del género, (pero ni eran todas las que estaban ni estaban todas las que eran) y entre ellas, El sueño eterno, de Raymond Chandler y una colección de relatos previos a su obra maestra, El largo adiós, que, incomprensiblemente, ni aparecía ni se recomendaba. Salvando todas las distancias que queramos correr, es como considerar imprescindibles las novelas ejemplares de Cervantes, que lo son, y no El Quijote que inventa el concepto de imprescindible.

Por tanto, se me hizo imprescindible, un suponer, contar a todos los hombres, mujeres y varones, (ver latín), por qué para mí Raymond Chandler es imprescindible y su personaje, Philip Marlowe, el detective canónico de la literatura sobre el tema.

El atroz resultado es este texto empanada, primera parte no contratante.

A partir del rey Philip, todos los investigadores de ficción se aproximan o huyen de su negra sombra, (lo de huir me parece todavía más homenaje). Y he dicho literatura sobre el tema y no policial porque sería limitar muy mucho el campo de batalla. La novela de espías, (Graham Greene, John leCarré, por citar solo dos muy grandes), entran en el sistema. Y los guiones de cine, (las películas en principio y por principio son una escritura), también son de este mundo y aportan nombres de balbuceo. Faulkner, Hemmingway o Steinbeck, (por citar solo premios Nobel), entraron en el juego.

Raymond Chandler nació en Chicago, (buen lugar para jugar a policías y ladrones), se educó en Inglaterra, (lo que le permitió lucirse con sinuosos juegos de palabras que sus traductores no siempre aprecian), y murió en La Joya, California, muy cerca de la meca del cine negro y en color. Aupado a un buen vivir, las circunstancias de la depresión, y la realidad de la miseria inesperada, le arrastraron por esos mundos sindiós, en una época en que, como todo buen americano de libro, hizo de todo, (bracero en la cosecha de melocotones, cordelero en una fábrica ensambladora de raquetas de tenis). Fue un escritor tardío y de rebote, pues al no poder, ¿o no saber?, hacer otra cosa se dedicó a escribir. A los 49 años no había escrito nada, (o por mejor decir, no había publicado nada), pero siempre había sido un audaz lector voraz. Pasaré a la historia no tanto por lo que he escrito como por lo que he leído, dijo Borges en una de sus tantos ejercicios de falsa humildad. Chandler en el vértice abismal de los cincuenta, devoraba Black Mask, revista, (cita de Alberto Cousté) que estaba revolucionando por entonces el enfoque tradicional de la narrativa policíaca, y en cuyas páginas colaboraba con asiduidad el ya famoso Dashiell Hammett.

El mismo Chandler, el otro padre de la criatura, lo cuenta a su manera:
Es posible que algún día un anticuario de un tipo más bien especial, considere que vale la pena revisar los archivos de las revistas de detectives que florecieron a finales de los años veinte para determinar cómo, cuándo y por qué medios el relato de misterio popular se despojó de sus refinados buenos modales y adquirió reciedumbre. Necesitará tener una mirada aguda y un espíritu abierto. El papel barato jamás soñó con la posteridad y en su mayor parte debe tener ahora un color pardo sucio.
Ese papel barato para la impresión se denominaba en inglés Pulp Paper y sirvió de base para que un tal Tarantino realizase una película ya mítica, Pulp Fitcion, cine grande, gansters de orilla e irreverente humor de sumidero.

El buen Raymond, entre trago y trago, comienza a escribir relatos de detectives porque considera que, entre el humorismo monosilábico de la tira cómica y las sutilezas anémicas de los literatos hay una amplia extensión de territorio en la cual el relato de misterio puede ser, o no, un hito importante

Mucho más tarde, cuando ya sea un autor consagrado, se despachará a gusto con sus antecesores, no debe resultar muy difícil idear un misterio más plausible que El sabueso de los Baskerville o La carta robada. Esto es una declaración de guerra a degüello, dispara nada menos que sobre Conan Doyle, ¡eres un elemental, Sherlock querido!, y Edgar Allan Poe, ni más ni menos, una de las cumbres de la literatura en lengua inglesa, francesa, (gracias a la traducción de Baudelaire), y española, (gracias a la traducción de Julio Cortázar), pero solo muy tangencialmente padre fundador de la novela negra, (a lo sumo de la Poética Negra Oscura casi Gótica).

Al leer esta cita para escribir esto lo que sea, releí a tropezones El enigma de los cuatro, arranque del exitoso Holmes. Tiene tanta consistencia como un colchón de plumas en medio de una galerna del Cantábrico. (Por favor, el crimen lo cometen unos mormones que viajan desde Utah a Inglaterra para realizar una venganza ectoplásmica. Me pido el hueco más caliente del infierno, si alguien es capaz de explicarme con cierta lógica el mecanismo mental que lleva a unas deducciones tan desvertebradas).

Pero he interrumpido a Chandler, perdón, que prosigue imparable, no hay clásicos del crimen y la investigación. Ni uno. Dentro de sus marcos de referencia, que es la única forma en que se lo puede juzgar, un clásico es una obra que agota las posibilidades de su tratamiento y jamás puede ser superado. Ninguna narración o novela de misterio ha logrado tal cosa hasta ahora y muy pocas se acercaron. Y ese es uno de los principales motivos para que personas, en otros sentidos razonables, sigan atacando la ciudadela.

De su asalto a la ciudadela hablaremos en próximas escaramuzas.

viernes, 7 de diciembre de 2012

En el ojo del huracán. Nueva antología de narradores puertorriqueños


La literatura puertorriqueña es injustamente desconocida en España. Baste recordar que su mayor clásica, la poeta Julia de Burgos, sólo ha sido reconocida en nuestro país como parte imprescindible de la literatura hispanoamericana tras la reciente publicación por parte de La Discreta de su Obra poética (2008 y 2009). De hecho, de los autores de esta antología, sólo dos, los curadores, han sido publicados en alguna editorial española de difusión internacional. Pero no por ello nos encontramos ante una literatura menor o marginal, sino ante una gran tradición literaria que, frente a la proeza cultural, social y política de su mantenimiento en español en condiciones aún fieramente coloniales, sólo ha cosechado un injusto silencio por parte de quienes deberíamos mostrarle admiración y el mayor apoyo. Por eso, tenemos la esperanza de que esta antología, que recoge relatos de escritores nacidos entre 1957 y 1982 (aunque la mayoría de ellos en los años 60 y primeros años 70), tenga la difusión que merece, tanto por la calidad de sus relatos, como por la visión de conjunto que nos permite obtener de la realidad cultural y social puertorriqueña ya bien entrado el siglo XXI.

La antología ofrece algunos planteamientos novedosos con respecto a otras muestras más tradicionales: no distingue entre puertorriqueños de la isla y de la diáspora (más aun, de los 24 relatos tres están escritos en inglés), y ofrece una serie de temas relacionados con las realidades urbanas y con preocupaciones que podríamos llamar postmodernas, así como una poética del fragmentarismo, la distorsión y la ambigüedad que tampoco puede ser relacionada con las narraciones tradicionales. 

No existe atisbo en los relatos de uno de los temas fundamentales de la cultura puertorriqueña: la puertorriqueñidad, la identidad cultural de quienes viven en una de las últimas colonias del planeta sin poder alcanzar una ciudadanía plena. Y, sin embargo, el problema identitario sigue siendo el protagonista de estos relatos, solo que ahora los escritores no se preguntan qué es ser puertorriqueño sino más bien qué identidad proporcionan o no proporcionan las grandes urbes, las tecnologías, los medios informativos y publicitarios, el show business, etc. La inmensa mayoría de estos relatos narran un momento de crisis personal, un momento clave en el que el personaje se enfrenta a la sinrazón de su construcción individual, con dos características básicas: por un lado, hay una acusada conciencia de que la subjetividad individual es una construcción social, y, en este sentido, ninguno de los relatos es un relato social, pero, al mismo tiempo, todos lo son desde el momento en que las narraciones se preguntan qué hay, si algo hay bajo la construcción social de la individualidad que nos da el “ser” al tiempo que nos hace sufrir (todos somos ya no hombres frente al sistema, sino hombres-sistema); por otro lado, varios autores tratan de mostrar momentos en que la gran nada, el vacío no simbolizable que escapa a los social (residuo o exceso: excremento en todo caso), desborda las ataduras de la realidad y se muestra en todo su horror.

Así, me parece a mí que la puertorriqueñidad que, probablemente de manera inconsciente, trataron de expulsar por la puerta estos autores, se les ha colado por la ventana, pues solo quien ha sido construido por una cultura acosada, cercenada y ocultada, pero siempre pujante y orgullosa, pueden mostrar tan vivamente los conflictos que crea la ocultación, el acoso y el cercenamiento.

Y de aquí, tal vez, deriva la “universalidad” de este libro, porque ahora que el mundo entero se encuentra en un proceso global de colonización por parte de los poderes financieros –y empezando por la primera y más importante de ellas, la colonización de las conciencias–, ¿quiénes mejor que los que llevan siglos resistiendo –por medio de la oposición pero también de la asimilación– sucesivas oleadas colonizadoras para enseñarnos cómo hacer que la propia subjetividad, y, más aún, la propia dignidad, sobreviva a ella?

Autores y relatos:
Ángel Darío Carrero: “Tránsito de M.”; Moisés Agosto-Rosario: “Rompecabezas”; Yolanda Arroyo Pizarro: “Farenheit”; Mario Santana-Ortiz: “Los mausoleos”; José Liboy Erba: “El tocadiscos de aguja”; Pedro Cabiya: “El hábito hace al monje”; Mayra Santos-Febres: “Goodbye, Miss Mundo, Farewell”; Juan Carlos Quiñones: “La oreja de Van Gogh”; Rafael Franco Steeves: “El mundo está en llamas”; Janette Becerra: “Milagro en Guanabacoa”; Francisco Font Acevedo: “Guantes de látex”; Ana María Fúster Lavín: “Botellas azules”; Tere Dávila: “Melaza movediza”; Juan López Bauzá: “La sustituta”; Luis Negrón: “Mundo cruel”; Cezanne Cardona Morales: “El cuadrangular infame”; Ernesto Quiñónez: “The First Book of the Sinner”; Charlie Vázquez: “The Mystery in the Painting”; Damarys Reyes Vicente: “Ayín”; Vanessa Vilches Norat: “Fe de ratas”; Sofía Irene Cardona: “La amante de Borges”; Mara Negrón: “Carta al padre”; Edgardo Nieves-Mieles: “Y la rosa, girando aún sobre el engranaje sangriento de su espinoso talle”, Willie Perdomo: “Another Kind of Open”. 

En el ojo del huracán. Nueva antología de narradores puertorriqueños, al cuidado de Mayra Santos-Febres y Ángel Darío Carrero, s/l, La otra orilla, 2011, 231 páginas, ISBN 978-1-935164-99-9.

martes, 4 de diciembre de 2012

Entrevista a Rosario Curiel, autora de "Memorias de la salamandra"




Nos estamos devorando a nosotros mismos”
entrevista a Rosario Curiel



La escritora Rosario Curiel habla para Náufragos de su último libro, “Memorias de la Salamandra”, Ediciones La Discreta, una novela que relata aquel mundo consumista de las sociedades modernas donde lo importante son las apariencias y la nueva utopía el consumo desenfrenado.



por Matías Crowder


En una zona de la ciudad de Lleida dedicada al ocio, conocida bajo el nombre de “Utópolis”, en las instalaciones de un famoso y sofisticado wellness, junto a restaurantes, bares, zonas de recreo para los niños y mayores, se reúne un grupo de mujeres y hombres, adoradores de esa nueva religión de las sociedades avanzadas que es el culto al cuerpo y al consumo. Algunos de sus integrantes, tal vez, logren escapar de las llamas de esa vida como la salamandra, de quien se dice que puede cruzar el fuego sin quemarse, y comenzar una nueva vida. La escritora Rosario Curiel construye, en este escenario de las vida moderna, con relatos llenos de humor y tragedia, una crítica reflexión de la existencia individual y del consumismo imperante.


¿Vivimos en un mundo donde lo importante son las apariencias?
Radicalmente sí. Pero también, y precisamente por ello, cada vez hay más mentes inquietas que empiezan a preguntarse qué hay detrás de las apariencias.

¿El ocio y el cuidado estético han reemplazado el antiguo papel de la religión?
En parte. Son rituales que sustituyen elementos que sirven para sentir una cierta seguridad que la misma vida nos niega. Sin embargo, como su objeto final es un elemento no trascendente (el cuerpo y la distracción del cuerpo y la mente), siguen brindando la insatisfacción suficiente como para repetir y engancharse a una espiral de más ocio y más cuidado. Hablo del ocio como simple evasión, no de aquel ocio productivo que nos lleva a leer o al teatro (al cine en según qué ocasiones) o a escuchar música con un ánimo activo, con un espíritu disparado hacia sus regiones superiores, más allá de la simple descarga de adrenalina.

¿Cuál es la memoria de la salamandra?
La salamandra recuerda el camino de fuego que ha tenido que atravesar para llegar a ser feliz, para llegar a ser ella misma. Para llegar a ser la mejor de sus versiones posibles.

En esta era de la imagen, ¿qué papel juega la literatura?
Es evidente que, por una parte, la literatura se está volviendo cada vez más visual por el efecto de los nuevos soportes digitales: en la era de la pantalla, el lector se mueve a golpe de impulso visual hasta transformarse en lectoespectador, en palabras de Vicente Luis Mora. Por otra parte, la presencia (impenitente e impertinente) de tipos físicos exigentemente perfectos en todos los medios condiciona la presencia de esa obsesión por la imagen, bien para reproducirla o bien para criticarla. En el caso de mis textos, me gusta conjugar la presencia de físicos aparentemente perfectos (para destacar, a menudo, su falsedad de cuerpos fabricados) con la presencia de tipos físicos comunes, con los que cualquier lector o lectora puede identificarse y, también, con los tipos considerados tradicionalmente imperfectos, o singulares: me parecen especialmente interesantes desde el punto de vista narrativo.

¿Usted es o ha sido una consumidora de este culto al cuerpo, solo se ha visto tentada o jamás le ha llamado la atención?
Me gusta hacer deporte de forma moderada. Para mí es una manera de meditar. Bailar, correr o, simplemente, andar, me ayuda a encontrarme conmigo misma dentro de mis vericuetos interiores. Me ayuda, además, a contrarrestar la sobredosis de trabajo mental que normalmente marca (y bien a gusto) mi vida. No me atrae el ejercicio como exceso y tampoco su negación absoluta. Se trata de mantener la máquina (el cuerpo) en el mejor estado posible para que siga funcionando en condiciones. No olvidemos que somos una especie nacida para la caza y la recolección, para el movimiento, y que nuestro modo de vida acostumbra a ser sedentario. Una manera de no acumular estrés es practicar ejercicio. Es algo obvio, claro, pero se trata de seguir el lema clásico: mens sana in corpore sano.

¿La nueva Utopía es el consumo?
Sí. Y también la obligación de ser felices que lleva implícita la utopía consumista. Esa imagen perfecta que se supone debes ofrecer, tanto en lo material como en lo espiritual, nos está matando. De hecho, nos devora. De ahí la persistente contrautopía del género zombie, tan de moda: nos estamos devorando a nosotros mismos.

Habla de mujeres que les asusta mirar su reflejo. ¿Qué ve Rosario Curiel al mirarse al espejo?
Una persona. Contenta de estar viva. Contenta de vivir de manera más o menos consciente. Intento cuidarme y tener una apariencia más o menos digna de la misma manera que procuro comer sano porque me gusta y porque quiero cuidar mi salud, pero no me preocupa en absoluto resultar especialmente atractiva a nadie. A veces me levanto muy ojerosa porque no suelo tener mucho tiempo para dormir (siempre ese exceso de trabajo), pero no corro a aplicarme antiojeras, por poner un ejemplo. Me da una pereza terrible. Creo que quien me mire debe ver a la persona, no el cuerpo. Sé que esta actitud no es frecuente: es un verdadero descanso sentirse así, debo decir.

Uno de los personajes sufre de bulimia y anorexia. ¿Es la enfermedad de nuestro tiempo?
Por desgracia, es una de las enfermedades de nuestro tiempo. Una más de la larga lista de enfermedades que nacen de la insatisfacción con lo que se vive y con lo que se es. Una más de la larga lista de consecuencias indeseables que arrastra la búsqueda de una perfección inalcanzable, que solo sirve para generar una sensación de vacío que el ser humano procura llenar con el ocio y el consumo y el culto obsesivo a un cuerpo que se rebela, al final, contra todos estos excesos. Y es curioso que, aun en este nuestro tiempo de crisis, nuestra sociedad siga siendo un lugar en el que hay gente que pasa hambre y gente que vomita la comida o directamente se niega a ingerirla. Y todo, por la imagen distorsionada que tenemos de nosotros mismos, porque siempre andamos comparándonos con lo que podríamos ser en lugar de amar lo que ya somos.