lunes, 26 de enero de 2015

La gloria de mi padre, de Marcel Pagnol (I)

Marcel Pagnol La gloria de mi padre (Barcelona: Juventud, 1961)

I
Acabo de leer un libro maravilloso: las memorias de infancia de Marcel Pagnol (cuyo apellido, por cierto, procede de Spagnol). La tristeza que nos acomete cuando llegamos al final de un libro que no queremos acabar ha quedado muy atenuada al saber que son tres volúmenes y solo he leído el primero, La gloria de mi padre (aunque me cuesta creer que los otros tomos sean tan buenos como este).

Quizá debería contar cómo he llegado a él. Como la mayoría de los mejores libros que he leído en mi vida, por pura casualidad. Muchos días visito a mi amigo Juan, un joven rumano que vende libros en la calle Príncipe de Vergara, en un plástico extendido sobre la acera, libros que le dan, los libros de los que se deshace la gente bien del Viso y alrededores. Un día tenía este libro, del que nunca había oído hablar. ¿Por qué se lo compré? Ni idea. Tampoco había leído nada de Pagnol. Había visto hacía bastantes años dos películas francesas, Jean de Florette y La venganza de Manon, que me gustaron mucho, inspiradas en narraciones suyas. Y cuando estudiaba Filología, en francés de segundo, o de tercero, nos mandaron leer, también de Pagnol, Topaze, que no leí (ah, las lecturas obligatorias, cuántos lectores espantan). Quizá fue eso. Estaba en deuda con mi formación. La manera de completarla era leer por fin a Pagnol, al que aún tenía pendiente después de tantos años, y con el que me encontraba ahora en la acera.

En La gloria de mi padre Pagnol cuenta su infancia, a principios del siglo XX, en un pueblo de Provenza. Una infancia muy rural, en pleno contacto con la naturaleza.

Tras unos comienzos en los que parece que el libro se va a interesar por contenidos críticos, sociales, en los que Pagnol habla de la profesión de su padre, maestro, como de un apostolado laico (un profesor podía mostrar su orgullo de esta forma: “Mi predecesor vio cómo guillotinaban a seis de sus alumnos. Yo solo a dos”) y en los que nos explica lo que para su padre constituía la más atroz y aborrecida trinidad: Iglesia, Alcohol y Realeza (resumidos en los licores digestivos benedictinos, que se hacían con privilegio real), tras esas primeras páginas en las que la atmósfera educativa de la región queda ejemplificada en el hecho de que a los alumnos demasiado aplicados se les obligaba a salir de clase y jugar a la pelota, Pagnol pasa a explorar el mundo de la infancia, con sus fantasías, sus juegos, sus interpretaciones (o sea, sus confusiones), su ingenuidad.

El libro está lleno de observaciones maravillosas. Su descripción del mundo infantil y la interpretación que hace el niño del de los adultos, o sea, el estudio del punto de vista infantil, es genial. Nos habla de un mundo en el que la observación y la experimentación directa con los pequeños animales formaban una parte muy importante de la formación de los niños. Un mundo en el que los juegos y el estudio de la naturaleza y de los bichos no era tanto contemplativo como, para decirlo con terminología actual, interactivo (es decir, los bichos participaban en los juegos. A su pesar). Un mundo que la gente de mi edad alcanzó a conocer.

El tono humorístico que adopta a partir de cierto momento hace que leamos sus páginas con una sonrisa permanente, y en ese sentido recuerda y está a la altura de los mejores libros del género (las memorias de infancia): las inmortales aventuras de Tom Sawyer y de Huckleberry Finn (dos de los libros más altos que ha producido la Humanidad), los varios Peter Pan de Barrie, el Miguel Street de Naipaul, los insuperables diálogos de Winnie the Pooh, de Milne, o La estrella de los cheroquis, de Forrest Carter, uno de los libros que forjaron mi educación sentimental.

El libro acaba con una larga jornada de caza, inolvidable para el autor e inolvidable para el lector.


Para ejemplificar todo lo que estoy diciendo, me voy a tomar la molestia de copiar aquí un fragmento, un largo fragmento. Tres páginas. Muchas, sí. Pero si dentro de algún tiempo alguien tiene interés en revisar entradas atrasadas de este blog, uno de los motivos será, no me cabe duda, leer este fragmento. No se lo pierdan, dentro de unos días.

lunes, 19 de enero de 2015

Pequeño diccionario de Tediato (nuevas entradas)


alborroto. Ruido intenso causado como consecuencia de la rotura de algún objeto.

 

amuertizar. Rentabilizar la memoria o el legado de alguien que ha fallecido.

 

buhemio/a. Rapaz nocturna de vida desordenada y alejada de las convenciones de su especie.

 

cacatombe. Desgracia de naturaleza excrementicia.

 

calvagata. Procesión ecuestre de jinetes alopécicos.

 

eficoz. Golpe aplicado con especial acierto por ciertas bestias (no necesariamente animales).

 

emininente. Adjetivo aplicado a los/as gatos/as que sobresalen por sus cualidades.

 

griterio. Punto de vista que se expresa elevando exageradamente la voz. Es muy propio del español medio.

 

imperretérrito/a. Cánido de acreditada impavidez.

 

incentibar. Estimular a las personas mediante la invitación a consumir productos en determinados establecimientos hosteleros muy comunes en cualquier barrio, pueblo o ciudad de España.

 

irritonto/a. Individuo cuya estulticia causa el enfado de sus semejantes.

 

mamachacar. Acción de amamantar de forma pertinaz.

 

osoleto/a. Adjetivo aplicado a aquel plantígrado mamífero y carnívoro que se ha quedado anticuado/a entre sus semejantes.

 

percusionista. Judío/a partidario/a de la apropiación de Palestina que expresa sus reivindicaciones a ritmo de tambor.

 

persacución. Acción de correr tras los iraníes. Según las diferentes épocas históricas, la protagonizaron, entre otros, los griegos y los iraquíes.

 

preocupedo. Adjetivo aplicado al varón afligido por una flatulencia inoportuna, propia o ajena.

 

repuente. Edificación que sirve para atravesar por el aire dos puntos separados por algún obstáculo, cuya construcción ha sido acometida de forma inmediata.

 

sexabrupto. Salida de tono de contenido sicalíptico.

 

tontainer. Recipiente en el que se almacena a las personas estultas. La gran abundancia del contenido almacenable explica su escasez y su gran demanda.

 


tósico/a: Dícese del reactivo que produce convulsiones en la garganta de quien lo ingiere o inhala.

lunes, 12 de enero de 2015

El hai-ku como unidad narrativa mínima en Emilio Gavilanes

 Juan Varela-Portas de Orduña


Este verano, tuve la suerte y el placer de leer al mismo tiempo dos libros (imprescindibles, como todos los suyos) de Emilio Gavilanes: Breve enciclopedia de la infancia, con el que había ganado el XVI Premio Tiflos de novela, y el libro de hai-kus El gran silencio. La sensación fue extraña, pues me pareció estar leyendo en realidad el mismo libro. Me di cuenta de repente de que el hai-ku es, en verdad, la unidad narrativa mínima en su obra.

Emilio Gavilanes es un escritor de prosa inconfundible. Tiene un estilo propio muy personal y reconocible, un estilo muy elaborado y sofisticado en su extrema, aparente sencillez. Quien esté familiarizado con su forma de escribir, lo reconocerá de inmediato en sus nuevas obras. Y ello es así, a mi parecer, porque toda su obra está impregnada de lo que podríamos llamar el “espíritu” del hai-ku, esa capacidad tan rara de fijarse en las cosas mínimas y descubrir en ellas, no solo el misterio que contienen, sino sobre todo la vida que albergan, su condición de resumen corpuscular de verdades y experiencias que podrían parecer mayores, pero que, ahí contenidas, alcanzan una concentración, una intensidad estremecedoras. Es la capacidad de convertir un momento infinitesimal en alegoría.

Para empezar, Emilio Gavilanes es maestro en eso que podríamos llamar el hai-ku narrativo, es decir, aquel que no solo contiene un instante poético sugestivo sino que insinúa, por medio de la elipsis, una historia, hace imaginar al lector un antes y un después, activa en su imaginación todo un marco narrativo:

Desde el camión
ven pasar las dehesas
donde han vivido.

Grita la madre
llamando a sus hijos.
Huyen los pájaros.

Corro de hombres.
No se oyen sus voces.
De pronto ríen.

No imaginaba
La madre que su niño
sería un mendigo.

Se han despedido.
Ahora mira la silla
vacía de ella.

Como se ve, Emilio Gavilanes es capaz de concentrar en un hai-ku una pequeña narración, que se despliega mágicamente a partir de un instante detenido, sugeridor de toda una peripecia. Además, como pueden apreciar los lectores de su narrativa, el hai-ku de Gavilanes tiene el mismo carácter inquietante, y a veces no poco cruel, que muchas de sus narraciones, que pueden llegar a ser brutales en su delicadeza. Esa brutal delicadeza, o esa delicada brutalidad, es otra de las marcas de la casa en la obra de Gavilanes.

Por otra parte, sus cuentos y novelas, si se los puede llamar así, son una suma de hai-kus. Esto queda bien manifiesto en Breve enciclopedia de la infancia, de cuya forma y contenido no podrá hacerse una idea nada certera quien, sin haberla leído, tenga la idea preconcebida de que es una novela. Breve enciclopedia de la infancia es un conjunto de escenas y pequeñas narraciones agrupadas como entradas de enciclopedia tras un lema sugerente, que, primera característica “hai-kusiana”, establece con la escena o narración que encabeza una relación oblicua que siempre sugiere mucho más que lo que dice. Además, mucha de estas escenas son auténticos hai-kus, aunque no tengan la forma poética necesaria:

anegar
En los charcos del Campo a veces flotaban pequeñas hojas que había llevado el viento. El agua era tan limpia que las hojas parecían suspendidas en el aire. Te costaba darte cuenta de que las manchas oscuras que permanecían inmóviles en el fondo eran sombras, porque no quedaban debajo de ellas, sino a un lado.
A veces una de esas sombras, de pronto, muy deprisa, pasaba a ocupar otro lugar. Era un renacuajo.

maravilla
Una tarde de invierno, estando en casa de Pit, que vivía en un cuarto piso, se puso a nevar. Ver el baile desordenado de los copos agitados por el viento desde aquella altura fue algo extraordinario. Nunca me había imaginado que cayesen desde tan alto, y que cuando llegaban al suelo hubiesen recorrido tanto espacio. Parecían venir del fondo del universo. Los modestos copos que en la calle se posaban sobre nuestros hombros, y en los sitios más corrientes, habían atravesado lugares maravillosos, desconocidos, de los que no sabíamos nada.

Los ejemplos podrían multiplicarse. Como se puede apreciar, Gavilanes es, ante todo y por encima de todo, un extraordinario, increíble observador, que es capaz de dotar de altura poética y significativa a detalles minúsculos que, oh maravilla, todos hemos visto alguna vez sin percatarnos, hasta que Gavilanes nos hace revivir la fuerza vital de esa cosita o ese instante mínimo en el que todos nos reconocemos. Por añadidura, consigue plasmar ese instante o detalle en una prosa cuya concentración no implica tensión ni rigidez sino por el contrario relajación, fluidez, en suma, sencillez. Así consigue, como en los buenos hai-kus, que entendamos, o mejor, que percibamos la poesía –entendida, sin espiritualismos, como tensión expresiva, como tensión significativa de las cosas mismas cuando las hacemos nuestras– inscrita en los detalles más cotidianos y diminutos de nuestra vida, que aparece, así, contenida en un instante, con todo lo que ella tiene de miedo y esperanza, de oscuridad existencial y de inocente alegría.

Emilio Gavilanes, Breve enciclopedia de la infancia, Madrid, Edhasa (Castalia), 2014.

Emilio Gavilanes, El gran silencio, Granada, La Veleta, 2013.

lunes, 5 de enero de 2015

Memorias

Una entrada de este blog sobre una novela de William Maxwell me lleva a repasar sus memorias, Ancestors: A family history, publicadas en 1972. Y en ellas, una reflexión del autor que me parece magnífica y que ilustra con una peripecia vital de uno de sus antepasados.

Dice William Maxwell que además de rasgos físicos de nuestros ancestros, como el color de los ojos o la forma y el tamaño de unas manos, también heredamos de ellos profundas emociones que a través de sencillos relatos pasan de generación en generación y llegan a nosotros conservando la frescura y el sentimiento originales. Como ejemplo, nos narra una anécdota que escuchó de labios de su abuela y que se refería a un tatarabuelo del autor.

Robert Maxwell y su esposa, Mary Edie, residían en Virginia. Vivían del comercio del calzado y del cultivo de la tierra, y acababan de tener a su primera hija. Entonces Robert decide marchar hacia el oeste, a comprobar las noticias sobre las bondades de unas nuevas tierras de cultivo en Ohio, y deja a su joven esposa y a su reciente hija en casa.  Él es un hombre cumplidor y muy responsable y por eso Mary Edie sabe que si él le ha dicho que volverá en no más de una semana, así lo hará. Pero pasa más de una semana sin que su marido dé señales de vida y Mary Edie se pone nerviosa porque piensa que algo malo debe haberle ocurrido. Llega un momento en que la impaciencia le resulta insoportable y decide partir en su busca.

Durante esa semana ella le había hecho un par de pantalones y había remendado una bolsa para el grano; y luego, con la niña en brazos arropada en una manta de lana, se puso en marcha a través de un tupido bosque. La mayoría de los árboles tenían allí cinco o seis pies de grosor, y la luz del sol casi no podía atravesar el denso follaje. El bosque virgen era oscuro y opresivamente silencioso. Ella pudo haberse torcido un tobillo y ser incapaz de continuar o volver atrás. Podía haber sido asaltada por un cazador borracho que hubiera estado largo tiempo sin la compañía de una mujer. Podría haberse encontrado con una partida de indios que le hubieran arrancado la cabellera y hubieran esparcido los sesos de la niña golpeándola contra el tronco de un árbol. Podría haberse perdido y muerto de hambre. Pero en lugar de todo eso, al cabo de muchos días, se encontró en medio del enmarañado y frondoso bosque con mi tatarabuelo, que regresaba a casa.

Y William Maxwell nos dice que cada vez que rememora esa historia mientras escucha Fidelio de Beethoven, se le viene a la cabeza ese encuentro en el bosque y una ola de sentimientos le añusga la garganta. Porque se da cuenta de que la emoción de ese relato que ha pasado de generación en generación es parte fundamental de su herencia, de su propia memoria.

No es difícil compartir ese sentimiento al leer estas memorias, pues, ¿quién, al indagar en la historia de sus antepasados, no encuentra alguna anécdota cargada de parecidas emociones?


(Ancestors: A Family History, de William Maxwell. No he podido comprobar que estas magníficas memorias hayan ya sido traducidas al español y publicadas en nuestro país.)