lunes, 29 de junio de 2015

Fieramente humanos (Tras un concierto de José María Duque)

Vuelve la cara, Ludwig van Beethoven,
dime qué ven, qué viento entra en tus ojos,
Ludwig; qué sombras van o vienen, van
Beethoven; qué viento vano, incógnito,
barre la nada... Dime
qué escuchas, qué chascado mar
roe la ruina de tu oído sordo;
vuelve, vuelve la cara, Ludwig, gira
la máscara de polvo,
dime qué luces
ungen tu sueño de cenizas húmedas;
vuelve la cara, capitán del fondo
de la muerte: ¡tú, Ludwig van Beethoven,
león de noche, capitel sonoro!


Blas de Otero




FIERAMENTE HUMANOS

Tras un concierto de José María Duque

Por Pedro Mariné

      Nos hallamos en una época privilegiada de la Humanidad. Desde la atalaya del momento presente disfrutamos de una panorámica musical vastísima, tanto en un sentido espacial como temporal; tenemos la posibilidad de acceder a música india o africana, se sitúan a nuestro alcance aires caribeños o balcánicos al tiempo que podemos sumergirnos en el canto gregoriano o en la polifonía renacentista, disfrutar de un concierto barroco y de una sinfonía clásica, alternar una ópera romántica con un montaje vanguardista de música electrónica...

 ¿Qué hubiera sentido Bach al escuchar a Beethoven? ¿Qué habría pensado Mozart de la ópera wagneriana? Seguramente Brahms se habría interesado sobremanera por la rítmica del jazz... Cada época musical ha tenido oportunidad de tener en consideración la anterior, pero de esa serie  nosotros conocemos más capítulos, tenemos a nuestra disposición mucha más Historia ahora que hace doscientos años.

 El reto al que se enfrentan los intérpretes de música clásica hoy en día es precisamente ese, el de invitar al público a vivir con plenitud y confianza esa gran Historia musical, es decir, actualizarla, ofrecerla tan vívida y accesible como en su momento de origen. Esto, que es siempre labor ardua y precisa gran inteligencia por parte del artista, resulta harto más difícil si las obras en programa son, como las del concierto que nos ocupa, de considerables dimensiones, ciclópeas, titánicas: los 24 Preludios de Chopin en una primera parte y la sonata "Hammerklavier" de Beethoven en la segunda (unos 40 y 50 minutos respectivamente). 

 En las atinadas notas al programa que confeccionó para este extraordinario recital el pianista extremeño José María Duque (primer acierto: es el propio intérprete quien nos ofrece información confidencial de las obras) se nos ofrece un dato impactante: Beethoven -un compositor con marcado sentido de la posteridad- auguró para su gigantesca sonata "Hammerklavier"  una espera de cincuenta años para ser ejecutada (lo que, en efecto sucedió en ese plazo con Franz Liszt).

 La estimación del propio autor estaba centrada en el siguiente paso tras alumbrar una obra: que llegue a ser tocada. Pero ¿y la recepción por parte del oyente?

 Me atrevo a asegurar, dadas las muy especiales características de esta obra, que no fue hasta casi doscientos años después, el 30 de mayo de 2015 en este recital de José María Duque organizado por Aeterna Musica, en que la Sonata op. 106 encontró un pianista con una capacidad de trabajo tan grande, con un mecanismo de dedos tan preciso, con una memoria tan poderosa, pero sobre todo y de manera decisiva con una visión tan inteligente, comprensiva y compasiva en conjunción con una capacidad de construcción, de estructuración, tan portentosa, y todo ello al servicio de una voluntad, fuerza y humanidad tales, que pudo resultar comprensible para el oyente.

 En lógica pura pero asombrosa, ese monumental trabajo fue realizado sin esfuerzo aparente por parte del pianista, hasta el punto de departir cordialmente con el público antes de empezar el recital, ¡y en el entreacto! (después de la aventura chopiniana... ¡y a punto de abordar la Hammerklavier!).

 Esta proximidad en el trato, esta hospitalidad cordial conformaron la base, el punto de partida y el de llegada, la sustancia misma de todo el devenir sonoro de las dos partes del concierto. Esa humanidad, en fin, de José María Duque y su correlativa capacidad de humanizar esas dos formidables obras son lo que me ha movido a escribir estas líneas de reconocimiento y gratitud.

 Precisamente, Duque concluía sus Notas al programa con esa comunión de hermandad en la Humanidad que de manera incesante buscaron Chopin y Beethoven, calificándolos como "inabarcablemente humanos". Pero ahí quizá disiento con el intérprete: él ha sabido descifrar esos dos monumentos del pianismo con tal capacidad de comunicación que no he sentido esas magnas obras de estos autores geniales como algo ajeno a mi humanidad, como algo inabarcable, divino e inalcanzable;  porque gracias a su portentosa interpretación, eso que parece reservado a las altas esferas celestiales -sobrehumanas, de otro mundo- se ha humanizado:  Prometeo nos trae de nuevo el fuego de los dioses, acaece de nuevo la encarnación del dios en un ser humano. 


 En el concierto de José María yo vi verdaderamente a Chopin tocando el piano, componiendo esos preludios entre toses tuberculosas en la humedad de la Cartuja de Valldemossa, y vi también a Beethoven improvisando en su antro vienés, perdido en su mundo -más que perdido, refugiado- cavando cada uno en la mina de su mundo interior y extrayendo gemas, hierro, minerales y diamantes; los vi a ellos, a Fryderyk y a Ludwig. Inabarcablemente humanos no, José María: tú nos los proporcionaste próximos y accesibles, cercanos y vivos: fieramente humanos.

lunes, 15 de junio de 2015

Los otros clásicos XXXVI – Antonio de Maluenda


Elocuencia del llanto” se titula este bellísimo soneto del burgalés Antonio de Maluenda, también conocido por su dignidad eclesiástica de Abad de San Millán. Es raro –aunque al lector habitual de “LOS OTROS CLÁSICOS” no le extrañe ya nada al respecto– que su obra se haya prácticamente difuminado entre las brumas del olvido, cuando configuró un soberbio corpus lírico –hoy en parte desaparecido– que mereció los elogios de algunos coetáneos suyos como Andrés de Claramonte, Miguel de Cervantes (quien lo alabó en el Viaje del Parnaso) y el Conde de Villamediana (quien le llamó “Fénix español y Virgilio castellano”). Su olvido se me antoja tanto más inexplicable en la medida en que Maluenda, miembro de una relevante familia burgalesa que le costeó sus estudios de cánones en Salamanca, fue archiconocido en su ciudad natal (donde ocupó una Canonjía de la catedral), en la Corte madrileña (donde sentó plaza de poeta inspirado y vihuelista virtuoso) y en Roma (donde residió entre 1580 y 1585). En Algunas rimas castellanas del Abad D. Antonio de Maluenda, natural de Burgos, único manuscrito que nos ha legado parte de su obra, sobresale otro soneto espléndido en el que Maluenda agradece, ascético, los sufrimientos de la vida (“¡Trabajos, peso dulce, don precioso…!”).



XXXVI.- Antonio de Maluenda y de la Torre, abad de San Millán de Lara (¿?-1615)

Estas lágrimas vivas que, corriendo,
van publicando lo que el alma calla,
es una diligencia sin pensalla
que está el dolor en su favor haciendo.

Quien llora, está atreviéndose y temiendo:
vencido de su pena, por no dalla,
toma el llanto a su cargo el declaralla;
nadie la dice y él la está diciendo.

Vos podréis disfrutar algún suspiro
sin que yo pierda el nombre de callado,
pues palabra no oiréis de mis enojos;

pero tendré, por fuerza, cuando os miro,
remitido el deciros mi cuidado
a la lengua del agua de mis ojos.

lunes, 8 de junio de 2015

Trasmallos, un trabajo poético de fondo

(El pasado sábado 6 de junio, en la Librería del Centro de Arte Moderno, de Madrid, se presentó el poemario Trasmallos, de Santiago Gil y editado por Ediciones de La Discreta. Además del autor, participaron en el acto: el escritor Santiago López Navia, editor, y el también poeta Luis Antonio González Pérez. Reproducimos aquí las palabras de este último, a quien agradecemos la gentileza de facilitarnos el texto.)


Por Luis Antonio González Pérez

Que Santiago Gil no es un poeta casual es algo que ya muchos sabíamos y se denota perfectamente en este fantástico poemario. Él mismo se definía “antes poeta que escritor” en alguna ocasión con un vino como excusa en una de sus visitas a Madrid por el barrio de Lavapiés. Un vate certero y clarividente, trascendente y de fondo. De peso como gusta decir a muchos críticos.

El libro que hoy nos centra, “Trasmallos”, se confiesa hasta en su propio título como una obra de taller, de dedicación diaria, de madrugada. Trasmallos, para aquellos lejanos al mar y que desconozcan su definición, es un conjunto de tres capas de redes que los pescadores dedican a la pesca de fondo y arrastre. Sin duda un nombre perfectamente elegido para esta obra.

Ya en el prólogo introductorio de otro grande de la poesía isleña, José Miguel Junco Ezquerra, se introduce la idea de “recurrencia al pasado, cantera de recuerdos desde donde extraer la necesaria explicación del tiempo presente” acompañada de “lo que fuimos como base esencial de lo que somos y presumiblemente seremos”. Así nos imaginamos a Santiago Gil con su trasmallo arrastrando el fondo de su memoria y de su alma, para llegado a la orilla, seleccionar la esencia, el germen, la materia prima de sí mismo, y transformarla en alimento de su presente y motor de su futuro. Un trabajo arduo, de cierto aquelarre existencial, quizás de cierto proceso iniciático, por aquello de la muerte del pasado y resurrección en el presente, batiendo contra la mar sus redes y buscando  lo que ha de quedar, y nunca debió esperar en el fondo.

Pero entremos de lleno en el poemario. El primero de los poemas, “Caricias”, es fiel reflejo del discurso poético y esencial de la obra.

El tacto de la piel que amamos
jamás se lo llevará por delante el alzheimer.

El poeta reniega de la retórica o de las fórmulas barrocas para lanzarnos a la imaginación representación fiel de la escena poética. Recuerda quizás aquella conversación en la que el poeta, ya anciano y enfermo, dice a su compañera “no sé quién eres, pero sé que te he amado mucho”. El poeta no se ancla en el sentimiento, sino en la memoria eterna de su representación sensorial. En la expresión carnal vivida en plenitud y sin un fin más allá que la ruptura del tiempo y el espacio, pues es eso, a fin de cuentas, el amor y la poesía. En versos del propio poeta.

                        … nos queda algo de revolución.

Santiago Gil vuelve al recuerdo, a aquellos pedazos de historias personales, a todo aquello que arrastra en el trasmallo y no es alimento, pero si parte fundamental de su historia, sus tesoros.

                        Una colección de piedras y caracolas marinas,
                        muchas fotos con más de veinte años

Pero no se queda en el recuerdo y canta a la vida como “una insaciable perplejidad” en el poema “La Fiesta”, casi una declaración de intenciones pero sin aspiración de filosofía, sino de experiencia vivida y aprendizaje en los pequeños detalles de la rutina humana.

                        Vivir es jugar al escondite contra uno mismo,
                        disparar todos los días a la ruleta rusa del azar,
                        gozar nirvanas, cavar fosas,

El poeta se sincera. No pretende esconder el fantástico elixir agridulce de la vida, que entrega sin complejos, desde la vivencia íntima, con la generosidad de un padre o un amigo.

Como isleño, teniendo el mar como gran padre, como referencia, como compañero vital, sin sensación de cárcel o aislamiento, nos dice.

                        Este mar triste de otoño en primavera,
                        una avenida que atardece mojada por la lluvia,
                        bufandas que ya estaban olvidadas en los cajones,

Toma el mar como paleta sensorial, como atrezzo sentimental para el poema. Se reconoce en cada imagen el llanto del momento, la explicación gris, de “domingos aburridos e interminables”. El mar acompaña mientras el amor se aleja, aunque espera no sea futuro la imagen que vive para ninguno de los dos.

Vuelve al mar, como ya nos adelantaba el prologuista, a personificarse con la claridad y sinceridad de los versos de Dámaso Alonso, recorriendo la modernidad del éxito; pero con la misma desazón y turbiedad de Gil de Biedma.
                       
                        Y regresas a casa, tambaleante y turbio
                        manchado con el sexo sucio de la madrugada,
                        vuelves como esos barcos oxidados y tristes

Santiago Gil recurre con asiduidad a los mismos escenarios pero se descuelga en su poema “Matemáticas” con una composición meta poética. Nos habla del poema, de su composición, volviendo nuevamente a huir de lo platónico y retórico de este tipo de versos, y describiendo con dirección unívoca y brillante el proceso creativo.
                       
                        El poema lo escribes cuando no estás escribiendo.
                        Después puedes hablar de inspiración,

Para confesarnos.

                        Ya todo lo habías escrito mucho antes.

El poema visto como consecuencia, como resultado de la experiencia y la reflexión macerada. No como un “fogonazo casi milagro” en palabras del propio autor. El poema como expresión última de lo vivido, como conclusión en busca de la trascendencia o universalidad del sentimiento.

Y casi en el centro del libro, el poema que da título al mismo. Una genialidad destacable del poeta, en el que recoge la idea de trasmallo para decirnos, y creo que en este caso merece que lo cite completo.

                        El mar lo va arrastrando todo,
                        lo que somos y lo que éramos.
                        En las orillas recogemos siempre las miradas.
                        Los trasmallos no solo atrapan peces luminosos.

Recurre luego, en el poema “Preludios” a una idea que a muchos poetas nos asusta, aunque hayamos tardado años en descubrirla. El poema como vislumbre de lo que tiene que suceder, como clarividencia, o como sencilla evidencia clarificada de la realidad del alma y la mente, cuando la marea revuelta y de fondo no permite traslucirlo todo.
           
                        Son los versos los que avisan de las lluvias.
                        Como los huesos desgastados,
                        como los pájaros que enmudecen.

El poeta se confiesa, como decíamos al inicio, poeta antes que escritor o narrador. Y así parece decirlo en su poema “Regresos” donde nos habla de la inevitable vuelta al poema, para continuar en “Escribientes” con una daga elegante hacia los otros, pues “otros fingen. Tú escribes”.

Pero vuelven las borrascas a las páginas de “Trasmallos”.

                        La lluvia acerca los océanos
                        y va recogiendo la sal de las lágrimas
                        en todas las desembocaduras del alma.
                        No hay borrasca que no descargue ausencias.

Vuelve al mar para elevarlo a la esencia de Luz Primordial o materia prima. Del mar se carga el cielo y de este se descarga la ausencia. Un círculo creacional del paisaje en torno a la vida y al propio poema. Una transfiguración de ese mar de otoño en primavera antes mentado, en un cielo de borrasca.  En ese mismo tono gris pero ya tornado a supervivencia, a observación del exorcismo pasado, el poeta reflexiona y nos dice.

                        No reniegues nunca de tu sombra

Para dejar como sentencia.

                        El cuerpo nunca se proyecta más allá de la carne.
                        En cada sombra hay un esbozo de tu propia alma.

El poeta recurre no sólo a la imagen isleña, sino también a vocablos y sentimientos propiamente insulares. Así lo hace en su poema titulado “Magua” para definirla con acierto en las sencillas imágenes del tedio y la rutina.


Así continua Santiago Gil con una serenidad reflexiva y poética. Desde los primeros poemas cargados de desazón, duelo y cierta búsqueda circular tras la pérdida y el desconcierto, vuelve a la serenidad reflexiva. No circunda ya los escenarios. Centra la imagen, la sitúa en el atril del presente, ni en el altar ni en el barro, y melodiosamente la desgrana. Ejemplo fantástico de esta nueva postura es el poema “Remansos”, así como “Pompas”.


En “Hotel California” nos descubre uno de las composiciones más sencillas y especiales del libro. Distancia entre lo que ocurre en el mundo y lo que ocurre al tú poético. Pero es en sí una misma vivencia. Fuera siguen los sueños, como muchas veces en meditación interior el artista reconoce en quienes les rodean o a quienes observa. Todo camina conforme la naturaleza obliga, “unos jóvenes músicos rockeros que todavía sueñan” nos dice Santiago Gil. Pero en el interior, en la profundidad, en la lejanía de ese tiempo de sueños, ilusiones y futuro idealizado, el tú poético es avisado. El poeta no existe en el poema sino por la profecía. Por la observación del mundo que camina como debe, y la observación del evento natural transfigurado en el sentimiento de a quien se dirige. El poeta ya no referencia el yo, ni se centra en lo que sucede en él, sino que comienza a leer lo que le circunda. Y si acaso se refiriera a él mismo, lo toma con la sana distancia del impersonal. Sana pues ese espacio entre el autor y el poema, entre lo que hace y lo que siente, entre la descriptiva de lo que observa y lo que sucede, es sin duda, una postura sólida de reflexión y avance.

Este libro de Santiago Gil, “Trasmallos”, tan acertadamente publicado por “La Discreta” nos trae a la memoria ese poema de José Manuel Caballero Bonald “Guárdate de Leteo”, que en su final sentencia.

                        … ese recuerdo que defenderé,
                        que me defenderá
                        contra la sordidez de la virtud.

O un derrotado Ángel González que descubre al fin lo que ha dejado atrás emprendiendo el viaje natural hacia adelante.

Atrás quedaron los escombros:
humeantes pedazos de tu casa,
veranos incendiados, sangre seca
sobre la que se ceba —último buitre—
el viento.

Un libro esencial y referencial de la obra de Santiago Gil, que nos descubre a un escritor, ante todo poeta, que se vuelve a entregar al lector con la humildad, certeza, delicadeza y brillantez como pocos autores.
Un trabajo ejemplar, como ya indicamos al principio, nada casual, que resulta de la permanente creación como resultado de la reflexión y observancia, con la sana intención de amar la palabra y el silencio, y trascender a través de estos a la universalidad de las almas imperecederas.

Desde la experiencia, pero no sólo por la experiencia, sino por la grandiosidad aprendida en ella. Desde el silencio, pero no por la elevada atalaya de la observancia, sino por la universalidad de los detalles con los que entender el mundo, y a través de este a uno mismo. Desde el pasado, pero no por derrotarse en la propia derrota, sino para recoger amarras, despedir el puerto y lanzarse al mar con maestría. Desde la rutina del trasmallo, pero no para quedarse en el arrastre pesado de las figuras y decoros, sino para crecer en el poema con aquello que en esencia es, y en alimento transforma.

Bienvenidos y bienhallados en la orilla de Santiago Gil, donde en la arena, sencillamente y sin pretensiones, nos habla, como un murmullo de oleaje, a veces otoñal a veces bravío, en tiempos de mar de fondo, de sus Trasmallos.