lunes, 8 de mayo de 2017

Hotel Desierto, de Carlos García Ruiz

Desde la carretera 
Por Fermina Ponce


Aún no he terminado de bajarme de mi coche, y las luces fluorescentes, amarillas y algo rancias de este lugar me seducen. La cautela me acompaña, pues es un lugar desolado, atractivo en su nombre y desconocido.

Abro la puerta y salgo con mis llaves, mi cuaderno y un lápiz. Hay un poco de bruma y la calle apenas se dejó besar por la lluvia. Menos mal que a estos pantalones no les importa el agua, ensuciarse o quedarse pegados en la acera.

Y me siento en la orilla de la carretera a tomar nota, frente al Hotel Desierto, y lo huelo, leo y releo. Siento el dolor del autor a tres golpes, como una guerra anunciada a la que uno se le tira de frente y sin camisa.





“Soy una gota más
  en la falsa inmensidad de tus lágrimas,
  un colmillo de león roto,
  una bala sin pólvora,
  un hombre sin futuro…”[1]

Un batalla anunciada en cámara lenta o encubierta en impulsos, en besos, en amores de color negro y al filo de la derrota.

Debo respirar profundo y sostenido. Muero un poco, los versos cargados de desazón y agotamiento de pelear y no ganar o de ganar tantas veces lo no deseado me hacen escuchar la voz de los huéspedes impregnadas de tantas huellas.

Cruzo la mirada por los pasillos y me encuentro con un colchón en llamas y mi pensamiento se vuelve lumbre.

“(…) Quemó bien, con alegría,
   y en cada llamarada que subía al cielo
  veía gotas de sudor,
  salpicaduras de semen y saliva,…”[2]

Entonces pienso en Kerouac: “Nuestras maltratadas maletas se amontonaban sobre la acera de nuevo; nos quedaban largos caminos por recorrer. Pero no importa, el camino es vida...”[3]

Poco a poco va llegando más gente, como usted, como ella, como él, como esa pareja clandestina vestida de ese “esta noche es la única y la última”, como tú mi amor.

Las veo entrar y pagar su estadía en este Hotel Desierto, en el que no hay puertas y en el que Carlos dejó su entraña en un sillón lleno de sudores. Observo a sus mujeres, algunas casi transparentes por el desuso, otras apenas si se acaban de marchar. Y no puedo dejar de pensar en lo que dice Cortázar en el capítulo 7 de Rayuela: “(…) como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar…”.

Ellas desnudas, medio vestidas, despeinadas, que se lanzan por las ventanas sin vidrios, lamidas por besos jugosos.

“(…) Te busqué después del aceite y antes de la seda,
no te encontré,
pero sé que estabas allí.
Espérame.
Si aguantaste perdida entre mil mundos,
                          quiero que vuelvas al mío…”[4]

Este Hotel Desierto es un laberinto de aciertos, una geografía que te atrapa en una muchedumbre ciega ante tanta ironía. “La aurora”[5] de Lorca observa una “Ciudad febril”:

                       “(…) Esta ciudad es febril, vecino,
                         para el siete por ciento que no duerme
                         y pasa las noches en vela frente al espejo,
                         para el tres por ciento que sueña
                         con una cuchilla mellada que bese sus gargantas…”[6]

No quiero incomodarlos más. No quiero seguir llenándolos de palabras innecesarias. Paguen su noche, caminen por los pasillos. Aquí todo vale la pena por su dualidad, simpleza, complejidad; por esta forma tan coherente de hilar historias, por esta manera tan fotográfica en cada letra.

¡ADVERTENCIA!
Si entra al Hotel Desierto es bajo su propio riesgo, y corre el peligro de querer quedarse.

Fermina Ponce





[1] Carlos García Ruiz, versos del poema Corredor ciego de Hotel desierto, 2017.
[2] Carlos García Ruiz, versos del poema Información de Hotel desierto, 2017.
[3] Jack Keourac, En el camino, 1957.
[4] Carlos García Ruiz, versos del poema Sordo de Hotel desierto, 2017.
[5] Federico García Lorca, La aurora, Poeta en Nueva York, 1940.
[6] Carlos García Ruiz, versos del poema Ciudad febril de Hotel desierto, 2017.

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