Por Fermina Ponce
Aún no he terminado de bajarme de mi
coche, y las luces fluorescentes, amarillas y algo rancias de este lugar me
seducen. La cautela me acompaña, pues es un lugar desolado, atractivo en su
nombre y desconocido.
Abro la puerta y salgo con mis llaves,
mi cuaderno y un lápiz. Hay un poco de bruma y la calle apenas se dejó besar
por la lluvia. Menos mal que a estos pantalones no les importa el agua,
ensuciarse o quedarse pegados en la acera.
Y me siento en la orilla de la
carretera a tomar nota, frente al Hotel
Desierto, y lo huelo, leo y releo. Siento el dolor del autor a tres golpes,
como una guerra anunciada a la que uno se le tira de frente y sin camisa.
“Soy una gota más
en la falsa inmensidad de tus lágrimas,
un colmillo de león roto,
una bala sin pólvora,
un hombre sin futuro…”[1]
Un
batalla anunciada en cámara lenta o encubierta en impulsos, en besos, en amores
de color negro y al filo de la derrota.
Debo respirar profundo y sostenido. Muero
un poco, los versos cargados de desazón y agotamiento de pelear y no ganar —o de ganar tantas veces lo no deseado— me hacen escuchar la voz de los
huéspedes impregnadas de tantas huellas.
Cruzo
la mirada por los pasillos y me encuentro con un colchón en llamas y mi
pensamiento se vuelve lumbre.
“(…)
Quemó bien, con alegría,
y en cada llamarada que subía al cielo
veía gotas de sudor,
salpicaduras de semen y saliva,…”[2]
Entonces pienso en Kerouac: “Nuestras maltratadas
maletas se amontonaban sobre la acera de nuevo; nos quedaban largos caminos por
recorrer. Pero no importa, el camino es vida...”[3]
Poco a poco va llegando más gente, como
usted, como ella, como él, como esa pareja clandestina vestida de ese “esta
noche es la única y la última”, como tú mi amor.
Las veo entrar y pagar su estadía en
este Hotel Desierto, en el que no hay
puertas y en el que Carlos dejó su entraña en un sillón lleno de sudores.
Observo a sus mujeres, algunas casi transparentes por el desuso, otras apenas
si se acaban de marchar. Y no puedo dejar de pensar en lo que dice Cortázar en el capítulo 7 de Rayuela: “(…) como si
por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para
deshacerlo todo y recomenzar…”.
Ellas desnudas, medio vestidas,
despeinadas, que se lanzan por las ventanas sin vidrios, lamidas por besos
jugosos.
“(…)
Te busqué después del aceite y antes de la seda,
no te
encontré,
pero
sé que estabas allí.
Espérame.
Si
aguantaste perdida entre mil mundos,
quiero que vuelvas al
mío…”[4]
Este Hotel Desierto es un laberinto de aciertos, una geografía que te
atrapa en una muchedumbre ciega ante tanta ironía. “La aurora”[5]
de Lorca observa una “Ciudad febril”:
“(…)
Esta ciudad es febril, vecino,
para el siete por
ciento que no duerme
y pasa las noches en
vela frente al espejo,
para el tres por
ciento que sueña
con una cuchilla mellada que bese sus gargantas…”[6]
No quiero incomodarlos más. No quiero
seguir llenándolos de palabras innecesarias. Paguen su noche, caminen por los
pasillos. Aquí todo vale la pena por su dualidad, simpleza, complejidad; por
esta forma tan coherente de hilar historias, por esta manera tan fotográfica en
cada letra.
¡ADVERTENCIA!
Si entra al Hotel Desierto es bajo
su propio riesgo, y corre el peligro de querer quedarse.
Fermina
Ponce
[1] Carlos García Ruiz, versos del poema Corredor ciego de Hotel desierto, 2017.
[2] Carlos García Ruiz, versos del poema Información de Hotel desierto, 2017.
[3] Jack Keourac, En el camino,
1957.
[4] Carlos García Ruiz, versos del poema Sordo de Hotel desierto, 2017.
[5] Federico García Lorca, La
aurora, Poeta en Nueva York, 1940.
[6] Carlos García Ruiz, versos del poema Ciudad febril de Hotel desierto, 2017.
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