El asesinato de John Cole Steele, en 1802
A primeros de noviembre de 1802,
en la localidad de Hounslow-heath, a unos kilómetros al oeste de Londres,
apareció el cadáver de un hombre, enterrado bajo unos arbustos. Tenía un
tremendo golpe en la base del cráneo, una correa de cuero fuertemente atada al
cuello, y entre otras heridas en la cabeza, le habían cortado la frente de
manera atroz. Le habían despojado del sombrero y las botas y vaciado por
completo los bolsillos. Junto al cuerpo se halló una enorme maza, con la que
seguramente le habían asestado el golpe en la nuca. El que en las proximidades
hubiera aparecido una gorra militar y que las heridas de la frente y algunas
otras de la cabeza parecieran haber sido hechas por una bayoneta llevó a pensar
que había sido asesinado por soldados.
El muerto fue identificado como
John Cole Steele, propietario de un almacén de esencia de lavanda en Londres,
que el día anterior a su muerte había acudido a una plantación que tenía en
tierras de Feltham. El asesinato había ocurrido en el camino de vuelta de Bedfont,
que Cole hacía de noche y a pie.
En los días siguientes se
hicieron averiguaciones e incluso se detuvo a varias personas como sospechosas
del asesinato. Pero resultaron inocentes, y durante cuatro años nada más pudo
saberse que aclarara el móvil de aquel crimen y quiénes fueran los autores.
Pero en 1807, un convicto de robo
que cumplía condena en un barco-prisión en Woolwich, sabiéndose gravemente
enfermo y con remordimientos de conciencia, quiso hacer una confesión que tenía
que ver con aquel crimen. De la declaración de Benjamin Hanfield, que así se
llamaba aquel hombre –y que a causa de su estado de salud, arrepentimiento y
confesión recibió el perdón real–, se pudo reconstruir lo sucedido con John
Cole Steele en la madrugada del 6 de noviembre de 1802.
Hanfield, que había servido como
soldado en varios regimientos de los Dragones Ligeros del Ejército Británico,
reconocía que hacía años que llevaba una vida poco ejemplar, dedicándose de vez
en cuando a realizar hurtos y otros pequeños actos delictivos. En noviembre de
1802, estando en el Turk´s Head (pub que frecuentaba) en compañía de dos
compinches, planearon un asalto. Fue a propuesta de John Holloway, que dijo
tener conocimiento de que la noche del 6 de noviembre una persona acaudalada,
con el dinero recaudado de sus negocios, volvería a pie por el camino de Bedfont. Era
un trabajo muy sencillo, había añadido Holloway, y muy fructífero si sabían
aprovecharlo.
Ese día del 6 de noviembre por la
mañana, los tres hombres –Hanfield, Holloway y Owen Haggerty, que así se
llamaba el tercer hombre– quedaron en otro pub, el Black Horse, para ajustar el
plan, y después de beber bastante ginebra, hacia el mediodía se marcharon a
otro local en Hounslow, el Bell, en donde Holloway y Haggerty tenían preparadas
unas bolsas con distinto material (una pesada maza de hierro, cuerdas, una
correa de cuero, una bayoneta envuelta en una tela de saco). Comieron algo y
siguieron bebiendo ginebra, y al anochecer se dirigieron al camino de Bedfont. Y
allí, en el mojón que marcaba la undécima milla del camino, se escondieron
detrás de unos matorrales y aguardaron a su víctima.
La espera se hizo larga. Y como
Holloway continuaba bebiendo ginebra de una botella, Hanfield le recriminó arguyendo
que la embriaguez le haría perder el control y arruinar el plan. Discutieron
acaloradamente y estuvieron a punto de abortar el asalto, cuando escucharon que
alguien se acercaba por el camino. Se callaron y agazaparon detrás de los
arbustos. La luna había salido y a su luz distinguieron perfectamente la figura
que se acercaba. Era un hombre de mediana estatura, que llevaba sombrero y un
abrigo grueso y largo.
“Es él”, dijo Holloway, y sin
cubrirse el rostro con un pañuelo, como habían convenido, salió del escondite,
maza en mano, conminando en altas voces al sorprendido viajero a detenerse y
levantar las manos. Detrás, le siguió Haggerty, con la bayoneta en la mano
derecha, y Hanfield, que llevaba una cuerda. Rodearon al hombre, que parecía
realmente asustado, y mientras Holloway blandiendo la maza le ordenaba que se
quitara el abrigo y que no se le ocurriera gritar so pena de un buen golpe, Haggerty
le quitó el sombrero de un manotazo y le rodeó el cuello con una larga correa
de cuero; Hanfield le ató las piernas con una cuerda por debajo de las
rodillas.
El hombre, muy nervioso, les dijo
que les daría todo el dinero que llevaba y les suplicaba que no le hicieran
daño. Le había entregado el abrigo a Holloway y ante las nuevas amenazas de
éste aseguró que no llevaba ninguna cartera de bolsillo. Solo cuando Haggerty
tiró de la cuerda que tenía alrededor del cuello para hacerle caer y
registrarle, el hombre se resistió y comenzó a gritar con desesperación.
Lo demás ocurrió con mucha
rapidez, pues a los gritos del asaltado se añadió el sonido inconfundible de un
carruaje que se acercaba por el camino. Holloway apartó de un manotazo a
Haggerty, que seguía intentando tirar al hombre con la correa, y asestando a la
víctima un terrible mazazo en la base del cráneo, lo hizo caer al suelo como un
saco. Ya derribado le propinó otro fuerte golpe con el mazo, y cogiéndole de
los pies comenzó a arrastrarlo fuera del camino, a lo que también ayudó Haggerty. Hanfield,
entretanto, había recogido el abrigo y el sombrero, y siguiendo a los dos compinches,
que tiraban de la víctima, volvió al escondite de los arbustos. Cuando pasó el
carruaje, sin que sus ocupantes hubieran detectado nada de los sucedido,
Hanfield saltó sobre Holloway y lo golpeó mientras le chillaba que había matado
a aquel hombre. Se intercambiaron unos cuantos golpes y cuando se cansaron,
Hanfield dijo que no quería saber nada de todo aquello y que se volvía a casa.
Mientras se alejaba, Holloway le gritó, “Pues márchate, mariquita, pero no
esperes compartir nada del botín”.
La declaración de Benjamin
Hanfield llevó a la detención de John Holloway y Owen Haggerty, que desde el principio
negaron la acusación y se declararon inocentes. Pero además de que muchos de
los detalles de la descripción de Hanfield fueron confirmados por testigos, los
acusados cometieron la torpeza de quedarse y vender algunas de las prendas que
robaron a la víctima, y que fueron claramente identificadas. Fueron hallados
culpables por el jurado y condenados a la horca.
Y entonces se produjo la segunda parte
de este terrible crimen, igual de atroz y reflejo de la violencia que en muchas
ocasiones prende entre los humanos como el fuego prende en un poco de hojarasca
y arrasa todo un bosque saltando de rama en rama.
La fecha de la ejecución de Holloway
y Haggerty fue fijada para un lunes, a primera hora de la mañana. Y desde la
madrugada de ese día, un aluvión de personas se acercó a las inmediaciones de
Old Bailey. La ansiedad por tener una buena vista de la ejecución hizo que
asientos cercanos al lugar en el que se levantaba el patíbulo, especialmente
los próximos a Newgate, se cotizaran a precios desorbitados. Pero no se limitó
a lugares de esa proximidad, sino que todas las callejuelas aledañas hirvieron
con una multitud que sobre las ocho de la mañana se calculó que fuera del orden
de cuarenta mil personas. Había gente de toda clase y condición, y no podía
decirse que la mayoría fueran hombres, sino que en igual proporción estaban las
mujeres, muchas de ellas llevando niños en brazos.
Cuando subieron a los dos
convictos al patíbulo se alzó un rugido entre la multitud, como el abrumador
sonido de una marejada, que se incrementó más si cabe cuando John Holloway, que
estaba maniatado y a pesar de ello mantenía en las manos un sombrero, hizo una
extraña reverencia y gritó con todas sus fuerzas, “Innocent, gentlemen,
innocent, innocent!” Después el verdugo le ajustó la soga al cuello, lo mismo
que a Haggerty, y la muchedumbre respondió con un atronador, “Murder, murder,
murder!”, que ponía los pelos de punta. Un grito aún más ensordecedor y
sostenido se produjo cuando a la orden del oficial se abrió la trampilla y los
dos cuerpos cayeron al vacío quedando colgados de las cuerdas por el cuello. Y
fue como si los espasmos de los condenados se transmitieran a la multitud, pues
aquí y allá, en numerosos lugares de
aquella marea humana, se reprodujeron similares convulsiones, señales
inequívocas de que la vida se escapaba de los cuerpos.
Era tal la presión de la multitud
apiñada, que mujeres y niños de débil constitución que imprudentemente se
habían adentrado en la muchedumbre comenzaron a gritar con desesperación al
notar que les faltaba el aliento. Una mujer, que llevaba en brazos un niño de
pocos meses, al verse desfallecer y caer aplastada alzó los brazos con su hijo
rogando a gritos a un hombre próximo a ella que salvara a la criatura. Pero el
hombre, que también luchaba por salir de aquel abrazo mortal, se quitó de
encima al niño como si de un bicho se tratara y lo lanzó a unos metros de
distancia, a otros brazos que también lo repelieron de la misma manera. Y así
el infante viajó un buen trecho en la cresta de la agitada marea hasta que un
alma compasiva lo dejó debajo de una carreta, salvándole así la vida. En el
callejón Green Arbour, un hombre que llevaba un enorme cesto con pasteles para
vender entre los asistentes a la ejecución, perdió pie y cayó sobre los
pasteles. La multitud lo sepultó dentro de la cesta y murió asfixiado entre sus
propios pasteles. Cerca de esta misma calle, un carro en el que se había subido
un numeroso grupo de personas se hundió a causa del peso y muchos de los que
cayeron no volvieron a levantarse, engullidos por la muchedumbre que les rodeó
como la ciénaga de arenas movedizas engulle a la desgraciada criatura que tiene
la mala fortuna de caer en su seno. Es sorprendente saber que entre los muertos
por el hundimiento de ese carro hubo un joven marinero, compañero de Owen
Haggerty en la fragata Shannon, en donde este fue apresado. El joven marino
había venido desde Dale, en la costa de Kent, hasta Londres, para presenciar el
ajusticiamiento de su antiguo compañero.
Durante la hora que los cuerpos
de los ahorcados continuaron colgando de sus cuerdas, veintisiete cuerpos
fueron llevados al Hospital de San Bartolomé, cuatro a la Iglesia del Santo
Sepulcro, y otros muchos a diferentes locales próximos al lugar de ejecución. Y
cuando horas más tarde se pudo despejar la zona, una enorme carreta se llenó
con zapatos, sombreros, chaquetas y todo tipo de indumentaria de hombres,
mujeres y niños.
Mientras los cuerpos de los
ajusticiados eran llevados en una carreta para su disección en Cowcross Street,
las decenas de muertos de la catástrofe, después de ser desnudados y lavados,
eran expuestos, tapados con una sábana y el rostro descubierto, en el patio
central del Hospital San Bartolomé, para poder ser identificados por sus
familiares.
A la vista de esta sinrazón, ¿no resulta
un sarcasmo saber que durante meses varias partes de los cuerpos de John
Holloway y Owen Haggerty fueron colgadas con cadenas en lugares públicos de
Londres como ejemplo moralizante y disuasorio del crimen que cometieron?
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