lunes, 22 de mayo de 2017

Basado en viejos crímenes y delitos (1)

Por Luis Junco

El asesinato de John Cole Steele, en 1802

A primeros de noviembre de 1802, en la localidad de Hounslow-heath, a unos kilómetros al oeste de Londres, apareció el cadáver de un hombre, enterrado bajo unos arbustos. Tenía un tremendo golpe en la base del cráneo, una correa de cuero fuertemente atada al cuello, y entre otras heridas en la cabeza, le habían cortado la frente de manera atroz. Le habían despojado del sombrero y las botas y vaciado por completo los bolsillos. Junto al cuerpo se halló una enorme maza, con la que seguramente le habían asestado el golpe en la nuca. El que en las proximidades hubiera aparecido una gorra militar y que las heridas de la frente y algunas otras de la cabeza parecieran haber sido hechas por una bayoneta llevó a pensar que había sido asesinado por soldados.

El muerto fue identificado como John Cole Steele, propietario de un almacén de esencia de lavanda en Londres, que el día anterior a su muerte había acudido a una plantación que tenía en tierras de Feltham. El asesinato había ocurrido en el camino de vuelta de Bedfont, que Cole hacía de noche y a pie.

En los días siguientes se hicieron averiguaciones e incluso se detuvo a varias personas como sospechosas del asesinato. Pero resultaron inocentes, y durante cuatro años nada más pudo saberse que aclarara el móvil de aquel crimen y quiénes fueran los autores.

Pero en 1807, un convicto de robo que cumplía condena en un barco-prisión en Woolwich, sabiéndose gravemente enfermo y con remordimientos de conciencia, quiso hacer una confesión que tenía que ver con aquel crimen. De la declaración de Benjamin Hanfield, que así se llamaba aquel hombre –y que a causa de su estado de salud, arrepentimiento y confesión recibió el perdón real–, se pudo reconstruir lo sucedido con John Cole Steele en la madrugada del 6 de noviembre de 1802.

Hanfield, que había servido como soldado en varios regimientos de los Dragones Ligeros del Ejército Británico, reconocía que hacía años que llevaba una vida poco ejemplar, dedicándose de vez en cuando a realizar hurtos y otros pequeños actos delictivos. En noviembre de 1802, estando en el Turk´s Head (pub que frecuentaba) en compañía de dos compinches, planearon un asalto. Fue a propuesta de John Holloway, que dijo tener conocimiento de que la noche del 6 de noviembre una persona acaudalada, con el dinero recaudado de sus negocios,  volvería a pie por el camino de Bedfont. Era un trabajo muy sencillo, había añadido Holloway, y muy fructífero si sabían aprovecharlo.

Ese día del 6 de noviembre por la mañana, los tres hombres –Hanfield, Holloway y Owen Haggerty, que así se llamaba el tercer hombre– quedaron en otro pub, el Black Horse, para ajustar el plan, y después de beber bastante ginebra, hacia el mediodía se marcharon a otro local en Hounslow, el Bell, en donde Holloway y Haggerty tenían preparadas unas bolsas con distinto material (una pesada maza de hierro, cuerdas, una correa de cuero, una bayoneta envuelta en una tela de saco). Comieron algo y siguieron bebiendo ginebra, y al anochecer se dirigieron al camino de Bedfont. Y allí, en el mojón que marcaba la undécima milla del camino, se escondieron detrás de unos matorrales y aguardaron a su víctima.

La espera se hizo larga. Y como Holloway continuaba bebiendo ginebra de una botella, Hanfield le recriminó arguyendo que la embriaguez le haría perder el control y arruinar el plan. Discutieron acaloradamente y estuvieron a punto de abortar el asalto, cuando escucharon que alguien se acercaba por el camino. Se callaron y agazaparon detrás de los arbustos. La luna había salido y a su luz distinguieron perfectamente la figura que se acercaba. Era un hombre de mediana estatura, que llevaba sombrero y un abrigo grueso y largo.

“Es él”, dijo Holloway, y sin cubrirse el rostro con un pañuelo, como habían convenido, salió del escondite, maza en mano, conminando en altas voces al sorprendido viajero a detenerse y levantar las manos. Detrás, le siguió Haggerty, con la bayoneta en la mano derecha, y Hanfield, que llevaba una cuerda. Rodearon al hombre, que parecía realmente asustado, y mientras Holloway blandiendo la maza le ordenaba que se quitara el abrigo y que no se le ocurriera gritar so pena de un buen golpe, Haggerty le quitó el sombrero de un manotazo y le rodeó el cuello con una larga correa de cuero; Hanfield le ató las piernas con una cuerda por debajo de las rodillas.

El hombre, muy nervioso, les dijo que les daría todo el dinero que llevaba y les suplicaba que no le hicieran daño. Le había entregado el abrigo a Holloway y ante las nuevas amenazas de éste aseguró que no llevaba ninguna cartera de bolsillo. Solo cuando Haggerty tiró de la cuerda que tenía alrededor del cuello para hacerle caer y registrarle, el hombre se resistió y comenzó a gritar con desesperación.

Lo demás ocurrió con mucha rapidez, pues a los gritos del asaltado se añadió el sonido inconfundible de un carruaje que se acercaba por el camino. Holloway apartó de un manotazo a Haggerty, que seguía intentando tirar al hombre con la correa, y asestando a la víctima un terrible mazazo en la base del cráneo, lo hizo caer al suelo como un saco. Ya derribado le propinó otro fuerte golpe con el mazo, y cogiéndole de los pies comenzó a arrastrarlo fuera del camino,  a lo que también ayudó Haggerty. Hanfield, entretanto, había recogido el abrigo y el sombrero, y siguiendo a los dos compinches, que tiraban de la víctima, volvió al escondite de los arbustos. Cuando pasó el carruaje, sin que sus ocupantes hubieran detectado nada de los sucedido, Hanfield saltó sobre Holloway y lo golpeó mientras le chillaba que había matado a aquel hombre. Se intercambiaron unos cuantos golpes y cuando se cansaron, Hanfield dijo que no quería saber nada de todo aquello y que se volvía a casa. Mientras se alejaba, Holloway le gritó, “Pues márchate, mariquita, pero no esperes compartir nada del botín”.

La declaración de Benjamin Hanfield llevó a la detención de John Holloway y Owen Haggerty, que desde el principio negaron la acusación y se declararon inocentes. Pero además de que muchos de los detalles de la descripción de Hanfield fueron confirmados por testigos, los acusados cometieron la torpeza de quedarse y vender algunas de las prendas que robaron a la víctima, y que fueron claramente identificadas. Fueron hallados culpables por el jurado y condenados a la horca.

Y entonces se produjo la segunda parte de este terrible crimen, igual de atroz y reflejo de la violencia que en muchas ocasiones prende entre los humanos como el fuego prende en un poco de hojarasca y arrasa todo un bosque saltando de rama en rama.


La fecha de la ejecución de Holloway y Haggerty fue fijada para un lunes, a primera hora de la mañana. Y desde la madrugada de ese día, un aluvión de personas se acercó a las inmediaciones de Old Bailey. La ansiedad por tener una buena vista de la ejecución hizo que asientos cercanos al lugar en el que se levantaba el patíbulo, especialmente los próximos a Newgate, se cotizaran a precios desorbitados. Pero no se limitó a lugares de esa proximidad, sino que todas las callejuelas aledañas hirvieron con una multitud que sobre las ocho de la mañana se calculó que fuera del orden de cuarenta mil personas. Había gente de toda clase y condición, y no podía decirse que la mayoría fueran hombres, sino que en igual proporción estaban las mujeres, muchas de ellas llevando niños en brazos.

Cuando subieron a los dos convictos al patíbulo se alzó un rugido entre la multitud, como el abrumador sonido de una marejada, que se incrementó más si cabe cuando John Holloway, que estaba maniatado y a pesar de ello mantenía en las manos un sombrero, hizo una extraña reverencia y gritó con todas sus fuerzas, “Innocent, gentlemen, innocent, innocent!” Después el verdugo le ajustó la soga al cuello, lo mismo que a Haggerty, y la muchedumbre respondió con un atronador, “Murder, murder, murder!”, que ponía los pelos de punta. Un grito aún más ensordecedor y sostenido se produjo cuando a la orden del oficial se abrió la trampilla y los dos cuerpos cayeron al vacío quedando colgados de las cuerdas por el cuello. Y fue como si los espasmos de los condenados se transmitieran a la multitud, pues  aquí y allá, en numerosos lugares de aquella marea humana, se reprodujeron similares convulsiones, señales inequívocas de que la vida se escapaba de los cuerpos.


Era tal la presión de la multitud apiñada, que mujeres y niños de débil constitución que imprudentemente se habían adentrado en la muchedumbre comenzaron a gritar con desesperación al notar que les faltaba el aliento. Una mujer, que llevaba en brazos un niño de pocos meses, al verse desfallecer y caer aplastada alzó los brazos con su hijo rogando a gritos a un hombre próximo a ella que salvara a la criatura. Pero el hombre, que también luchaba por salir de aquel abrazo mortal, se quitó de encima al niño como si de un bicho se tratara y lo lanzó a unos metros de distancia, a otros brazos que también lo repelieron de la misma manera. Y así el infante viajó un buen trecho en la cresta de la agitada marea hasta que un alma compasiva lo dejó debajo de una carreta, salvándole así la vida. En el callejón Green Arbour, un hombre que llevaba un enorme cesto con pasteles para vender entre los asistentes a la ejecución, perdió pie y cayó sobre los pasteles. La multitud lo sepultó dentro de la cesta y murió asfixiado entre sus propios pasteles. Cerca de esta misma calle, un carro en el que se había subido un numeroso grupo de personas se hundió a causa del peso y muchos de los que cayeron no volvieron a levantarse, engullidos por la muchedumbre que les rodeó como la ciénaga de arenas movedizas engulle a la desgraciada criatura que tiene la mala fortuna de caer en su seno. Es sorprendente saber que entre los muertos por el hundimiento de ese carro hubo un joven marinero, compañero de Owen Haggerty en la fragata Shannon, en donde este fue apresado. El joven marino había venido desde Dale, en la costa de Kent, hasta Londres, para presenciar el ajusticiamiento de su antiguo compañero.

Durante la hora que los cuerpos de los ahorcados continuaron colgando de sus cuerdas, veintisiete cuerpos fueron llevados al Hospital de San Bartolomé, cuatro a la Iglesia del Santo Sepulcro, y otros muchos a diferentes locales próximos al lugar de ejecución. Y cuando horas más tarde se pudo despejar la zona, una enorme carreta se llenó con zapatos, sombreros, chaquetas y todo tipo de indumentaria de hombres, mujeres y niños.

Mientras los cuerpos de los ajusticiados eran llevados en una carreta para su disección en Cowcross Street, las decenas de muertos de la catástrofe, después de ser desnudados y lavados, eran expuestos, tapados con una sábana y el rostro descubierto, en el patio central del Hospital San Bartolomé, para poder ser identificados por sus familiares.


A la vista de esta sinrazón, ¿no resulta un sarcasmo saber que durante meses varias partes de los cuerpos de John Holloway y Owen Haggerty fueron colgadas con cadenas en lugares públicos de Londres como ejemplo moralizante y disuasorio del crimen que cometieron?

No hay comentarios:

Publicar un comentario