(Misterioso
personaje, que desea firmar con el nombre “Telesforo”, nos hace llegar esta
colaboración y nos ruega publicar manteniendo su peculiar estilo –una curiosa
forma de puntuar, que, dice, es la suya de siempre–. Sospechando que, tanto por
su enjundia y particulares modos, hará
despertar de su ocioso letargo -entre otros muchos- a la noble Casa de Abascal, así lo hacemos,
sin solicitar más aclaraciones.)
Por Telesforo
Entre las tareas
que hemos dejado atrás, sin más ánimos que atender otras perentorias
necesidades, está solucionar un misterio candente ya esbozado, quién escribió
el Quijote de Avellaneda, desde que se publicó en 1614, unos meses antes de la
segunda parte cervantina, se ha atribuido la obra por diversos expertos y
académicos a Lupercio Leonardo Argensola, Bartolomé Leonardo Argensola,
Mateo Alemán, Fray Andrés Pérez, Fray Alonso Fernández, Juan Blanco de la Paz , Fray Luis de Aliaga,
Gaspar Schöpe, Lope de Vega, Fray Luis de Granada; Alfonso Lamberto ; Tirso de
Molina, Pedro Liñán de Riaza, Juan Martí, Gabriel Leonardo Albión, Vicencio
Blasco de Lanuza, Juan Ruiz de Alarcón, Alfonso Pérez de Montalbán, Alonso de
Ledesma, Alonso Fernández de Zapata, Francisco de Quevedo, Cristobal de
Fonseca, Guillén de Castro, Castillo de Solórzano, Vicente García, Rector de
Vallfogona, Francisco López de Úbeda, Juan de Valladares, Mira de Amescua,
Gonzalo de Céspedes y Meneses, Salas Barbadillo, Jerónimo de Pasamonte,
Baltasar Navarrete, y hasta al mismo Miguel de Cervantes; Al mismo tiempo que
iban surgiendo candidatos de consenso se iban estableciendo unas normas o
requisitos que deberían reunir, “era dominico aragonés, autor de comedias
y protegido del poderoso confesor de Felipe III, Fray Luis de Aliaga”, y que
“debía ser un autor de comedias, enemigo de Cervantes y a quien éste hubiera
ofendido”. Comentar quienes fueron todos esos presuntos nos daría para un
libriño, muchos son suficientemente conocidos, pues a ver quién ignora las poesías jocosas, serias y pornográficas del
sacerdote catalán Vicente García, alias “rector de Vallfogona”, cuando las
letras españolas refulgían con el oro del siglo, en Cataluña, este modesto
fraile amante de las suyas, abrumado por la mirada de las damas componía
hermosos versos, sutiles cancioncillas que el vulgo repetía haciendo honor a su
innoble condición, “por agua iba mi bien cierto día, y fuego ardiente por
sus ojos lanzaba, y en los míos, con qué atención los
contemplaba, llenar los cántaros fácilmente podía. El chorro del
agua, que más claro salía, como quien dice regalos murmuraba, y
cuando la delicada mano bañaba, la nieve fundiéndose parecía. A un extremo
llegué tan insufrible, y a los rayos fogosos de su hermosa
vista tanto se me quemaba el alma afligida, que, para mitigar el
ardor terrible, entró en un cántaro, y quedó, la triste, en alma de
cántaro convertida” ya sabéis amigos do procede el “alma de cántaro” con que a
veces adornáis el discurso, de este libérrimo cura que ora triunfaba en los
sermones ora las alcobas añoraba; de la mujer, empero, completa coincidencia en
su dicción, dos son los dones que la abrevian, belleza y mudanza “con el largo tiempo,
el tigre más feroz suele amansar su gran bravura, y el toro bravo se
humilla con tal mansedumbre, hasta llevar un yugo encima; con el
largo tiempo, aprende obediencia un perro, y el halcón a ir con
ligereza sobre la caza, y llevarla cuando hace presa, hasta se hacen
domésticos el león y el oso; con el largo tiempo, con lengua
farragosa, el papagayo palabras pronuncia, y el elefante aprende cabo
y crianza. Con el largo tiempo, toda y cualquier cosa se alcanza, y
casi en todo vence la porfía; salvo la mujer, constante en
su mudanza” por no aburrir, pero quedando claro que el cura picaba do
podía, este sensible y breve ejemplo valga de cómo la sotana es respeto o burla
según la hora del día, de esta forma se refería a una monja picada de viruela
“mala pascua os de Dios, monja carcomida, panal sin miel, taladrada
celosía, queso ojeado, cruel fisonomía, con más puntas y grupos que
el arado tiene! de alguna fosa os han desenterrado para no sufrir los
muertos tal compañía, cuando esa mala cara se pudría estaba ya de
gusanos medio roída; manténgaos Dios, negra agujereada, y adiós, que me
parece que me nacen alas y me vuelvo cuervo después que pico
carne muerta!” un dechado de sensibilidad esta gloria de letras mas de
baja crianza; y quien no estudió o, en su caso, ha oído hablar de los hermanos
Bartolomé y Lupercio Leonardo Argensola, oír decimos, pues retamos a quien haya
posado un solo ojo al menos en un texto de este horaciano dúo, dado, no como el
citado cura al encono, sino a la pedagogía, eso sí, con un toque encabronado en
muchos casos, decía Lupercio sobre “una mujer que se afeitaba y estaba hermosa”
siempre la misma problemática, si con o sin “yo os quiero confesar, don Juan,
primero: que aquel blanco color de doña Elvira no tiene de ella más, si bien se
mira, que el haberle costado su dinero. Pero tras eso confesaros quiero que es
tanta la beldad de su mentira, que en vano a competir con ella aspira belleza
igual de rostro verdadero. Mas, ¿qué mucho que yo perdido ande por un engaño
tal, pues que sabemos que nos engaña así Naturaleza? Porque ese cielo azul que
todos vemos ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande que no sea verdad tanta
belleza!” aunque no por fijarse en detalles vanos por eso no distinguiéramos
que la belleza es marginal al disfraz con que la tapes “hermosura perfecta no
consiste en dar diversas formas al cabello, perlas a las orejas y oro al
cuello, ni en la ropa costosa que se viste. Con traje rico o pobre, alegre o
triste, es uno mismo siempre un rostro bello; que, en oro o plomo, siempre deja
el sello la forma que grabada en él asiste. Mas esto pocas veces lo concede
naturaleza, avara con el mundo, en el cual siempre es raro lo perfecto. Yo, por
mi mal, lo he visto, y sé que puede, con el traje primero y el segundo, vuestra
hermosura hacer igual efecto” que en cristiano se traduce por un me gustan
todas y de cualquier manera; y su hermano pequeño, Bartolomé, salió más triste
y horaciano si cabe, sin dejarse influir por la legión de gongorinos que
asolaba Madrid, ni por el verso fácil que hizo de Lope fénix, le dio por cuidar
forma y fondo y educación a un tiempo, resultando un tostón perulero, no por
ello indigno de visita aun por pascua florida, este no miraba a las mujeres
como el mayor, y si lo hacía callaba lo ganado, prefería cartearse con su
sobrino Juan y soltarle sermones a ver si lo encausaba “don Juan, ya se me ha
puesto en el cerbelo, que aprendes la civil jurisprudencia contra la
inclinación que te dio el cielo” pues el muchacho, a diferencia del tito, sí
era dado a inclinarse y levantar las faldas, pero Bartolomé erre que erre no
cejaba en instruir al ingrato “en el más proceloso torbellino y olas más
violentadas o violentas, dulce don Juan, carísimo sobrino, cuando ni sé ni diga
más sedientas, por la sangre que apenas me ha quedado, o por la que he vertido
más sangrientas, de hombres y de fortunas acosado, que esto es lo más común,
porque es más grave, de lo que es acometido un desdichado” parece que estaba en
problemas cuando escribe esta carta, sea por amor o dote, al carísimo sobrino
“donde el mar es la corte y es la nave, la misma vanidad y la derrota es
pretensión, y el puerto no se sabe; de mí mismo en la parte más remota, donde
cualquier suceso indiferente planta un cuidado que discursos brota, en el lugar
y la ocasión presente, vuestra carta me dieron, y con ella qué aprender y dudar
cumplidamente” no nos extraña que el sobrino saliera desviado, si para
entenderte hay que navegar entre las sombras, desdichado, si nosotros
escribiéramos a nuestros sobrinos una epístola de guisa semejante se
declararían ajenos a este tito que, como los Argensola, educar pretende, aún
con menipeas es más claro el dictado que las reviravoltas que da el juicioso
para atender al necio; y qué decir del gran Mira de Amescua, don Antonio, otro
cura del amor trabado “amor, que mejor sujeta los pechos más arrogantes,
se mostró, siendo tan niño, para mi ofensa, gigante. De una doncella hermosa -de tan excelentes partes que, a verla primero Apolo, no siguiera tanto a Dafne- me cautivaron los ojos, que no hay alma que no abrasen tan divinos
soles negros, que miran, libres y graves. Solicité muchos días su favor, sin
que alcanzase, si no esperanzas inciertas preeminencias de casarme. Tuve por
competidor un mancebo, cuya sangre, hirviendo de puro noble, fue lumbre en que
se quemase. Entrando en el Domo a misa -para mi desdicha un martes-
nuestra dama, la seguimos los solícitos amantes. Al tomar agua bendita, se cayó
al descuido un guante, y a un mismo tiempo llegamos entrambos a levantarle. Fue
la porfía de suerte que, dividido en dos partes, quedó partido el favor, y los
celos más pujantes; desafióme, atrevido, y sin que a ver aguardase la misa el
mancebo loco, al campo se fue a esperarme. Salí yo y, a un mismo tiempo, vio
los aceros el aire de nuestras espadas nobles, donde el sol pudo mirarse.
Apenas del primer tercio pude los filos tentarle, cuando por ellos camino, sin
que pudiese librarme. Rompo el animoso pecho, por donde, envuelta en granates,
salió el alma y dejó el cuerpo, para difunto cadáver. Viendo el desastrado
caso, por entre secretos valles huyo, con este criado, que fue mi querido
Acates. Vine al fin a Lombardía, a donde los generales del ilustre Carlos
Quinto sus ejércitos reparten: Próspero, Borbón y Leyva, y el de Pescara,
pilares adonde estriba el Imperio, y a quien Roma estatuas hace. El invencible
Francisco de Angulema, a quien levante la Fama , de cuyos lirios temblaron tantos alarbes,
para ocupar a Pavía, que es una fuerza importante, entra con furia francesa a
mirar del Po la margen. El ejército imperial le espera en medio del parque,
adonde Francisco llega a levantar su estandarte. La batalla le presenta,
pensando, a muy pocos lances, ver de Milán el castillo, besar sus plantas
reales. Llegado el amargo día, el estrépito de Marte suena en los vecinos
bosques, temerosos de escucharle. Trabóse al fin la batalla: aquí mueren y allí
salen, contra bridones franceses, los españoles infantes. Al fin, los franceses
rotos, el de Pescara el alcance sigue, y el francés, furioso, no quería retirarse.
El valeroso francés, sin que el peligro le espante, desea morir valiente para
no vivir cobarde. Yo, después de haber ganado una bandera, bastante indicio de
valor vi al rey que, teñido en sangre, en un caballo español de los que al
Betis le pacen la verde juncia y le beben los fugitivos cristales, con el
estoque sangriento, furioso, procura entrarse en el paso de una puente, donde
los suyos le amparen. Llego entonces, y al bridón, que espuma mascando esparce,
de un revés corto las corvas, para que Francisco salte desde la silla a la
arena, adonde no quiso darse sin que, cortés y amoroso, el de Pescara llegase.
Viendo el marqués lo que hice, no supo con qué pagarme, sino con darme papeles,
esperanza leve y frágil. Con ellos a España voy, aunque es bien que me
acobarde, pues, sin dinero y favor, no habrá quien merced alcance; que, aunque
es Carlos dadivoso y otro segundo Alexandre, suelen regir y mandar mil
codiciosos magnates. Cansado en efecto, y pobre, llegué a Génova esta tarde,
donde, viendo sus grandezas, se aliviaron mis pesares” es grande o no es grande
don Antonio?, por el lance que ocasiona unos ojos, negros soles, y un atrevido
rival, una pugna por un guante a propósito caído -pues cuando es su deseo todo
se les cae, hasta las enaguas- y un certero acero que finiquita el duelo, nos
cuenta la batalla de Pavía, su honroso comportamiento con el valeroso francés,
y su temerosa vuelta a ver si consigue al fin el bien ganado guante, mano,
brazo, culo de la bella dama que, tan niño, le alcanzó envuelta en gigante
amor, son las letras españolas grandes en su nimiedad y hermosas en cuanto al
verbo, nadie lee ya el siglo que fue oro y paso dio a los siglos del olvido,
justo hasta don Benito, entonces amaneció otra vez en las letras y España tomó
cuerpo de escritura; sí, cualquiera de ellos pudo escribir el Quijote de
Avellaneda, pero aunque tuvieran oportunidad por siglo y convivencia nada
demuestra el hito, esta memorable obra de la que, por cierto, nadie ha leído
una pizca, una mota, una esquirla, no por su falsedad sino por la vagancia
atribulada que hace de nos un pueblo campechano, siguiendo los pasos del
confucio que tuvimos por rey hasta hace poco, debería ser tan obligatoria en
las guarderías como la supuestamente verdadera, pues ambas enseñarían a los
niños que no hay haz sin envés ni traidor sin causa, y así se preparen para la
vida, “el sabio Alisolán, historiador no menos moderno que verdadero, dice que
siendo expelidos los moros agarenos de Aragón, de cuya nación él descendía,
entre ciertos anales de historias halló escrita en arábigo la tercera salida
que hizo del lugar del Argamasilla el invicto hidalgo don Quijote de la Mancha , para ir a unas
justas que se hacían en la insigne ciudad de Zaragoza, y dice desta manera “después
de haber sido llevado don Quijote por el cura y el barbero y la
hermosa Dorotea a su lugar en una jaula, con Sancho Panza, su escudero, fue
metido en un aposento con una muy gruesa y pesada cadena al pie, adonde, no con
pequeño regalo de pistos y cosas conservativas y sustanciales, le volvieron
poco a poco a su natural juicio. Y para que no volviese a los antiguos
desvanecimientos de sus fabulosos libros de caballerías, pasados algunos días
de su encerramiento, empezó con mucha instancia a rogar a Madalena, su sobrina,
que le buscase algún buen libro en que poder entretener aquellos setecientos
años que él pensaba estar en aquel duro encantamiento. La cual, por consejo del
cura Pedro Pérez y de maese Nicolás, barbero, le dio un Flos
sanctorum de Villegas -la leyenda dorada de las vidas de santos- y
los Evangelios y Epístolas de todo el año en vulgar, y la Guía
de pecadores de fray Luis de Granada; con la cual lición, olvidándose de
las quimeras de los caballeros andantes, fue reducido dentro de seis meses a su
antiguo juicio y suelto de la prisión en que estaba. Comenzó
tras esto a ir a misa con su rosario en las manos, con las Horas de
Nuestra Señora, oyendo también con mucha atención los sermones; de tal manera,
que ya todos los vecinos del lugar pensaban que totalmente estaba sano de su
accidente y daban muchas gracias a Dios, sin osarle decir ninguno, por consejo
del cura, cosa de las que por él habían pasado. Ya no le
llamaban don Quijote, sino el señor Martín Quijada, que era su proprio nombre,
aunque en ausencia suya tenían algunos ratos de pasatiempo con lo que dél se
decía y de que se acordaron todos, como lo del rescatar o libertar los
galeotes, lo de la penitencia que hizo en Sierra Morena y todo lo demás que en
las primeras partes de su historia se refiere” así comienza esta maravillosa
historia, que si tuviera parangón en las artes de hoy sería sin duda Elmyr de
Hory y sus Modigliani, Monet, Matisse, Picasso, Renoir, Degas, tan vivos y
frescos como los originales, no escribió Pierre Menárd un par de capítulos del
verdadero Quijote? el arte no distingue original y copia, es el mercado quien
lo hace, y fuera por inquina o fuera por capricho, el escritor del Avellaneda
nos dejó una obra admirable que mitifica más aún al manco del Quijote y al
mismo caballero andante y justiciero, cuánto nos gustaría que alguien lo
reviviera en los tiempos oscuros que vivimos y la emprendiera con una sarta de
lanzazos contra los que aborrecen al pueblo diciendo amar a España. Pero ni la
hora, ni la atención de los lectores, ni el sentido común nos indican que
sigamos por este camino proceloso dando cuenta del buscado autor aproximándonos
a los presuntos uno por uno, si ya a la altura de esta página los abandonos
serán prolijos, si seguimos corremos el peligro de hacerlo en soledad y en duermevela,
así que abreviando que es gerundio, diremos que hay poderosas razones para
afirmar que el autor Avellaneda es el aragonés Jerónimo de Pasamonte, nacido en
1553 “conoció a Cervantes en su juventud cuando fueron compañeros de milicias,
y ambos participaron en campañas militares como la batalla de Lepanto, 1571, la
jornada de Navarino, 1572, y la toma de Túnez, 1573. En 1574, Jerónimo de
Pasamonte fue apresado por los turcos en la defensa de la tunecina plaza de la Goleta , sufriendo un largo
cautiverio de dieciocho años, parte del cual pasó remando en las galeras
otomanas. Tras ser liberado, regresó a España, y en 1593 hizo correr un
manuscrito titulado “vida y trabajos de Jerónimo de Pasamonte”, autobiografía
en la que narraba sus experiencias militares y las penalidades de su
cautiverio. Al no encontrar sustento en España, en 1595 se trasladó a Italia, y
allí amplió su autobiografía con el relato de sus experiencias como soldado en
ese país, donde experimentó una serie de “visiones” de seres infernales,
creyéndose continuamente perseguido por brujas y agentes demoniacos. En 1603
concluyó el relato de su “vida”, aunque le añadió dos dedicatorias en 1605,
poco después de la publicación de la primera parte del Don Quijote cervantino.
Al leer esta obra de Cervantes, Jerónimo de Pasamonte se vio satirizado en ella
bajo la apariencia del galeote Ginés de Pasamonte. El éxito de la obra de
Cervantes le impidió publicar su autobiografía, pues si la hubiera dado a la
luz habría sido inmediatamente asociado con el vilipendiado galeote cervantino.
Por ello, Pasamonte decidió vengarse de Cervantes escondiéndose tras un nombre
falso para escribir la continuación de Don Quijote y arrebatarle la ganancia de
la segunda parte. Avellaneda se queja en su prólogo de que Cervantes le ha
ofendido por medio de “sinónimos voluntarios,” en lo que parece una clara
referencia a los nombres de Ginés de Pasamonte y de Ginesillo de Parapilla o
Paropillo que se adjudicaban al galeote” aunque las razones que el propio autor
apócrifo proporcionan nos parecen per se suficientes “sólo digo que nadie se
espante de que salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo el
proseguir una historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores
de Angélica y de sus sucesos? Las “Arcadias”, diferentes las han escrito;
la “Diana” no es toda de una mano. Y, pues Miguel de Cervantes es ya
de viejo como el castillo de San Cervantes, y por los años tan mal
contentadizo, que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos,
que cuando quisiera adornar sus libros con sonetos campanudos, había de
ahijarlos como él dice al Preste Juan de las Indias o al Emperador de
Trapisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que
tomara su nombre en la boca, con permitir tantos vayan los suyos en los
principios de los libros del autor de quien murmura; ¡y plegue a Dios aun deje,
ahora que se ha acogido a la iglesia y sagrado! Conténtese con
su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas:
no nos canse”; pero recuperada la sensatez al conocer al autor, desvelado el
misterio que no nos dejaba ni arre ni so empantanados en temas cervantinos, nos
asalta una duda, y no será el autor Baltasar Navarrete? este fraile dominico,
autor demostrado de “la picara Justina” atribuida por demás al médico Francisco
López de Úbeda, fue muy denostado por Cervantes, en “viaje al parnaso” le mete,
valga la redundancia, un buen viaje “haldeando venía y trasudando el autor de
La pícara Justina, capellán lego del contrario bando; y, cual si fuera de una
culebrina, disparó de sus manos su librazo, que fue de nuestro campo la ruina:
al buen Tomás Gracián mancó de un brazo, a Medinilla derribó una muela y le
llevó de un muslo un gran pedazo. Una despierta nuestra centinela gritó: ¡Todos
abajen la cabeza, que dispara el contrario otra novela! Dos polearon una larga
pieza, y el uno al otro, con instancia loca, de un envión, con arte y con
destreza, seis seguidillas le encajó en la boca con que le hizo vomitar el
alma, que salió libre de su estrecha roca” motivos había
para que el dominico hirviente tuviera la sangre entera, el alma no le cabía en
la sotana, no de puro gozo sino de encendimiento, pero aparte el macabeo que le
incitaba, alguna otra prueba hay para semejante alusión de autoría?, prueba no,
evidencia, vámonos al capítulo XXVIII de Avellaneda, don Quijote entra en
Alcalá, desde una venta donde reposarán la noche se alcanza a oír vítores y
fandangos, el caballero cree que en alguna justa un jayán ha resultado ganador
y decide acudir a competir con él, “caminó
nuestro caballero por aquellas calles poco a poco, yendo siempre hacia la parte
que sentía el sonido de las trompetas, hasta tanto que encontró la bulla de la
gente en medio de la calle Mayor; la cual, cuando vieron aquel hombre armado y
con la figura dicha, pensaban que era algún estudiante que, por alegrar la
fiesta, venía con aquella invención. Y, poniéndose él frontero del carro
triunfal que delante del catedrático iba, viendo su gran máquina y que caminaba
sin que le tirasen mulas, caballos ni otros animales, se maravilló mucho y se
puso a escuchar despacio la dulce música que dentro sonaba. Iban delante de los
músicos, en el mismo carro, dos estudiantes con máscaras, con vestidos y adorno
de mujeres, representando el uno la Sabiduría , ricamente vestida, con una guirnalda
de laurel sobre la cabeza, trayendo en la mano siniestra un libro y en la
derecha un alcázar o castillo pequeño, pero muy curioso, hecho de papelones, y
unas letras góticas que decían “sapientia
aedificavit sibi domum” –la sabiduría construye su casa- a los
pies della, estaba la
Ignorancia , toda desnuda y llena de artificiosas cadenas
hechas de hoja de lata, la cual tenía debajo de los pies dos o tres libros, con
esta letra“qui ignorat,
ignorabitur” – el que
ignora será ignorado - al otro lado de la Sabiduría , venía la Prudencia , vestida de un
azul claro, con una sierpe en la mano, y esta letra “prudens
sicut serpentes” –
prudentes como serpientes- venía con la otra mano, como ahogando a
una vieja ciega, de quien venía asido otro ciego, y entre los dos esta letra “ambo in foveam cadunt” –ambos caerán- púsose
don Quijote delante de dicho carro y, haciendo en su fantasía uno de los más
desvariados discursos que jamás había hecho, dijo en alta voz “¡oh
tú, mago encantador, quienquiera que seas, que con tus malas y perversas artes
guías aqueste encantado carro, llevando en él presas estas damas y las dos
dueñas, la una con cadenas desnuda y la otra sin ojos y con violencia de su
esposo, que procura no dejarla de la mano, siendo sin duda ellas, como su
beldad demuestra, hijas herederas de algunos grandes príncipes o señores de
algunas islas, para meterlas en tus crueles prisiones, déjalas luego aquí
libres, sanas y salvas, restituyéndoles todas las joyas que les has robado; si
no, suelta luego contra mí todo el poder del infierno; que a todos se las
quitaré por fuerza de armas, pues que
se sabe que los demonios, con quien los de tu profesión comunican, no pueden
contra los caballeros griegos cristianos, cual yo soy!” pasara adelante don Quijote con su
razonamiento; pero la gente de la cátedra, viendo que aquel hombre armado hacía
detener el carro y estorbaba que no pasase adelante, hizo se llegasen a él
cuatro o cinco del acompañamiento, pensando fuese estudiante que venía con
aquella invención; los cuales le dijeron “¡ah, señor licenciado, hágase vuesa
merced, por hacérnosla, a una parte, y deje pasar la gente, que es muy tarde. Pero
respondióles don Quijote diciendo “sin duda seréis vosotros, ¡oh vil
canalla!, criados deste perverso encantador que lleva presas aquesas hermosas
infantas. Y, pues así es, aguardad; que, de los enemigos, los menos” y, metiendo en esto mano a su espada, arrojó a
uno de aquellos estudiantes que venía en una mula una tan terrible cuchillada,
que, si su cuerda prevención en hurtarle el cuerpo y la ligereza de la mula no
le ayudaran, lo pasara harto mal. Revolvió luego sobre otro que detrás él
venía, y de revés acertó con tanta fuerza en la cabeza de su mula, que la abrió
una cuchillada de un jeme. Comenzaron al instante todos a gritar y alborotarse;
cesó la música, y, corriendo unos a pie, otros a caballo, hacia donde don
Quijote estaba con la espada en la mano, viéndole tan furioso, apenas nadie se
le osaba llegar, porque arrojaba tajos y
reveses a diestro y a siniestro con tanto ímpetu, que si el caballo le ayudara
algo más, no le sucediera la siguiente desgracia. Fue, pues, el caso que, como vieron
todos que en realidad de verdad no se burlaba, como al principio pensaban,
comenzaron a cercarle, unos a pie, otros a caballo, más de cerca, tirándole
unos piedras, otros palos, otros los ramos que llevaban en las manos, y aun
desde las ventanas le dieron con dos o tres ladrillos sobre el morrión, de
suerte que, a no llevarle puesto, no saliera vivo de la calle Mayor; y, aunque
la gente era mucha, la grita excesiva y las piedras menudeaban, con todo, se le
llegaron diez o doce de tropel, y, asiéndole uno por los pies, otro por el
freno de Rocinante, le echaron del caballo abajo, quitándole la adarga y espada
de la mano; tras lo cual, le cargaron de gentiles mojicones; y le ahogaran
allí, en efecto, si la fortuna no le tuviera guardado para mayores trances” no le daremos a este trance más recorrido
que el que ya ilustra esta fiesta estudiantil que conmemoraba el ascenso a la
cátedra de un doctor médico, y resulta que un tal Anastasio Rojo ha exhumado un
documento de abril de 1605 que refiere cómo Baltasar Navarrete accede a la
cátedra de Prima de Teología de la Universidad de Valladolid, y encuentra una
relación directa entre estos dos episodios, uno real y otro literario que
sucedieron tal cual, Navarrete como buen dominico quiso dejar huella de su paso
inmortal por las letras, unido para siempre su Quijote y el nuestro hasta punto
tal que no sabemos ni quien escribió qué, ni qué aventuras son ciertas, como
ambas viven tanto en los escritos como en la memoria de las gentes, damos a las
dos menipeas por buenas a la gloria del siglo que fue de oro, y de España que
puso campo y paisaje para estas dos extraordinarias aventuras.
(Entrecomilladas frases de unos y otros sin cita de autor.)
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