Con este relato
de José Luis Labad, comenzamos a publicar en esta sección los finalistas del
concurso literario convocado a raíz de la publicación de la novela Escríbeme una foto (Ediciones de La Discreta , 2014), de David
Torrejón, anunciado en la página web de la novela: www.escribemeunafoto.com
DELITO
DE AMOR ENTRE LA LLUVIA
de José
Luis Labad Martínez
Soy un
pésimo escritor, o eso me han hecho creer mis amigos que entienden de estos
menesteres mucho más que yo, pero mi cabezonería y empeño, me hicieron
adentrarme en una historia que difícilmente olvidaría para el resto de mi vida.
Hacía
escasos momentos que había terminado de leer Escríbeme una foto, de un
escritor desconocido, de esos, que, como el protagonista de la novela y yo
mismo, no pasarían a la historia por sus obras, por buenas que fueran, como era
el caso. La historia me cautivó y rápidamente la devoré como hacía tiempo que
no lo hacía con otra novela, pero me quedaban algunas cosas que no comprendía y
sentía curiosidad por averiguar; incógnitas, que Luis Almansa, el protagonista,
había callado por algún motivo desconocido o por puro desconocimiento y que me
hicieron ejercer de investigador sin saber de ello ni lo más mínimo.
Miré la
foto de la portada una vez más y aunque no era muy buena, pude fijarme en
Andrés, el chico del fondo, siempre en segundo plano como en la historia. Su
pose, encogida, esquiva y dejando el protagonismo a los hermanos, que en
primera fila vestían ropas distintas y de un nivel social más alto, me indicó
que siempre estaría en ese lugar, en la sombra y que los habitantes de la Casa de la Vega nunca le habrían dejado
pertenecer a ella y, menos aún, después del grave suceso acaecido hacía años
con la muerte de Ángel, su mejor amigo y hermano de Carmen.
Así
empecé este corto relato, que, sin antes leer la novela, no podría entenderse,
por lo que recomiendo al lector que pare este relato y la lea sin dilación si
no lo ha hecho todavía.
Conseguí
la dirección de Carmen por mediación de un amigo de Hacienda. Ahora entiendo lo
que siempre decía mi padre, que hay que tener amigos hasta en el infierno.
Estuve muchos días apostado ante su puerta, esperando el momento adecuado para
abordarla. Tomaba notas y me imaginaba a esa madura pero hermosa mujer en su
casa, sola, sin amigos, sin vida social, con una luz tenue envolviendo su
melancolía entre las paredes color salmón, de aquel triste salón, mientras en
el viejo tocadiscos sonaba una lenta balada de Serrat que hablaba de un poema
de amor. Me entristecía y a la vez me acrecentaba el morbo por averiguar más
datos sobre ella. Salía cada mañana, la seguía hasta la oficina, volvía de
trabajar y hasta la mañana siguiente no regresaba a la misma rutina. Los fines
de semana no salía, solamente entraba una chica con compra y me imagino que a
limpiar la gran casa. Pero una noche de lluvia torrencial, después de que la muchacha de servicio saliera,
observé como un hombre de mediana edad llamaba al portero automático del lujoso
chalet. El portón de entrada empezó a moverse lateralmente y entró rápidamente.
Me apresuré a bajar presto del coche, y sin pensarlos dos veces, me colé en la
propiedad, a la vez que la puerta se cerraba tras de mí. Pensé que estaba loco
por hacer lo que estaba haciendo. Como un vil ratero, reptando y en silencio,
me fui escondiendo entre las sombras del seto hasta llegar a un gran ventanal,
donde pude ver dos figuras abrazadas. La lluvia en aquellos momentos arreciaba
con fuerza. Por suerte para mí, comprobé que el ventanal estaba un poco
entornado y si me acercaba lo suficiente, podría escuchar la conversación con
claridad, y así lo hice. Estaba a escasos metros de la pareja, oía como le
llamaba Andrés y como sus manos recorrían el cuerpo con lujuria y avidez. La
escena llegó a excitarme en demasía y no pude contener la erección que sufría
debajo del pantalón. Les vi desaparecer entre besos apasionados y caricias sin
mesura, y aunque estuve buscando otra ventana para seguir observándoles, no
encontré ninguna desde donde pudiera seguir ese preludio amoroso, que tanto me
excitaba y que podía acercarme mucho más a esta historia inacabada.
Me dejé
caer lentamente del quicio de una de las ventanas y al agarrarme al picaporte
de la misma, noté que estaba abierto, volví a trepar como pude y una vez más
atravesé los límites de la propiedad privada. Recorrí varias estancias sin
encontrar a nadie, subí al primer piso siguiendo los gemidos de Carmen y la
fuerte respiración de Andrés, me asomé a la puerta de donde salían los jadeos y
me quedé sin palabras al contemplar la escena que a mis ojos se ofrecía. Habían
acabado de hacer el amor y entre arrumacos, besos y sudores, Carmen lloraba
desconsoladamente. Andrés, pacientemente y con cariño, le decía que olvidara
aquello que la perturbaba durante tanto tiempo. Le oí claramente decir que la
muerte de su hermano había sido un accidente y nadie sabría cómo había sido en
realidad. Nunca saldría por sus labios que ella había sido la causante de tal
tragedia. Carmen lloraba y Andrés, el pobre niño de la segunda fila en la foto,
seguía consolándola, como siempre. Carmen, con voz entrecortada y entre
sollozos, le daba las gracias por haberse culpado de todo y se arrepentía de no
haber tenido valor de contar a su padre la verdad y que no hubiera fallecido
sin saber la verdad y con la pena de creerse el causante de tal tragedia. Eso
también la atenazaba y le hacía sufrir. Sus lágrimas no tenían fin y su cuerpo
menudo y un poco ajado por el tiempo, algo más deteriorado de lo que yo
imaginaba en mis ratos de espera espiándola, temblaba entre los brazos de su
gran benefactor. Andrés, el fiel amante, el amigo perfecto y el que un día
cargó con todas las culpas de aquel desdichado acontecimiento, la acariciaba y
la chistaba para que cesara su llanto.
Me entristecía esa conversación y por fin entendí la amargura y la
tristeza de aquella mujer y el cuidado que Andrés le brindaba con ese cariño de
un hombre volcado en un amor, abocado al silencio y la oscuridad permanente.
Salí de
la casa a hurtadillas, tal y como había entrado, salté la verja y me perdí con
el murmullo del motor de mi coche. Mi mente, a punto de explotar ante tanta
emoción descontrolada, no entendía nada; la historia era más complicada de lo
que pensaba o de lo que había leído en la narración de Luis Almansa. Andrés se
culpó delante del padre de Carmen, el cual creía que había matado a su hijo
pensando que era él; pero no, no fue así, Carmen fue la única causante de tal
desgracia. Temiendo que los delatara su hermano y que contara a su padre el
amor que profesaba a Andrés y en un arrebato de locura, apretó el gatillo de la
escopeta de Ángel, dejando sin vida el cuerpo de su hermano. No salía de mi
asombro, pero ellos seguían juntos; era un amor secreto, igual que en la
infancia. Andrés, ese sujeto situado en aquella foto, en segundo plano y con
cara de buena persona, seguía defendiendo a su amor en la sombra, como siempre
lo había hecho durante tantos y tantos años y ella seguía queriéndole sin
importar condición social alguna. Era un amor puro, entre un torrente de
desdichas e infortunios.
Llegué
a casa, encendí el ordenador y me dispuse a escribir el relato de esta historia
de amor. Una historia perdida en aquella fotografía en blanco y negro.
Mientras, el delito de la lluvia me hacía recordar esta tragedia y las primeras
gotas se estrellaban fuertemente contra los cristales de mi ventana queriéndome
decir que callara para siempre o que estas líneas nunca vieran la luz.
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