jueves, 18 de diciembre de 2014

Finalistas del concurso "Escríbeme una foto" (3)

Publicamos la tercera entrega de los finalistas del concurso literario convocado a raíz de la novela Escríbeme una foto (Ediciones de La Discreta, 2014), de David Torrejón, anunciado en la página web de la novela:
www.escribemeunafoto.com.
En este caso, el relato "Tres", de Miguel Hernández del Valle.









TRES
Miguel Hernández del Valle

Encontré esta foto hace ya algunos años. Estaba investigando la desaparición de tres niños, y las pistas me llevaron hasta una pareja de unos cincuenta años. Las cámaras de un centro comercial captaron a una mujer mayor hablando con la niña desaparecida la tarde que sus padres la vieron por última vez. Me mandaron a hablar con ella, y me dirigí a su casa, que estaba  en un barrio residencial. Sarah y Edward Abbott (así se llamaban), no eran en realidad un matrimonio. Eran hermanos, y tenían otro hermano un poco mayor llamado Jonathan que vivía en otra ciudad. No eran sospechosos serios, sólo queríamos preguntarles si habían visto algo extraño aquella tarde.

Me quedé descolocado cuando la mujer abrió la puerta. Según nuestros archivos, debía tener  cincuenta y cinco años, pero parecía estar a punto de cumplir los setenta. No era una de esas personas a las que su aspecto descuidado hace parecer viejas, simplemente es como si el tiempo pesase más sobre sus hombros que sobre los de los demás. Me invitó a entrar con tono amable y algo sorprendido. La típica reacción de alguien que no sabe lo que está pasando. Me ofreció un té con galletas, como cualquier viejecita común. Me hizo esperar en el salón mientras ella subía a avisar a su hermano. En ese tiempo, inspeccioné la estancia. La decoración era bastante antigua, como pasada de moda. Tenían todo lleno de adornos, como si fueran coleccionistas de pequeñas antigüedades o algo así. En la repisa de la vieja chimenea tenían tres marcos, con fotos antiguas. Pero hubo uno que me llamó especialmente la atención, uno con un marco muy sencillo, que se encontraba al lado de una vela negra. A simple vista no tenía nada especial: una foto antigua en la que aparecían los tres hermanos de pequeños. Sarah  tendría unos nueve años, Edward once o así, y Jonathan trece más o menos. Estaban en el campo, seguramente de picnic o de excursión. Los tres iban bien vestidos, con polos los pequeños, y camisa el mayor. La niña estaba agachada, abrazando a un perrito. Sonreía, al igual que su hermano mediano. Sin embargo,  Jonathan parecía muy serio, casi enfadado. Sospeché que estaría enfurruñado por tener que cuidar de sus hermanos. Esos roces son muy normales a esas edades. La escena parecía tremendamente cotidiana. Pero había algo que me extrañaba terriblemente, una corazonada inexplicable. Algo dentro de mí me decía que en esa foto había algo importante, algo que yo no lograba ver.


En ese momento, oí pasos que bajaban la escalera. No podía llevarme el cuadro, así que me apresuré a hacerle una foto con mi móvil antes de que los dueños de la casa me vieran. Unos segundos después, entró la señora Abbott, acompañada de su hermano Edward. Me quedé helado al comprobar que compartía con su hermana ese aspecto envejecido, y dudé si no nos habríamos confundido de familia. Pero Sarah era sin duda la mujer que captaron las cámaras. Supuse que sería algún tipo de mutación genética  o algo así.

 Me senté con ellos en el salón, y estuvimos hablando cerca de una hora. Les pregunté si sabían algo de la niña, y me contaron todo lo que recordaban de la tarde de los hechos. Sarah dijo que había confundido a la niña con la hija de una amiga, y que cuando la dio la vuelta vio que estaba llorando. Pregunto que qué pasaba, y la niña le dijo que no encontraban a su hermano mayor. Sarah quiso ayudarla, pero entonces llegó el hermano mediano, la cogió del brazo y se la llevó sin dar más explicaciones. No habían vuelto a saber nada de ninguno de ellos. Les conté lo de la desaparición, y quedaron realmente consternados. Quisieron saber todos los detalles, y me insistieron en que ayudarían en todo lo que fuera posible. Luego, la conversación fue derivando hacia temas diversos, hasta que me di cuenta de la hora. El tiempo se me había pasado volando. Eran una gente realmente culta, que parecían saber un poco de todo, y mucho de algunas cosas. Me marché con la clara sensación de que ellos no habían tenido nada que ver en todo el asunto, aunque la foto de los niños seguía en mi cabeza.

Ya en casa, me quedé observando la fotografía, buscando eso que mi mente no aceptaba. Por supuesto ya me había dado cuenta de la coincidencia entre la familia Abbott y los niños desaparecidos, pero no me pareció que fuese especialmente importante. Era otra cosa. La aumenté y me fijé en sus rostros. Ahí estaba el fallo. No eran expresiones de niños. Las sonrisas no eran esas sonrisas de felicidad que tiene un niño que se está divirtiendo en el campo. La de la niña tenía un toque astuto, como si se alegrara de un plan completado. No era una simple travesura, era algo mucho más serio. La de Edward era como irónica, como jactándose de algo. Pero el enfado de Jonathan era el que más me descuadraba. No era un enfurruñamiento infantil, sino una especie de rabia interior, como si algo que hubiera pasado hubiera acabado con su paciencia.

De alguna manera, sabía que me ocultaban algo. Necesitaba volver a su casa y seguir investigando, pero no podía simplemente ir allí a charlar y ponerme a cotillear.  Tenía que buscar una excusa. Me puse a rememorar la conversación, en busca de algo que pudiera hacerme volver. Se me ocurrió una idea. Fui a la oficina, y busqué la grabación de la cámara de seguridad, en la que se veía a Sarah hablando con la niña. Volví a verla, buscando algo que no se correspondiese con lo que ellos me habían contado. Al instante, me di cuenta de algo. La niña no estaba llorando, como había dicho Sarah. Estaba de pie, mirando a unos perritos de la tienda de mascotas, cuando la mujer se acercó por detrás, y comenzaron a hablar. Unos minutos después, Sarah le dio un papel a la niña, una tarjeta o algo así. Justo lo que necesitaba. Me habían mentido, y eso era suficiente para volver allí a pedir explicaciones. Si no me habían dicho la verdad, es porque resultaba demasiado comprometedora. Supongo que pensaban que les había visto un cliente o algo así, y todos sabemos que la memoria humana no es del todo concluyente en estas investigaciones. No les especifiqué que había sido una cámara de seguridad, y ellos no debían contar con esa posibilidad. Fui a su casa de nuevo, preparado para ser implacable hasta que me contaran toda la verdad.

Pero cuando llamé al timbre, nadie contestó. Volví al día siguiente, y tampoco estaban. Tras varios intentos más, me puse a buscarlos seriamente. Los niños seguían sin aparecer, y yo comenzaba a obsesionarme con el caso. Llamé a todos los lugares donde podían haber ido, pero no encontré ni rastro. No eran gente con muchos conocidos. Así que, tras varias semanas sin lograr contactar con ellos, pedí una orden para entrar en la casa. El juez no parecía muy dispuesto a dármela, pero los acontecimientos se precipitaron. Las Abbott aparecieron muertos en su coche: los tres hermanos. Se habían salido de una carretera de montaña, y se habían dado estrellado contra un árbol a tal velocidad que el coche quedó reducido a un amasijo de hierros retorcidos. Un especialista detectó que los frenos habían sido cortados. Esto convenció al juez, y me dejó entrar en la casa a investigar, aunque fuera un caso aparentemente independiente. Una vez allí, comencé a inspeccionar las tres fotos que había sobre la repisa. Eran de épocas muy variadas, había una diferencia de unos cincuenta años entre ellas. Pero todas tenían algo en común: en todas había una niña y dos niños, de edades similares a las de los que aparecían en la foto que había tomado la vez anterior: las mismas edades que los tres niños desaparecidos. Y en los otros retratos los niños también tenían esa expresión adulta, de superioridad. Me di cuenta de que la vela negra que había al lado la otra vez ya no estaba.

Habría seguido investigando, pero el comisario me llamó al móvil, y me dijo que la niña desaparecida y su hermano mediano acababan de aparecer en la comisaría. Fui allí como alma que lleva el diablo. Allí, una secretaria me dijo que los niños se habían fugado por orden de  su hermano mayor, pero que habían decidido volver porque echaban de menos a su mamá.  Cuando llegué a las sala, sus familiares habían llegado, y los abrazaban deshechos en lágrimas. Miré a la niña, y me di cuenta de que de su bolsillo sobresalía la punta de una vela negra. Paralizado, subí la mirada hasta sus ojos. Me estaba mirando con una sonrisa astuta, como celebrando algo.



1 comentario:

  1. Muy bueno. Parece que le cuesta arrancar. Pero luego cada vez se mete más hondo, y nos hundimos con él.

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