Publicamos la tercera entrega de los finalistas del concurso
literario convocado a raíz de la novela Escríbeme una
foto (Ediciones de La
Discreta , 2014), de David Torrejón, anunciado en la página
web de la novela:
www.escribemeunafoto.com.
En este caso, el relato "Tres", de Miguel Hernández del Valle.
TRES
Miguel Hernández del Valle
Encontré esta foto hace
ya algunos años. Estaba investigando la desaparición de tres niños, y las
pistas me llevaron hasta una pareja de unos cincuenta años. Las cámaras de un
centro comercial captaron a una mujer mayor hablando con la niña desaparecida la
tarde que sus padres la vieron por última vez. Me mandaron a hablar con ella, y
me dirigí a su casa, que estaba en un
barrio residencial. Sarah y Edward Abbott (así se llamaban), no eran en
realidad un matrimonio. Eran hermanos, y tenían otro hermano un poco mayor
llamado Jonathan que vivía en otra ciudad. No eran sospechosos serios, sólo
queríamos preguntarles si habían visto algo extraño aquella tarde.
Me quedé descolocado
cuando la mujer abrió la puerta. Según nuestros archivos, debía tener cincuenta y cinco años, pero parecía estar a
punto de cumplir los setenta. No era una de esas personas a las que su aspecto
descuidado hace parecer viejas, simplemente es como si el tiempo pesase más
sobre sus hombros que sobre los de los demás. Me invitó a entrar con tono
amable y algo sorprendido. La típica reacción de alguien que no sabe lo que
está pasando. Me ofreció un té con galletas, como cualquier viejecita común. Me
hizo esperar en el salón mientras ella subía a avisar a su hermano. En ese
tiempo, inspeccioné la estancia. La decoración era bastante antigua, como
pasada de moda. Tenían todo lleno de adornos, como si fueran coleccionistas de
pequeñas antigüedades o algo así. En la repisa de la vieja chimenea tenían tres
marcos, con fotos antiguas. Pero hubo uno que me llamó especialmente la
atención, uno con un marco muy sencillo, que se encontraba al lado de una vela
negra. A simple vista no tenía nada especial: una foto antigua en la que
aparecían los tres hermanos de pequeños. Sarah
tendría unos nueve años, Edward once o así, y Jonathan trece más o
menos. Estaban en el campo, seguramente de picnic o de excursión. Los tres iban
bien vestidos, con polos los pequeños, y camisa el mayor. La niña estaba
agachada, abrazando a un perrito. Sonreía, al igual que su hermano mediano. Sin
embargo, Jonathan parecía muy serio,
casi enfadado. Sospeché que estaría enfurruñado por tener que cuidar de sus
hermanos. Esos roces son muy normales a esas edades. La escena parecía
tremendamente cotidiana. Pero había algo que me extrañaba terriblemente, una
corazonada inexplicable. Algo dentro de mí me decía que en esa foto había algo
importante, algo que yo no lograba ver.
En ese momento, oí pasos
que bajaban la escalera. No podía llevarme el cuadro, así que me apresuré a
hacerle una foto con mi móvil antes de que los dueños de la casa me vieran.
Unos segundos después, entró la señora Abbott, acompañada de su hermano Edward.
Me quedé helado al comprobar que compartía con su hermana ese aspecto
envejecido, y dudé si no nos habríamos confundido de familia. Pero Sarah era
sin duda la mujer que captaron las cámaras. Supuse que sería algún tipo de
mutación genética o algo así.
Me senté con ellos en el salón, y estuvimos
hablando cerca de una hora. Les pregunté si sabían algo de la niña, y me
contaron todo lo que recordaban de la tarde de los hechos. Sarah dijo que había
confundido a la niña con la hija de una amiga, y que cuando la dio la vuelta
vio que estaba llorando. Pregunto que qué pasaba, y la niña le dijo que no
encontraban a su hermano mayor. Sarah quiso ayudarla, pero entonces llegó el
hermano mediano, la cogió del brazo y se la llevó sin dar más explicaciones. No
habían vuelto a saber nada de ninguno de ellos. Les conté lo de la
desaparición, y quedaron realmente consternados. Quisieron saber todos los
detalles, y me insistieron en que ayudarían en todo lo que fuera posible.
Luego, la conversación fue derivando hacia temas diversos, hasta que me di
cuenta de la hora. El tiempo se me había pasado volando. Eran una gente realmente
culta, que parecían saber un poco de todo, y mucho de algunas cosas. Me marché
con la clara sensación de que ellos no habían tenido nada que ver en todo el
asunto, aunque la foto de los niños seguía en mi cabeza.
Ya en casa, me quedé
observando la fotografía, buscando eso que mi mente no aceptaba. Por supuesto
ya me había dado cuenta de la coincidencia entre la familia Abbott y los niños
desaparecidos, pero no me pareció que fuese especialmente importante. Era otra
cosa. La aumenté y me fijé en sus rostros. Ahí estaba el fallo. No eran
expresiones de niños. Las sonrisas no eran esas sonrisas de felicidad que tiene
un niño que se está divirtiendo en el campo. La de la niña tenía un toque
astuto, como si se alegrara de un plan completado. No era una simple travesura,
era algo mucho más serio. La de Edward era como irónica, como jactándose de
algo. Pero el enfado de Jonathan era el que más me descuadraba. No era un
enfurruñamiento infantil, sino una especie de rabia interior, como si algo que
hubiera pasado hubiera acabado con su paciencia.
De alguna manera, sabía
que me ocultaban algo. Necesitaba volver a su casa y seguir investigando, pero
no podía simplemente ir allí a charlar y ponerme a cotillear. Tenía que buscar una excusa. Me puse a
rememorar la conversación, en busca de algo que pudiera hacerme volver. Se me
ocurrió una idea. Fui a la oficina, y busqué la grabación de la cámara de
seguridad, en la que se veía a Sarah hablando con la niña. Volví a verla,
buscando algo que no se correspondiese con lo que ellos me habían contado. Al
instante, me di cuenta de algo. La niña no estaba llorando, como había dicho
Sarah. Estaba de pie, mirando a unos perritos de la tienda de mascotas, cuando
la mujer se acercó por detrás, y comenzaron a hablar. Unos minutos después,
Sarah le dio un papel a la niña, una tarjeta o algo así. Justo lo que
necesitaba. Me habían mentido, y eso era suficiente para volver allí a pedir
explicaciones. Si no me habían dicho la verdad, es porque resultaba demasiado
comprometedora. Supongo que pensaban que les había visto un cliente o algo así,
y todos sabemos que la memoria humana no es del todo concluyente en estas
investigaciones. No les especifiqué que había sido una cámara de seguridad, y
ellos no debían contar con esa posibilidad. Fui a su casa de nuevo, preparado
para ser implacable hasta que me contaran toda la verdad.
Pero cuando llamé al
timbre, nadie contestó. Volví al día siguiente, y tampoco estaban. Tras varios
intentos más, me puse a buscarlos seriamente. Los niños seguían sin aparecer, y
yo comenzaba a obsesionarme con el caso. Llamé a todos los lugares donde podían
haber ido, pero no encontré ni rastro. No eran gente con muchos conocidos. Así
que, tras varias semanas sin lograr contactar con ellos, pedí una orden para
entrar en la casa. El juez no parecía muy dispuesto a dármela, pero los
acontecimientos se precipitaron. Las Abbott aparecieron muertos en su coche:
los tres hermanos. Se habían salido de una carretera de montaña, y se habían
dado estrellado contra un árbol a tal velocidad que el coche quedó reducido a
un amasijo de hierros retorcidos. Un especialista detectó que los frenos habían
sido cortados. Esto convenció al juez, y me dejó entrar en la casa a
investigar, aunque fuera un caso aparentemente independiente. Una vez allí,
comencé a inspeccionar las tres fotos que había sobre la repisa. Eran de épocas
muy variadas, había una diferencia de unos cincuenta años entre ellas. Pero
todas tenían algo en común: en todas había una niña y dos niños, de edades
similares a las de los que aparecían en la foto que había tomado la vez
anterior: las mismas edades que los tres niños desaparecidos. Y en los otros
retratos los niños también tenían esa expresión adulta, de superioridad. Me di
cuenta de que la vela negra que había al lado la otra vez ya no estaba.
Habría seguido
investigando, pero el comisario me llamó al móvil, y me dijo que la niña
desaparecida y su hermano mediano acababan de aparecer en la comisaría. Fui
allí como alma que lleva el diablo. Allí, una secretaria me dijo que los niños
se habían fugado por orden de su hermano
mayor, pero que habían decidido volver porque echaban de menos a su mamá. Cuando llegué a las sala, sus familiares
habían llegado, y los abrazaban deshechos en lágrimas. Miré a la niña, y me di
cuenta de que de su bolsillo sobresalía la punta de una vela negra. Paralizado,
subí la mirada hasta sus ojos. Me estaba mirando con una sonrisa astuta, como
celebrando algo.
Muy bueno. Parece que le cuesta arrancar. Pero luego cada vez se mete más hondo, y nos hundimos con él.
ResponderEliminar