A raíz del arribo a “LOS OTROS CLÁSICOS” de Francisco de la Torre (vid. entrada XVII), quise acordarme de don Juan de Almeida (o Almeyda), otro poeta vinculado a Salamanca y señalado, en su día, como el posible autor de los versos atribuidos al enigmático vate editado por Quevedo. Cursó Teología con tal aprovechamiento que, con tan sólo veinticinco años, ya era Rector en la prestigiosa universidad salmanticense, donde trabó amistad con otros sabios de la talla de El Brocense, Arias Montano y fray Luis de León; con todos ellos y con otros poetas de la ciudad celebró, en su casa, numerosas tertulias que le consagraron, a pesar de su breve existencia, como uno de los grandes “animadores culturales” de su tiempo. De él recordaba, tan vaga como gratamente, algunos sonetos suyos que leí en mi mocedad y que, pese a la excesiva inclinación de Almeida a las rimas pobres, me habían gustado mucho por su elegante sobriedad, su dulce armonía y sus depurados conceptos. Me vino a la cabeza, claro, el famoso “–¿A quién buscas, Amor? –Busco a Marfida”, uno de los poemas dialogados más célebres del Siglo de Oro; pero como Almeida aún tiene pleiteada la autoría de este soneto con Jorge de Montemayor, copio este otro, cuyo decimotercio endecasílabo se me antoja maravilloso.
A la sombra de un mirto estaba un día
el Niño Ciego, de mirar cansado;
dejó las armas en un verde prado
y al sueño entre las flores se rendía.
Llegó Sirena y, viendo que dormía,
el arco con las flechas le ha hurtado,
y déjale al mozuelo desarmado
y a paso con el hurto se volvía.
El dios Amor, que recordando vido
el hurto de Sirena, vas tras ella
llorando que le dé sus pasadores.
Y ella con uno de ellos le ha herido
y así se muere Amor de amores de ella…
¡Ay, Dios! ¿Qué harán los tristes amadores?
Soberbio, a fe. ¿Y qué hay de tan pertinente pregunta como la que cierra el soneto?
ResponderEliminarAbrazos,
A fe que no es malo este soneto travieso y lánguido; pero sin alcanzar el nivel de los anteriores.
ResponderEliminarSeguro que a ti, Dativo, te habría gustado más el ya citado “–¿A quién buscas, Amor? –Busco a Marfida”; pero sigue sin aclararse si es de Almeida o de Montemayor. O el que empieza diciendo "Póngame Amor en medio del contento", que descarté por no ser más que una de las muchas -y no precisamente la mejor- versiones renacentistas del "Ponmi ove'l Sol occide i fiori, e l´herba", de Petrarca. O este otro, pura antítesis de aire provenzal que intenta reflejar los sentimientos contradictorios provocados por el amor: "Ardo, suspiro y vivo en triste llanto, / y estoy de verme triste tan contento / que, si aliviarme quiero algún momento, / crece el dolor, la pena y el quebranto. // Huyo mi libertad, que tengo en tanto / el áspero dolor del mal que siento; / temo la gloria, deseo más tormento, / lloro en la paz, y en la guerra canto. // Adoro el vivir tanto, que mi muerte / ya tengo con razón aborrecida, / con miedo no dé fin a bien tamaño. // Mas temo que mi triste y dura suerte / me quiera dejar libre, y con la vida, / por no poder hacerme mayor daño." Tiene notables aciertos; pero, como habrás notado enseguida (vs. 7º y 8º), está muy mal resuelto en lo que a la métrica se refiere (al menos, en las versiones de que yo dispongo). Me quedo, pues, con esa deliciosa anécdota del Amor víctima de un robo y herido de muerte por sus propias flechas, y con esa delicadísima aliteración de líquidas y nasales del penúltimo verso : "y así se muere amor de amores de ella".
EliminarEse penúltimo merecía mejor emplazamiento, desde luego. El verso final no es malo ni bueno; lo que ocurre es que romper el clímax del sobresaliente penúltimo con el pasable y convencional postrero no tiene sentido. Saludos a VV. MM.
ResponderEliminarDativo.