Hace
tiempo, alguien de cuyo gusto literario me fío me dijo que había decidido
convertirme en “weltiano” y me dio a leer un relato de la escritora Eudora
Welty que se llama La india niña tullida.
Un negro enano y con los pies deformados es secuestrado por una compañía de
circo que decide incorporarlo a su espectáculo circense. Vestido como una
india, le obligan a engullir pollos vivos ante el espanto y admiración morbosa
del público asistente. Esto sucede una y otra vez, por diferentes pueblos y
estados, hasta que un buen samaritano que casualmente asiste al circo es
sensible al sufrimiento del negro, denuncia el hecho al sheriff local y
consigue su liberación. Años más tarde, un chico que también formaba parte de
la compañía vendiendo las entradas y que asistía a diario y con horror al
humillante y depravante espectáculo, decide buscar al negro y a su manera
redimir su culpa. Toda la puesta en escena, el negro deforme que es quien al
final cuenta a sus hijos lo que ha ocurrido, Steve, el chico con sentimiento de
culpa, Max, comerciante que le lleva hasta la casa del negro, el comportamiento
de éste ante la visita y lo que Steve va contando…, todo es mágico, lleno de
novedad y de veracidad.
Y
sí, desde aquel día me dediqué a buscar y leer todo lo que había escrito esta
mujer, nacida en el sur de los Estados Unidos en 1902 y contemporánea de las
también sureñas Carson McCullers y Katherine Anne Porter. (Nunca puedo
sustraerme a la pregunta de cuánto debe a la condición de mujer la escasa
consideración de estas escritoras en comparación, por ejemplo, con Steinbeck y
Faulkner.) Entre sus escritos destaco la novela La hija del optimista (premio Pulitzer) y todos sus relatos cortos,
cuya colección completa en español ha sido publicada por la editorial Lumen.
Precisamente
otro de los relatos del conjunto Curtain
of green (y del que forma parte el señalado al principio) y cuyo título es Remembranza, me parece que sintetiza la
poética de esta escritora, en palabras de la propia narradora del cuento:
Mis padres, que creían que yo no veía nada del mundo que no estuviera adecuadamente instalado en su lugar correspondiente como una parra en el enrejado de nuestro jardín, se habrían preocupado muchísimo si hubieran sospechado la frecuencia con la que lo débil y lo inferior y lo retorcido y lo extraño se convertía en ejemplo de lo que el mundo me ofrecía y presentaba.
Y
si, como pretendía aquel amigo que citaba al inicio, ser admirador y formar
parte de los pocos pero fieles seguidores de esta estupenda narradora
norteamericana es ser weltiano, sin
duda me declaro converso.
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