Las pequeñas virtudes, (Ed. Alianza
Editorial, 1996) es un conjunto de narraciones autobiográficas de la escritora
italiana Natalia Ginzburg, escritas entre las décadas de los 40 y de los 60 del pasado siglo.
Natalia
Levi, que pasó la mayor parte de su vida en Turín, donde tuvo amistad con
Cesare Pavese, se casó con Leone Ginzburg, cofundador de Einaudi y perseguido y
torturado hasta la muerte por sus actividades antifascitas, y en segundas
nupcias con el profesor universitario Gabriele Baldini, con quien, siendo éste
nombrado director del Instituto de Cultura italiano, se trasladó a
Londres.
Resultado
de sus vivencias de estos años son Las
pequeñas virtudes. En los relatos de este libro pueden rastrearse los momentos más difíciles y al mismo
tiempo más felices de la vida de la autora (Invierno
en Abruzzos), cuando su marido fue deportado por sus actividades políticas
y vivieron en un pueblecito de los Abbruzos; la amistad con Cesare Pavese (Retrato de un amigo), de quien, sin
nombrarlo expresamente, nos cuenta cosas de su contradictoria existencia y de su suicidio en el hostal que
regentaba su hermana; sus inteligentes e irónicas reflexiones sobre Inglaterra
y los ingleses (Alabanza y menosprecio de
Inglaterra y La Maison Volpé)
producto de su estancia en aquella ciudad y país; la humorada contraposición de
caracteres, gustos y costumbres entre su segundo marido y ella misma (Él y yo); la profunda huella dejada en
su generación por la segunda guerra mundial (El
hijo del hombre); la larga cadena de relaciones con el prójimo que empieza
en la infancia, sigue con la adolescencia y acaba en la madurez y el
reconocimiento en nosotros de los mismos adultos que habíamos visto en nuestros
padres (Relaciones humanas); su deseo
de una atmósfera para la enseñanza de los hijos basada en la primacía de las
grandes sobre las pequeñas virtudes que suelen primar en la educación (Las pequeñas virtudes); hasta la aguda
y honesta reflexión sobre su
vocación de escritora (Mi oficio).
Un libro cálido, humano y serio. Porque la
prosa de Natalia Ginzburg destila dolor y humor al mismo tiempo –(“…así debía
ser siempre la gente en los libros, cómica y miserable a la vez”)-, nostalgia,
ternura, pero sobre todo honestidad y verdad, aspectos estos que distingue al
genuino escritor y que certifica que éste nunca queda indemne después de haber
escrito.
Ella
era muy consciente de esto, cuando en el relato Mi oificio nos dice:
Y he descubierto que uno se
cansa cuando escribe en serio. Es
mala señal si uno no se cansa. Uno no puede esperar escribir algo en serio así,
a la ligera, como con una mano solo, alegremente, sin molestarse apenas. No se
puede salir del paso como si tal cosa. Uno, cuando escribe algo serio, se mete
dentro de ello, se hunde en ello hasta los ojos; y si tiene sentimientos muy
fuertes que inquietan su corazón, si es muy feliz o muy infeliz por alguna razón,
digamos terrestre, que no tenga nada que ver con lo que está escribiendo,
entonces, si lo que escribe vale y es digno de vivir, cualquier otro
sentimiento se adormece en él. No puede esperar conservar intacta y fresca su
cara felicidad, o su cara infelicidad; todo se aleja y se desvanece, y se queda
sólo con su página, ninguna felicidad y ninguna infelicidad puede subsistir en
él que no esté estrictamente ligada con esta página suya: no posee otra cosa y
no pertenece a nada más, y si no le sucede así, entonces es señal de que su
página no vale nada.
Sí,
precisamente por eso, Las pequeñas
virtudes de Natalia Ginzburg es un libro de gran valor.
Yo leí hace años dos novelas de la Ginzburg: Las voces de la noche (la tradujo Trapiello hace años para Pre Textos) y Léxico familiar, y las dos me parecieron maravillosas. Me recordaba un poco a Chejov.
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