Robert
Walser y Cesare Pavese eran paseantes solitarios, que disfrutaban de un andar
incansable y sin rumbo por las calles de Biel o de Turín como quien busca algo
esencial que por allí se les hubiera perdido. Esa actitud casi religiosa ante
el paseo los hermanaba; ambos encontraban en ese aparente deambular compulsivo
lo que andaban buscando.
Puede rastrearse el objetivo de esa búsqueda y hallazgo en Cesare Pavese a través de
algunos de sus escritos. Por ejemplo, el relato Suicidios (Narrativa
Completa, Ediciones B), comienza de esta forma:
Hay días en los cuales la ciudad donde vivo, y los transeúntes, el tráfico, los árboles, todo se despierta por la mañana con un aspecto extraño, usual y sin embargo irreconocible, como en esos instantes en que uno se mira al espejo y se pregunta: “¿Quién es ese tipo?” Para mí, son los únicos días amables del año.
Y
en El diablo sobre las colinas (Salvat Editores, 1971), el joven que
recorre las calles de Turín dice:
Había en el aire, en el movimiento, en la oscuridad misma de los paseos, algo que no entendía, cosas de las que me gustaba gozar. Me hallaba siempre a punto de interpelar a una chica o de meterme en un figón equívoco, o bien tirar adelante por uno de los paseos, y caminar hasta que se hiciera de día para encontrarme entonces en cualquier sitio.
Sin
embargo, quizás sea en El paseo (Ediciones Siruela,1997) de Robert
Walser donde todo esto se expresa con mayor claridad. Encerrado en su cuarto
ante la hoja en blanco, un escritor decide salir a dar un paseo. En un momento
determinado, nos hace partícipes de sus descubrimientos:
Secreta y misteriosamente, siguen al paseante toda clase de hermosos y sutiles pensamientos de paseo, de tal modo que en medio de su celoso y atento caminar tiene que parar, detenerse y escuchar, que está cada vez más arrebatado y confundido por extrañas impresiones y por la hechicera fuerza del espíritu, y tiene la sensación de ir a hundirse de pronto en la tierra o de que ante sus ojos deslumbrados y confusos de pensador y poeta se abre un abismo. La cabeza se le quiere caer, y los por lo demás tan vivos brazos y piernas están como petrificados. Paisaje y gente, sonidos y colores, rostros y figuras, nubes y sol giran como sombras a su alrededor, y ha de preguntarse: ¿Dónde estoy? Tierra y cielo fluyen y se precipitan de golpe en una niebla relampagueante, brillante, apelotonada, imprecisa; el caos empieza, y los órdenes desaparecen. Trabajosamente, el conmocionado intenta mantener su sano conocimiento; lo consigue, y sigue paseando confiado.
Es
inevitable comparar y complementar lo que ambos dicen descubrir en el paseo:
Paisaje y
gente, sonidos y colores, rostros y figuras, nubes y sol –en Walser–; los transeúntes, el tráfico, los árboles
–en Pavese–; hasta que “se tiene la
sensación de ir a hundirse de pronto en la tierra o de que ante sus ojos
deslumbrados y confusos de pensador y poeta se abre un abismo” (Walser); hasta que “Tierra y cielo fluyen y se
precipitan de golpe en una niebla relampagueante, brillante, apelotonada,
imprecisa; el caos empieza, y los órdenes desaparecen” (Walser) y “todo adquiere un aspecto extraño, usual
y sin embargo irreconocible” (Pavese)
que le hace a uno preguntarse: “¿Dónde estoy?” (Walser) o al mirarse en un espejo “Quién ese tipo” (Pavese).
De
ese aluvión caótico y nada lógico (que no entendía, dice Pavese) pero lleno de
sentido, de ese gozoso deslumbramiento, ambos sabían sacar los materiales de su
pensamiento poético y de su creación.
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