No
creo que Merimée (París, 1803-Cannes, 1870) necesite presentación. Tampoco soy yo el más adecuado para
hacerla. Solo conozco algunos de sus libros. En la antigua Austral había una preciosa
colección de cuentos que incluía, entre otros, “Lokis”, una historia vampírica
sobre un hombre oso, “Mateo Falcone”, la tremenda historia de un padre
inflexible con su hijo traidor, y creo que “Tamango”, una espléndida novelita
de aventuras sobre el tráfico de esclavos. También leí hace tiempo su novela
más famosa, Carmen. Pocos personajes
femeninos hay en la literatura con tanta fuerza, tan reales y tan atractivos. Para
mi gusto, mucho más que toda esa familia de pánfilas, Anita Ozores, Emma
Bovary, Ana Karenina, Effie Briest... La prosa de Merimée es más que limpia,
diáfana, sin retórica, muy moderna.
De
estas cartas, unas son mejores que otras, claro, pero todas son interesantes.
Además ve todo lo español con simpatía y en la comparación con lo francés casi
siempre salimos ganando. Dice, por ejemplo: "el pueblo no rechaza a los
presos, como hace en Francia. Porque en Francia, todo hombre que ha estado en
galeras es porque ha robado o ha hecho una cosa peor; en España, por el contrario,
personas honradísimas han sido condenadas en diferentes épocas a pasar allí su
vida por no haber tenido iguales opiniones que sus gobernantes". Elogia al
pueblo llano: “es de carácter singular e inteligente, con gracia, lleno de
imaginación y las clases más altas me parecen por debajo de los clientes de los
cafetines (...) Me parece que un zapatero español puede servir para las
funciones más elevadas mientras un grande puede como mucho ser un buen torero”.
Una
de las cartas es sobre los toros. Es muy actual, porque se plantea el asunto de
toros sí o no. Él da unos argumentos buenísimos, que hoy nadie da. Dice que es
un espectáculo horrible, sangriento, cruel, pero que en cuanto asistes a una
corrida, ya no quieres perderte la siguiente. Este tipo de argumentos ilógicos,
pero profundamente humanos, hoy no los esgrime nadie. Y quizá son los únicos
que valen. Cuenta que a San Agustín le horrorizaban los combates de
gladiadores. Que nunca había visto uno y que un día fue con un amigo, con la
intención de tener tapados los ojos durante todo el espectáculo. Y así lo hizo,
hasta que los gritos de la multitud al ser herido uno de los gladiadores más
famosos del momento le hicieron apartar las manos, y ya no volvió a taparse los
ojos. Hasta su conversión al cristianismo fue uno de los aficionados más
furiosos a los combates de gladiadores.
Otra
de las cartas habla de las brujas y salen tres leyendas urbanas de la época, o
sea historias que alguien cuenta como ocurridas a un conocido suyo, pero que
claramente son leyendas. Una, por ejemplo, es de un tipo que se esconde en su propio
barco cuando ve que se lo llevan las brujas, que navegan muy velozmente y
atracan en una playa, en la que están un tiempo bailando. El tipo no sabe dónde
están y arranca unos juncos de la
orilla. A la vuelta alguien le dirá que son propios y exclusivos de América.
Para dar más verosimilitud a la historia, el campesino que cuenta la historia,
cuando Merimée dice que en Francia las brujas viajan en escoba, se echa a reír,
no se lo cree.
En
otra carta cuenta su visita al museo del Prado (dice que al museo del Louvre
iba mucha gente a refugiarse del tiempo exterior y que metían en el museo tanto
polvo en los zapatos y en la ropa que parecía que se estaba en la calle). Hace
una defensa de Velázquez absolutamente daliniana.
En
otra asiste a una ejecución y es muy curioso cómo defiende las ejecuciones
españolas (por la pompa que las rodea, que distraen al infeliz en sus últimos
momentos) frente a las francesas, más irrespetuosas, digamos.
Gracias, Emilio. Ya me lo apunto. Con la obsesión que tengo por las cartas... Y me ha gustado eso de "esa familia de pánfilas" para comparar con la Carmen de Merimée.
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