Por Luis Junco
Hace unos meses, en el Auditorio Nacional,
tuvimos la suerte de asistir a un concierto memorable. No solo porque el
programa era muy atractivo –la obertura Romeo y Julieta de Tchaikovsky, el Concierto para violonchelo en do mayor de
Haydn, y La Sinfonía
número 8 de Dvorak–, sino porque la dirección de la Orquesta Nacional
estuvo a cargo de Vladimir Ashkenazy, un hombre de 78 años pero de una jovialidad
y luminosidad excepcionales. Estábamos habituados a escuchar sus grabaciones e
interpretaciones de piano, pero nada como director de orquesta y nunca le
habíamos visto en persona.
Me sorprendió su aspecto, de cuerpo pequeño y
compacto, y en contraste, unas manos grandes y robustas. Más que un afamado
pianista me pareció un campesino vestido de domingo. Una impresión que se
reforzó con su dirección de la obertura de Tchaikovsky: frente a los músicos de
la orquesta, aquel hombre actuaba como el empecinado agricultor que escarbaba
en una tierra invisible para nosotros y acababa sacando de ella unos frutos
sorprendentes: notas, acordes, una música llena de tonalidades y emociones
insospechadas. Con la sinfonía de Dvorak se transformó de nuevo, y esta vez fue
un boxeador del peso pluma que se fajaba con un resistente y sabio adversario
que sabía esquivar sus golpes y preservar celosamente lo que guardaba en su
interior. Hasta que el entusiasmo y virtuosismo conseguían abrir brecha en la
cerrada defensa y cada certero golpe se convertía en una variación de aquella conocida
sinfonía que a mí me pareció nueva. Estas dos imágenes de Ashkenazy –agricultor
y boxeador– se me han quedado de su actuación magnífica, junto con las
constantes señales de ánimo y complicidad a unos músicos que seguramente fueron
conscientes de superar en su interpretación aquello de lo que se sentían
capaces.
Después de aquel concierto volví a escuchar
nuevas grabaciones de Ashkenazy y a indagar en su vida, y descubrí que en 1983
había escrito, junto con Jasper Parrott, su mentor y mánager durante mucho
tiempo, un libro biográfico que se titulaba Beyond
Frontiers. Conseguí un ejemplar retirado de una biblioteca del condado de
Essex, y este es mi brevísimo (y muy incompleto) resumen de la lectura.
Lo que resulta interesante del libro no es solo el
compendio de los principales hitos biográficos de los primeros 46 años de la
vida de Ashkenazy, sino las reflexiones, opiniones y datos que se van
desgranando al hilo de la narración de cada uno de ellos y que acaban por
conformar un rico mosaico en el que la música es el principal tejido. Así, por
ejemplo, después de saber que su padre, David Ashkenazy, aprendió piano de manera autodidacta y se convirtió en un destacado
improvisador del instrumento en gira por toda Rusia, y que su abuelo materno
fue reconocido violinista, resulta inevitable cuestionarse qué de la vocación
del joven Ashkenazy procede del entorno cultural y qué proviene de una
estructura cerebral determinada. Y más al leer la siguiente reflexión del
propio músico:
Me hice muy rápidamente y naturalmente al
piano y a la música; una vez mi primer profesor me explicó cómo leer música,
cómo funcionaba eso de los puntos y las líneas, y empecé a leer muy
rápidamente, con una facilidad inusual. En ese momento tenía seis años. Aprendí
tan rápido, que una vez que había empezado era como si algo que ya llevaba
dentro funcionara sin necesidad de aprenderlo. Esto también con la parte
teórica de la música, incluyendo la armonía, solfeo, etc. Solo necesitaba que
las primeras pistas me pusieran en el camino correcto, lo siguiente parecía
cosa de una segunda naturaleza.
Y teniendo en cuenta de que más de la mitad de
esos años de la biografía se desarrollan en una Unión Soviética gobernada
primero bajo el férreo puño de Stalin y luego por Kruschev en plena guerra fría,
en el relato de esa parte de la vida de Ashkenazy la música y la política
aparecen inextricablemente unidas. De su cuidada y completa formación en el
Conservatorio de Moscú y primeros éxitos como pianista, elijo esta opinión:
El Partido es una masa anónima de gente que
no sabe casi nada sobre música -ellos exigen una victoria colectiva. Como
consecuencia, los profesionales, al estar subordinados al Partido, desarrollan
un particular actitud basada en logros y éxitos. En otras palabras, si eres un
intérprete musical y ganas premios en competiciones, es la manera de mostrar al
Partido que tienes éxito en la causa colectiva. Para ganar, tienes que ser
extremadamente eficiente técnicamente y desarrollar de esta manera un brillante
estilo de interpretación. El hecho de que haya tantos intérpretes de música
soviéticos, se debe a esta particularidad del sistema soviético. Lo mismo
ocurre, por ejemplo, con el deporte. El sistema alienta el hecho de que si en
ti hay una particularidad extraordinaria de este tipo, se te permitirá
desarrollarla para el bien del estado. Pero cuando sale a relucir algo
trascendental en el plano más espiritual que material, entonces el estado no
hace nada por ti -al contrario, intentará de eliminar cualquier pensamiento
individualista. El sistema está equilibrado para producir formidables
intérpretes, brillantemente entrenados y técnicamente formados, pero al mismo
tiempo funciona contra todo aquello que suponga alimentar cualquier creatividad
especial en esos mismos artistas.
Y cuando los éxitos en los concursos internacionales
de piano le aúpan a un estado de privilegio, Ashkenazy se ve obligado a unas
extrañas contrapartidas para mantenerlo: la indispensable compañía en los viajes al extranjero de un especie agente cultural que en realidad actuaba como
controlador y chivato del Ministerio de Cultura, la imposición de un obligado
repertorio en esas giras que siempre debía incluir compositores rusos, la
censura a la interpretación y composición de música considerada degradante. (A
este respecto se nos cuenta cómo Shostakóvich, cuestionado por el tipo de
música que componía, no halla otra salida para desvanecer dudas y seguir con
sus creaciones que afiliarse al Partido.) Y casi como una caricatura se lee el
reclutamiento de Ashkenazy por la
KGB a finales de los años 50 y alguna de las misiones que se
le encomiendan. Por ejemplo, en plena campaña contra la homosexualidad, la
pretensión de que Ashkenazy ejerciera de alcahuete entre un pianista francés
homosexual que estudiaba en el conservatorio y otro pianista ruso para
chantajear al primero y obtener información de la embajada francesa.
Entre los competidores del concurso Tchaikovsky
del año 1958 había una joven y talentosa pianista islandesa, Thorunn Johannsdottir (Dody), cuya admiración por
los virtuosos Sviatoslav Richter y Emile Guilels y en general por la enseñanza
pianística en Rusia le llevan a estudiar en el Conservatorio de Moscú. Ashkenazy
se convierte en su guía y amigo y en 1960 acaba casándose con ella. En el
arrebato de enamoramiento tanto del pianista ruso como de la nación que
entonces admiraba, Dody decide pedir la nacionalidad soviética (comprensible en
ella, pero para nada en Ashkenazy, que ya tenía la suficiente experiencia de cómo
se las gastaba el sistema soviético). Con el nacimiento del primer hijo del
matrimonio y las trabas de las autoridades soviéticas para viajar a Londres, en
donde vivían los padres de Dody, se produce la “caída del caballo” de Dody. Desde
entonces sus desengaños vienen en paralelo con la desconfianza de los
burócratas soviéticos y las dificultades crecientes para que acompañe a su
marido en los compromisos internacionales de Ashkenazy. Hasta que en 1963, en
un episodio que tiene todas las trazas de una huida de la Unión Soviética (aunque Kruschev
lo presenta como un acuerdo con el pianista para que él y su familia puedan
viajar libremente fuera de la Unión
Soviética y volver a ella cuando quisiera), Askenazy y Dody
con sus hijos vuelan a Londres y allí se establecen.
Particularmente me parecieron muy interesantes
las reflexiones de Ashkenazy sobre esta nueva etapa en el supuesto “mundo
libre”. Como él mismo dice, en el paso de un sistema burocrático, en el que en
cierta manera él era un privilegiado, a otro en el que predominaban el interés
personal, la competitividad y el consumo, la mezcla de astucia e ingenuidad del
artista ruso para lidiar con el régimen soviético ya no valen. Es un nuevo mundo
en el que “uno de los principales
problemas es saber a quien creer”. Muchos de esos artistas emigrados rusos
caen, cuando no en el engaño, en la codicia, en el consumo fácil y en la
pérdida de la necesaria independencia y rigor indispensables en un artista.
Después de Londres, la familia Ashkenazy se
marcha a vivir a Islandia, país de origen de Dody, y durante años se establecen
en Reykiavik, en donde el pianista colabora con la Orquesta Sinfónica
de Islandia y comienza su trabajo como director de orquesta. Pero los numerosos compromisos
internacionales de Ashkenazy y la dificultad en las comunicaciones con Islandia
les llevan a trasladarse a Lucerna (Suiza), en donde siguen residiendo.
Como resumen, decir que en mi opinión se trata de
un estupendo libro en el que, además de lo poco reseñado, cualquier interesado
en la música podrá hallar originales juicios sobre las principales composiciones
que, con la pasión que tuve la suerte de presenciar en el Auditorio Nacional,
sigue interpretando Vladimir Ashkenazy.
Qué interesante, Luis. Muchas gracias.
ResponderEliminarInteresantísimo.He empezado a leer y no he podido dejarlo hasta el final.
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