Por Dativo Donate
Al hablar de Las Pequeñas, ese librito prodigioso de Jesús F. Arellano, he visto
que todos sus comentaristas concurren en los mismos aspectos. Obra de un
artista secreto que jamás optó por la vía de los galeristas o las
publicaciones. Obra casual, fruto de la estancia del autor en un hospital como
consecuencia de un accidente de moto. Y obra precursora de las modernas novelas
gráficas, pues su narración combina dibujos con texto sin que aquellos sirvan
como ilustraciones, integrados de lleno en las historias que se cuentan a lo
largo de un cuaderno de notas. Todo en época tan alejada y heroica como los
años cincuenta.
Yo no quiero abundar en estos rasgos, ni
tampoco en el aspecto entrañable y humorístico de la narración. Prefiero
fijarme en un aspecto que no se suele destacar de este libro. Me refiero a su
enigmática sencillez, a su espontaneidad aparente. Las Pequeñas es un libro que se lee y que se mira con gusto, con la
sensación de hallarse ante un tesoro imprevisto que brota a pesar de la fiereza
del tiempo. Editado como facsímil, se presenta además como mezcla de libro de
notas vitales, de relatos autobiográficos, de dibujos limpísimos con elegancia
maestra, manuscrito además con una rotulación coherente con la limpieza de los
dibujos.
¿Puede la espontaneidad ser tan minuciosa?
¿Es posible que un libro tan elaborado como Las
Pequeñas brote de un tirón, alla
prima, en la exactitud de sus trazos y en el curso de su prosa?
Si nos atenemos al texto y lo desligamos
del aspecto estético, en Las Pequeñas
encontramos una sucesión de encuentros del narrador, que evoca su estupefacción
infantil o adolescente ante diversas chicas que conoce en un momento u otro.
Cada relato es modélico en su expresión, su progresión o su estructura. La
distancia con la que se escribe permite al autor asombrarse ante la ingenuidad
de la propia vivencia, y narrarla con humor. Se advierte desde el principio su
voluntad de estilo, más allá del simple cuaderno de notas. La estructura de
cada relato no revela el típico cansancio del escritor primerizo o su
apresuramiento caprichoso. Es evidente que su autor debió de escribir muchas
cosas antes, para adquirir el pulso necesario de su narración. Lo que me
intriga es que el libro carezca de altibajos, y tenga tan pocos arrepentimientos
o correcciones. Alguna palabrilla añadida sobre el renglón y muy poco más.
Incluso algunas tildes descuidadas que faltan se han quedado como estaban,
aunque el escritor tilde correctamente la misma palabra u otra similar un poco
más adelante. Si empleó borradores aparte para construir sus relatos es
imposible saberlo. En cualquier caso se advierte que los huecos para los
dibujos y las manchas de texto se disponen con un equilibrio y compenetración
sorprendentes.
Esta sería una explicación tranquilizadora,
la preparación concienzuda del libro. Pero no es válida. Si uno se fija, se
puede advertir una cierta progresión en el estilo literario y en el dibujo. En
los dos primeros relatos el texto aparece con mayor independencia de los
dibujos, y su letra aparece más apretada. Más adelante el artista cobra
soltura, o descubre la posibilidad estética en la unión más estrecha de la
palabra y la imagen. Así pues, el libro se va haciendo sobre la marcha, y el
escritor y dibujante con él. Pronto encontramos un todo indisoluble, una
identidad en los trazos, y una llamativa dualidad que no es ya la de texto e
imagen. Digamos que la parte de la prosa se centra en la narración de los
momentos, mientras que se confía a los dibujos el lirismo y la transmisión de
emociones. No extraño que los dibujos de Las
Pequeñas gusten especialmente a los dibujantes (el gran Max Capdevila, por
ejemplo, ha declarado su admiración por el libro). Las soluciones que ofrecen,
la descarada elegancia con la que condensan su expresividad, indican que el
narrador narra al tiempo que el artista dibuja, y cada uno cuenta con el otro a
la vez que se concentra en su tarea. Por ejemplo, en uno de los relatos se
cuenta una anécdota de campamento. En vez de describir la palabra el espacio de
la narración, irrumpe el dibujo para hacerlo. Vemos así todo un campamento con
un personaje que lee una carta bajo un árbol, dibujados en todo su conjunto de
uno o dos trazos, sin que el lápiz o la pluma se levanten apenas del papel. Por
otra parte, los dibujos adquieren mayor seguridad conforme el libro se va
componiendo. Es decir, se advierten los rastros de la elaboración manual y
espontánea del libro a lo largo del mismo libro.
Que una cosa sea espontánea no quiere decir
que sea descuidada o presurosa. Los dibujos eligen su apariencia más realista —o
descriptiva— unas veces, mientras que otras prefieren la concisión simbólica. A
mí me recuerdan estos últimos al vanguardismo del veintisiete, aquellos alegres
dibujos de Lorca que ilustraban de vez en vez sus escritos; y al mismo tiempo
su frescura no desentona en tiempos más modernos. Unos y otros mantienen una
coherencia de estilo limpia y segura. El dibujo no ilustra el texto, sino que
lo completa; todo es una misma cosa, y de ahí que se reclame este libro como
antecedente dignísimo de la moderna novela
gráfica. Con justicia y merecimiento.
Y de nuevo queda el enigma. ¿Cómo es
posible semejante unidad y oficio, un libro tan acabado y a la vez tan
espontáneo? Crearlo debió de requerir una concentración prodigiosa, una
atención y una exigencia difíciles de entender para la finalidad que su autor
buscaba, un simple divertimento privado. Su autor no tuvo siquiera la intención
de publicarlo, nos dice Rubén Fernández Santos, hijo y editor de la obra de su
padre, ya fallecido. Hubiera sido impensable en aquel tiempo. Y sin embargo, la
exigencia de su obra gráfica y literaria supera con creces el mero
entretenimiento en el hospital.
Por encima de todo, Las Pequeñas es una lección para cualquier artista, sea escritor o
dibujante. Nos enseña que, por encima de todo y al margen de su difusión, el
artista debe amar sin reservas aquello que crea, y darle forma de la mejor
manera posible. El artista debe serlo en todo momento, para exigirse lo mejor
que tiene y sin importar que su creación se venda o no se venda, se publique o
se quede para disfrute de los cercanos, o para sí mismo. Esta son, para mí, las
grandes enseñanzas de Las Pequeñas. La
humildad y la exigencia como necesarias compañeras de todo artista.
Asombrosa, Dativo, la obra que nos presentas. Supongo que será imposible conseguir un ejemplar. Por otra parte, me adhiero a tu reflexión final sobre la necesidad de concebir la obra con independencia de su eventual difusión.
ResponderEliminarNo creo, José Ramón, que sea muy difícil conseguir ejemplar. Ya salió hace algún tiempo, pero obtuvo muy buena respuesta y difusión. Lo miro.
ResponderEliminarYo ya he localizado alguna librería donde parece que lo tienen. Ya estoy deseando leerlo. Gracias, Dativo. Espléndida reseña.
EliminarConseguir ejemplares es muy fácil en librerías si no lo encuentras puedes escribirnos a editorial@morsa.es.
ResponderEliminarMuchas gracias Dativo Donate por su artículo, me ha emocionado porque ha sabido captar el libro y a su autor.
Rubén Fernández Santos es hijo del autor pero no es el editor de la obra, sino www.morsa.es, y su editor soy yo Gabriel Bravo Trujillo. A pesar de todo el artículo me ha encantado. Felicidades por el trazo fino de sus palabras con las que estoy de acuerdo en todo momento.
EliminarMuchas gracias por su valoración. Y disculpe el error. El libro es una maravilla extraña y única. Un libro que salió de la voluntad y el cariño de hacerlo, sin perseguir notoriedad, ni aplauso. Felicito calurosamente a su editor por su voluntad también en rescatar este impensable tesoro.
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