lunes, 15 de febrero de 2016

Las Pequeñas, de Jesús F. Arellano

Por Dativo Donate

 Al hablar de Las Pequeñas, ese librito prodigioso de Jesús F. Arellano, he visto que todos sus comentaristas concurren en los mismos aspectos. Obra de un artista secreto que jamás optó por la vía de los galeristas o las publicaciones. Obra casual, fruto de la estancia del autor en un hospital como consecuencia de un accidente de moto. Y obra precursora de las modernas novelas gráficas, pues su narración combina dibujos con texto sin que aquellos sirvan como ilustraciones, integrados de lleno en las historias que se cuentan a lo largo de un cuaderno de notas. Todo en época tan alejada y heroica como los años cincuenta.

Yo no quiero abundar en estos rasgos, ni tampoco en el aspecto entrañable y humorístico de la narración. Prefiero fijarme en un aspecto que no se suele destacar de este libro. Me refiero a su enigmática sencillez, a su espontaneidad aparente. Las Pequeñas es un libro que se lee y que se mira con gusto, con la sensación de hallarse ante un tesoro imprevisto que brota a pesar de la fiereza del tiempo. Editado como facsímil, se presenta además como mezcla de libro de notas vitales, de relatos autobiográficos, de dibujos limpísimos con elegancia maestra, manuscrito además con una rotulación coherente con la limpieza de los dibujos.

¿Puede la espontaneidad ser tan minuciosa? ¿Es posible que un libro tan elaborado como Las Pequeñas brote de un tirón, alla prima, en la exactitud de sus trazos y en el curso de su prosa?

Si nos atenemos al texto y lo desligamos del aspecto estético, en Las Pequeñas encontramos una sucesión de encuentros del narrador, que evoca su estupefacción infantil o adolescente ante diversas chicas que conoce en un momento u otro. Cada relato es modélico en su expresión, su progresión o su estructura. La distancia con la que se escribe permite al autor asombrarse ante la ingenuidad de la propia vivencia, y narrarla con humor. Se advierte desde el principio su voluntad de estilo, más allá del simple cuaderno de notas. La estructura de cada relato no revela el típico cansancio del escritor primerizo o su apresuramiento caprichoso. Es evidente que su autor debió de escribir muchas cosas antes, para adquirir el pulso necesario de su narración. Lo que me intriga es que el libro carezca de altibajos, y tenga tan pocos arrepentimientos o correcciones. Alguna palabrilla añadida sobre el renglón y muy poco más. Incluso algunas tildes descuidadas que faltan se han quedado como estaban, aunque el escritor tilde correctamente la misma palabra u otra similar un poco más adelante. Si empleó borradores aparte para construir sus relatos es imposible saberlo. En cualquier caso se advierte que los huecos para los dibujos y las manchas de texto se disponen con un equilibrio y compenetración sorprendentes.

Esta sería una explicación tranquilizadora, la preparación concienzuda del libro. Pero no es válida. Si uno se fija, se puede advertir una cierta progresión en el estilo literario y en el dibujo. En los dos primeros relatos el texto aparece con mayor independencia de los dibujos, y su letra aparece más apretada. Más adelante el artista cobra soltura, o descubre la posibilidad estética en la unión más estrecha de la palabra y la imagen. Así pues, el libro se va haciendo sobre la marcha, y el escritor y dibujante con él. Pronto encontramos un todo indisoluble, una identidad en los trazos, y una llamativa dualidad que no es ya la de texto e imagen. Digamos que la parte de la prosa se centra en la narración de los momentos, mientras que se confía a los dibujos el lirismo y la transmisión de emociones. No extraño que los dibujos de Las Pequeñas gusten especialmente a los dibujantes (el gran Max Capdevila, por ejemplo, ha declarado su admiración por el libro). Las soluciones que ofrecen, la descarada elegancia con la que condensan su expresividad, indican que el narrador narra al tiempo que el artista dibuja, y cada uno cuenta con el otro a la vez que se concentra en su tarea. Por ejemplo, en uno de los relatos se cuenta una anécdota de campamento. En vez de describir la palabra el espacio de la narración, irrumpe el dibujo para hacerlo. Vemos así todo un campamento con un personaje que lee una carta bajo un árbol, dibujados en todo su conjunto de uno o dos trazos, sin que el lápiz o la pluma se levanten apenas del papel. Por otra parte, los dibujos adquieren mayor seguridad conforme el libro se va componiendo. Es decir, se advierten los rastros de la elaboración manual y espontánea del libro a lo largo del mismo libro.

Que una cosa sea espontánea no quiere decir que sea descuidada o presurosa. Los dibujos eligen su apariencia más realista —o descriptiva— unas veces, mientras que otras prefieren la concisión simbólica. A mí me recuerdan estos últimos al vanguardismo del veintisiete, aquellos alegres dibujos de Lorca que ilustraban de vez en vez sus escritos; y al mismo tiempo su frescura no desentona en tiempos más modernos. Unos y otros mantienen una coherencia de estilo limpia y segura. El dibujo no ilustra el texto, sino que lo completa; todo es una misma cosa, y de ahí que se reclame este libro como antecedente dignísimo de la moderna novela gráfica. Con justicia y merecimiento.

Y de nuevo queda el enigma. ¿Cómo es posible semejante unidad y oficio, un libro tan acabado y a la vez tan espontáneo? Crearlo debió de requerir una concentración prodigiosa, una atención y una exigencia difíciles de entender para la finalidad que su autor buscaba, un simple divertimento privado. Su autor no tuvo siquiera la intención de publicarlo, nos dice Rubén Fernández Santos, hijo y editor de la obra de su padre, ya fallecido. Hubiera sido impensable en aquel tiempo. Y sin embargo, la exigencia de su obra gráfica y literaria supera con creces el mero entretenimiento en el hospital.


Por encima de todo, Las Pequeñas es una lección para cualquier artista, sea escritor o dibujante. Nos enseña que, por encima de todo y al margen de su difusión, el artista debe amar sin reservas aquello que crea, y darle forma de la mejor manera posible. El artista debe serlo en todo momento, para exigirse lo mejor que tiene y sin importar que su creación se venda o no se venda, se publique o se quede para disfrute de los cercanos, o para sí mismo. Esta son, para mí, las grandes enseñanzas de Las Pequeñas. La humildad y la exigencia como necesarias compañeras de todo artista.

6 comentarios:

  1. Asombrosa, Dativo, la obra que nos presentas. Supongo que será imposible conseguir un ejemplar. Por otra parte, me adhiero a tu reflexión final sobre la necesidad de concebir la obra con independencia de su eventual difusión.

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  2. No creo, José Ramón, que sea muy difícil conseguir ejemplar. Ya salió hace algún tiempo, pero obtuvo muy buena respuesta y difusión. Lo miro.

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    1. Yo ya he localizado alguna librería donde parece que lo tienen. Ya estoy deseando leerlo. Gracias, Dativo. Espléndida reseña.

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  3. Conseguir ejemplares es muy fácil en librerías si no lo encuentras puedes escribirnos a editorial@morsa.es.
    Muchas gracias Dativo Donate por su artículo, me ha emocionado porque ha sabido captar el libro y a su autor.

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    1. Rubén Fernández Santos es hijo del autor pero no es el editor de la obra, sino www.morsa.es, y su editor soy yo Gabriel Bravo Trujillo. A pesar de todo el artículo me ha encantado. Felicidades por el trazo fino de sus palabras con las que estoy de acuerdo en todo momento.

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    2. Muchas gracias por su valoración. Y disculpe el error. El libro es una maravilla extraña y única. Un libro que salió de la voluntad y el cariño de hacerlo, sin perseguir notoriedad, ni aplauso. Felicito calurosamente a su editor por su voluntad también en rescatar este impensable tesoro.

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