Por José Ramón Fernández de Cano
Últimamente, parece como que se ha puesto de moda morirse, o algo así. O tal vez es que vamos ya para una edad en la que nuestra rutina, como nos avisó Quevedo, consistirá en sentarnos a contemplar "presentes sucesiones de difuntos". Bueno, da igual; el caso es que, como se me dan bien las necrológicas, he decidido mandaros todas las semanas, a guisa de luctuosa recapitulación, algunas de las atingentes a las pérdidas por mí más sentidas.
Últimamente, parece como que se ha puesto de moda morirse, o algo así. O tal vez es que vamos ya para una edad en la que nuestra rutina, como nos avisó Quevedo, consistirá en sentarnos a contemplar "presentes sucesiones de difuntos". Bueno, da igual; el caso es que, como se me dan bien las necrológicas, he decidido mandaros todas las semanas, a guisa de luctuosa recapitulación, algunas de las atingentes a las pérdidas por mí más sentidas.
Luis Aragonés
Tenía esa chulería castiza y genuina de los madrileños de barrio, la majeza auténtica que con resignación cansina sobrellevamos los que hemos nacido en las barriadas, tan alejada de esa chulería graciosilla, cateta e impostada de los arquetipos de Arniches (que, al fin y al cabo, no era sino un cateto levantino en la Corte de todas las Españas). Una tarde de fútbol dominguero, en su última temporada de míster rojiblanco, tuvo que sufrir varias veces la impertinencia de un cuarto árbitro que le instaba con vehemencia (¡a él, en el Manzanares de su mocedad, plenitud y decadencia!) a quedarse recluido en la angosta área destinada a los nerviosos vaivenes del entrenador. Cuando se le inflaron las pelotas, se fue hacia el mediocre trencilla, le miró a los ojos con esa cólera encendida con que exigía que le mirasen a él sus pupilos cuando les estaba cantado las cuarenta, y le espetó con una voz rotunda que se escuchó sin dificultad en buena parte de la grada: “Tú lo que tienes que hacer es quedarte sentadito de una puta vez, que te van a dar de hostias porque estás pisando el glorioso escudo del Atleti”.
José Emilio Pacheco
Lo conocí, hace ya un cuarto de siglo, en los Cursos de Verano de El Escorial, cuando en España apenas se le había leído (yo, al menos, lo ignoraba todo acerca de sus depurados versos y sus lúcidas prosas). Tuve la suerte de charlar durante un largo rato con él, y recuerdo que me dejó tan suspenso y deslumbrado que me fui diciendo para mí, a guisa de espontáneo elogio: “De todos los mejicanos que he conocido, es el que menos se parece a Cantinflas. Ni en el acento, oyes”.
Félix Grande
¡Ya sólo nos queda un Félix Grande (por cierto que también manchego)!
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