Esta primavera hará diez años.
Se celebraba en Málaga una gala musical en la que invitaron a mi hija a participar. El organizador había contactado con Fernando Argenta para que la presentase. Recuerdo que el Real Madrid jugaba un partido decisivo a la misma hora. Yo estaba sentada junto a Toñi, la mujer de Fernando, que recibía en el móvil mensajes de su hijo desgranándole las peripecias del partido, que ella filtraba y enviaba a su vez a Fernando, que salía del escenario solo cuando el joven intérprete de turno tocaba su pieza.
El Madrid ganó (creo, porque eso no lo recuerdo muy bien), pero supongo que, de haber perdido, a Fernando Argenta no le hubiera afectado: tenía una cordialidad a prueba de bomba, pero no una cordialidad de circunstancias, sino muy espontánea, una cordialidad a la que no afeaban las tablas y la experiencia.
Por entonces yo escribía solo para mí y nadie sabía nada de mis aficiones, pero como ya cargaba a mis espaldas una larga trayectoria en el mundo editorial, la conversación acabó recayendo inevitablemente en literatura, aunque en aquella ocasión lo previsible hubiera sido hablar de música.
Fernando Argenta me explicó en detalle, a lo largo de dos platos sucesivos, un proyecto que llevaba acariciando mucho tiempo, la escritura de una novela. Se notaba que había reflexionado a fondo sobre ella. Me contó que la novela transcurriría en la frontera entre EE.UU. y México, que el protagonista sería un camisa mojada que casi encuentra la muerte en su paso a la tierra prometida americana. Me dijo que aún no sabía bien si su protagonista iba a pasar esa frontera siendo adolescente, un joven o ya un hombre. Lo que sí sabía era que ese camisa mojada era nada menos que el Mesías, y que se quedaría en esa frontera, testigo de un mundo y de otro… Y aquí, me decía, estaría la reinterpretación de los evangelios, de algunas cosas de los evangelios.
Yo le dije que era compleja y ambiciosa. Él se quedó pensativo mientras asentía y dijo que, efectivamente, era algo que tenía que documentar muy bien, que se lo tenía que tomar con calma.
No añadió más porque llegó el momento de las fotografías, pero al despedirnos me dijo que me avisaría cuando la hubiera terminado de escribir.
Volvimos a encontrarnos cinco años después, en el Teatro Real, en la reposición de Rigoletto, en junio de 2009. Me alegré muchísimo de reencontrarlos, a él y a Toñi, con quien había pasado en Málaga una tarde inolvidable y a la que mi hija hizo después muchos dibujos. La tarde de ópera le pregunté por su novela a Fernando. Me dijo que seguía con el proyecto en mente, pero que estaba muy ocupado, pese a su prejubilación, y que se estaba dedicando a la reivindicación de la labor musical de su padre, Ataúlfo Argenta.
Pensé aquella vez que ese nuevo proyecto, igual que la novela, igual que su labor de difusión musical era muy arriesgado, que Fernando Argenta era un hombre muy arriesgado.
Cuando busco entre sus publicaciones, no encuentro ninguna novela y no sé siquiera si llegó a empezarla. Tampoco sé si de haberlo hecho seguiría el guion de la novela que me contó aquella vez.
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