Los chicos de mi barrio hacíamos expediciones a la vía del tren a buscar esqueletos de pájaros. A lo largo de la vía no era difícil encontrar ejemplares enteros, con todas las piezas perfectamente ensambladas, objetos que no parecían proceder de la descomposición de un cuerpo, sino que habían sido armados con piezas blancas, limpias, impecables, como esas maquetas que se hacen con palillos, y en los que se podía observar la anatomía del vuelo. El campo era muy didáctico.
Sabíamos que los pájaros se acuestan y se levantan como especies y el resto del día se comportan como individuos solitarios. Por la noche cada especie se acostaba en un árbol y armaban una gran algarabía antes de dormirse. Y por la mañana la pajarería de cada especie también se despertaban todos a la vez, como un solo organismo, cada una en un momento diferente. Primero las alondras, las que en Shakespeare oyen los trasnochadores Romeo y Julieta. A los albañiles se les llamaba alondras porque también eran los primeros en levantarse.
En los libros del comisario Carrasco (El sueño de los espejos -La Discreta, 2007- y Alguien envenena a los pájaros –La Discreta, 2011-), Joaquín Rubio Tovar hace observaciones preciosas sobre los pájaros de la ciudad, observaciones inesperadas en una novela policiaca. En la última aventura de Carrasco, el espléndido Viaje a la muerte (que esperamos ver pronto publicado en La Discreta), un Carrasco en estado puro (sentimental, melancólico, humorístico), se señalan tres dormitorios de lavanderas: uno en Cuatro Caminos, al final de Reina Victoria, otro en El Viso, frente al Auditorio, y otro en el paseo del Prado (este lo acabaron abandonando, quizá por el éxito de las exposiciones del museo, que llevaban las bulliciosas colas a sus cercanías). También señala la fuente de la Almendrita, en el Campo del Moro, como bebedero de muchos de los pájaros que viven en el asfalto. Una fuente entre la espesura, a la que bajan muchos pájaros a beber y alguno se da un chapuzón que dura unos segundos (hay una foto de Ramón Gómez de la Serna mirándola). Esas preciosas observaciones, diseminadas en la trama de una novela negra, urbana, como este Viaje a la muerte, resaltan con especial brillo.
Hace poco se descubrió que en el interior de la estatua ecuestre de Felipe III, en la plaza Mayor, hay un cementerio de gorriones. Cuando acaba el verano y comienzan los primeros fríos, el metal conserva el calor del sol recibido durante el día, de tal modo que al caer la tarde, cuando baja la temperatura, la estatua aún se mantiene cálida durante unas horas. El caballo, hueco por dentro, exhala el aire tibio que contiene. Y los gorriones, que son muy sensibles al frío, lo detectan y entran en la boca del animal de bronce buscando calorcito para pasar la noche. Una vez dentro, no encuentran la salida y acaban muriendo agotados.
Hermosa reflexión, Emilio, y muy conmovedora la historia de ese cementerio de gorriones, que bien merece un poema. Queda en mi "debe". Un abrazo.
ResponderEliminarHermosa entrada, Emilio, sobre estas fascinantes criaturas. A propósito, me viene a la cabeza algo que en alguna parte leí (no recuerdo ahora mismo dónde) sobre el extraordinario comportamiento de los estorninos. Por lo que parece, ese griterío de las bandadas de estorninos a las que estamos acostumbrados en los días de invierno, tiene como único objeto el realizar un censo poblacional –un “pasar lista” particular, vamos. Con ese dato y el número de recursos disponibles, la comunidad controla la población y establece la nidada para la próxima primavera. Pero como en toda comunidad siempre hay “listillos”, algunos de estos estorninos del grupo redoblan el volumen y frecuencia de sus cantos con la intención de falsear el recuento al alza. Así, sobre el común consenso, ellos incrementan su nidada particular haciendo proliferar sus genes sobre los de sus honrados compañeros de bandada.
ResponderEliminarAntes que a Carrasco, leí de Joaquín Rubio Tovar un relato que me parece uno de los más hermosos que haya leído: "Tratado de ornitología", en su libro "Se murió de Mozart". Desde entonces Rubio Tovar y los pájaros me parecen un binomio felicísimo.
ResponderEliminarEsta mañana me he acordado de él cuando he visto una cigüeña posada en lo alto de una farola, con una de sus patas levantadas y abriendo y cerrando el pico al aire; seguramente por un corto paseo antes de un acto en el que fuimos a explorar los nidos de cigüeñas en una iglesia de la Sierra.
La literatura de Joaquín me ha llevado a la fascinación por la ornitología, aunque recuerdo muy pocos libros que haya leído que no utilicen los pájaros como un mero pretexto. De hecho, apenas puedo recordar un par de títulos que se detengan en los pájaros con intención; de hecho ahora mismo solo me vienen a la memoria textos de "El bosque perdido" tuyo, Emilio, (las aves rapaces en la lección de geografía, el águila...) y el libro "Historia del desorden", de Enrique de Hériz.
La escena del águila en El reino de la nada (E. Gavilanes, pp. .52-53) me parece imborrable.
ResponderEliminarPor otra parte, las novelas de Rubio Tovar conjugan lo propio de su género con la originalidad que le impregna su autor: la filología, la ornitología... Para mi suerte, puedo decir que he leído toda su obra de creación y que estoy deseando leer su próximo libro. Los Carrascos publicados por La Discreta son material literario único.
Espléndido texto, Emilio, y feliz por encima de todo en su emotivo broche, con esa agridulce anécdota de la estatua de Felipe III y los gorriones, que se me antoja una metáfora harto ajustada de la voraz burocracia de los Habsburgo (presta a desplumar al pueblo, so capa de darle amparo, tan pronto como empezaba a remontar el vuelo tras la anterior bancarrota). Para mayor abundamiento en las oportunas reflexiones de Luis y Paloma, añadiré que tengo muy presente el papel relevante (en ocasiones, como auténticas co-protagonistas) de las aves en la sobria y depurada prosa de nuestro admirado Adolfo; baste con recordar el bellísimo cuento "El hombre que amaba los pájaros" (inserto en Los profetas cabreados), y, sin retroceder tanto en el tiempo, el revoloteo constante de toda suerte de seres alados en La casa rural, no como mero recurso de ambientación paisajística, sino como fuente ubérrima de sabrosísimas comparaciones y reflexiones.
ResponderEliminarCuando Emilio Gavilanes habla de pájaros, siempre termino el texto con un repeluzno. Revolotean alrededor de la muerte, magnificándola con su fragilidad. Parece que te va a referir una curiosidad amable, y cuando te quieres dar cuenta estás rodeado de cadáveres.
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