El gran enigma de la poesía áurea sigue siendo Francisco de la Torre, de cuya peripecia vital se ignoran tantos datos que hay, incluso, quienes creen firmemente que nunca existió, y que tanto él como su deslumbrante corpus poético fueron una ingeniosa y malévola invención de Francisco de Quevedo. Algunos lo hacen madrileño y ubican su nacimiento en Torrelaguna, hacia 1534; y otros, amparándose en un documento que le denomina “vecino de Salamanca”, creen que fue natural de la ciudad del Tormes, en la que podría haber fallecido hacia 1594. Lo único probado es que, en 1631, Quevedo editó un manuscrito de un tal “Francisco de la Torre” –recuérdese el nombre propio del editor, y que era señor de la Torre de Juan Abad– que, según él, le había vendido un librero casi con desprecio; y que, una vez leídos los poemas que contenía, quedó deslumbrado por aquella notable muestra de la auténtica poesía castellana, frente a la oscuridad latinizante de los culteranos. Sorprende, desde luego, el celo editor de Quevedo, que aquel mismo año editó también la poesía de fray Luis de León, mientras se desentendía de su propia obra lírica… En fin: en medio de tantas dudas sobre De la Torre, nos cabe al menos la certeza de que su amada era bellísima y él (real o no) un consumado poeta.
Bella es mi Ninfa, si los lazos de oro
al apacible viento desordena;
bella, si de sus ojos enajena
el altivo desdén que siempre lloro.
Bella, si con la luz que sola adoro
la tempestad del viento y mar serena;
bella, si a la dureza de mi pena
vuelve las gracias del celeste coro.
Bella si mansa, bella si terrible;
bella si cruda, bella esquiva, y bella
si vuelve grave aquella luz del cielo.
Cuya beldad humana y apacible
ni se puede saber lo que es sin vella,
ni, vista, entenderá lo que es el suelo.
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