Por
Javier Guzmán
Millenium, tochazo de más de dos mil páginas, editado en tres volúmenes, que fueron
apareciendo justo a tiempo para poder leer el siguiente inmediatamente después
de haber terminado el anterior.
El primero se llamaba Los hombres que no amaban a las mujeres.
En esta primera entrega
el autor presenta a los personajes y utiliza una acción colateral para
consolidar su estructura. Sus dos protagonistas son un hombre y una mujer
(faltaría más, eso funciona desde Adán y Eva), la Salander y el Mikell de los cojones, preciosa
descripción la trascripción del traductor, ambos luchadores contra un sistema
que les atropella sin pudor y con ensañamiento. Ella es una muchachita frágil,
canija punk (según el autor, físicamente no vale un pedo), perseguida por
psiquiatras (la consideran débil mental), policías (es una peligrosa
delincuente) y abogados (mejor no hablar), aunque a la hora de la verdad de
fragilidad nada, ella es de hierro y no de manteca, es la gata ¡karateca! Y en
cuento a mente de demente ¡niente!, es una Einstein de la informática con un
cerebro que se mueve con la velocidad y precisión de un misil de ojiva nuclear
sobre el objetivo fijado. Ella tiene dos protectores, su primer controlador
social al que le da un ictus (pobre niña, lo poco que el sistema le presta la
naturaleza se lo manga), y un empresario propietario de una red privada de
seguridad (suelen ser los paradigmas de la honradez y los negocios limpios). Por el medio vejaciones, violaciones,
extrañas relaciones, cámaras ocultas y demás recursos cinematográficos porque
la novela, concebida como un todo, repito, iba a ser llevada al cine desde
antes de empezar a imprimirse. Él es un hombre triunfador, un periodista
independiente, íntegro, comprometido, consecuente, serio y divertido (¡jolín!,
la de cosas guapas que tienen los suecos), dirige una revista especializada en
sonrojar al sistema y tiene un ligue, Erika, con la que mantiene la relación de
erotismo ficción más descabellada de la literatura universal (bueno, tal vez
eso sea mucho presumir, pero no deja de ser curioso que en las dos versiones de
cine, la sueca y la americana, esa relación baje de intensidad y que el
personaje del feliz amigo marido cornudo consentidor, se minimice). Pese a
tantos valores, ¿o precisamente por tenerlos?, Mikell ha fracasado en su
intento por desenmascarar a los poderosos de la banca/industria y ha terminado
en la cárcel de papel.
Los dos, el Mikell y la Salander , se cruzan por imperativo
del guión y se van a un islote témpano, aún más al norte, para desentrañar un
extraño caso de desaparición. Es la única parte de la trilogía que presenta un
problema policial clásico. Por supuesto, los malos son nostálgicos del nazismo
(con lo que curamos en salud a la democracia sueca), y demonizamos el mal en el
horror de la extrema derecha europea. Nadie se siente identificado con esos
perversos racistas (y si se identifican se lo callan y luego asesinan al primer
ministro o a sesenta adolescentes de la juventudes socialistas en un apacible
islote noruego). La desaparecida aparece en Australia de granjera ovejera,
¡toma ya!, el chico bueno (periodista) es rehabilitado y la chica frágil con su
ordenador biónico le afana a uno de los malos ¡tres mil millones de euros!, y
las traspasa de sus cuentas a las suyas situadas en lejanos paraísos fiscales.
Nadie es capaz de rastrear la pista del dinero. Dentro de las incongruencias de
la novela, esta es de las más sangrantes. Vamos, es como si al pirata Morgan le
quitan su botín, le dejan en pelota de la noche a la mañana y el pobrecito, y
sus dos mil asesores, no se entera por donde sopla el viento. Y los lectores
encantados: la chica buena le saca la pasta gansa a los malos. Eso es lo que en
Milenium se plantea como justicia social. ¿A que es muy potito?
La chica que soñaba con una
cerilla y un bidón de gasolina es la segunda entrega de la saga Millenium. Si en la primera los malos son los
nazis, en esta son los restos del naufragio comunista soviético. ¿No querías caldo?
¡Pues toma dos tazas! Los dos totalitarismos del siglo XX se aparejan en bellaquería
y así la democracia representativa europea se queda de rositas. La niña Salander
es hija de una madre buena (algo que se intuye porque ese personaje pasa de puntillas
por el libro), y padre que más que malo es la aislación química del mal. Un
ruso de mierda que se cambia a tiempo de bando cuando su sistema se desbanda.
El estalinista tiene otro hijo, un gigante albino insensible al dolor, como los
leprosos, y obediente a las órdenes de papi sin la mínima protesta. Después de
Adán y Eva, Caín y Abel. (El que dos hijos del mismo padre tengan una
estructura física tan antagónica carece de importancia). La nena quiere vengar
a su mamá, maneja motos mejor que Valentino Rossi y termina en una granja
difusa casi muerta, con la cabeza destrozada y enterrada. Pero, para
complementar la incoherencia del personaje, ejerce de zombi (muerta viviente),
se desentierra, mata al padre, descacharra al hermanastro mayor y se venga,
porque la venganza es el hilo conductor de la historia como en El Conde de Montecristo, cuyo hálito
traspasa toda la trilogía.
Este final tan
incongruente como imposible atenaza al lector/espectador y le deja babeante
para la próxima entrega.
A la tercera, La reina en el palacio de las corrientes de
aire, va la vencida. Ahora los pocos malos (nostálgicos nazis con
ayuda de excrementos soviéticos), amparados por un fallo del sistema intentarán
acabar con la volátil protagonista. Y entonces, ¡tachán, tachán!, aparecen los
buenos (policías, políticos, jueces e, ¡increíble!, hasta abogados honestos),
que impedirán la injusticia y convertirán la maldad en anécdota canalla de unos
pocos. Eso sí, los malos son de lo peor (el psiquiatra no solo obedece órdenes
de un difuminado y no legal departamento de recontraespionaje, también es un
pederasta que limpia, fija y da esplendor a la asquerosa pornografía infantil).
Al final todo se resuelve (el famoso Happy End), la justicia triunfa, el
sistema se depura a si mismo de pequeños fallos, y la nenita ya puede disfrutar
de los millones robados como le salga del forro.
Se pregunta Vargas Llosa:
Si uno toma distancia de la historia que cuentan estas tres novelas y la examina fríamente, se pregunta:¿cómo he podido creer de manera tan sumisa y beata en tantos hechos inverosímiles, esas coincidencias cinematográficas, esas proezas físicas tan improbables?
Pues lo mismo digo, don
Mario.
Y me pregunto yo: ¿cómo
este éxito editorial, en particular, y el lago helado de la negra literatura
nórdica, en general, puede relegar al olvido a los maestros y a las obras
maestras del género?
¡Me quito el cráneo! Gracias por esta singular reseña, Javier, cargada de sutiles andanadas contra "el negocio del libro" y adobada de buen humor. Escritos como éste son las únicas tablas a las que, en este piélago de intereses revueltos y turbulentas estulticias, podemos asirnos los náufragos de hogaño. Saludos, José Ramón.
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