jueves, 7 de febrero de 2013

ASIA, de Itzíar López Guil



No es nada extraño que la hija de un dantista se ponga a explorar, una vez pasada la frontera de los 40 años, cómo se fija el libro de la memoria, cómo se pasa de la visio sentientis a la visio cogitantis, qué sucede cuando se pone nombre a las cosas vividas. Sólo que la hija del dantista es tanto hija del siglo XXI como del XX y cree que o bien la memoria se escapa entre los dedos, o bien solo se puede fijar de manera arterioesclerótica. Y al final cede a los tiempos que corren y confía, como solución al desaliento y el desarraigo (estos aún sí resabio del siglo pasado), en la exaltación del instante y del verbo interiores (“Asia”), en una solución que ha decepcionado un poco a este humilde lector. Y sin embargo, a pesar de este final que la crisis-estafa ha dejado un tanto obsoleto (como a tantas otras cosas que hace unos años -unos meses- parecían indiscutibles), el recorrido reflexivo para llegar a él (“Olas”) muestra hasta qué grado reflexionar en poesía alcanza honduras y sugestiones que, por su concentración, se vuelven materiales.

La cita que inicia el libro no es un mero ornato sino toda una declaración de intenciones sobre la imaginería y la estructura del libro. Se trata de unos versos de Raymond Carver: “Waves breaking against the ship. / Against the beach. / And in the mind / of the horses, where / it is always Asia.” Por un lado los oleajes, con su estrecha relación con el tiempo, los ciclos, pero además la erosión, el desgaste, en los barcos y en las playas, pero también en la mente; por otro, un mundo lejano y mítico que anida en el interior. Y, como decimos, nos ha interesado más la exploración de los oleajes que el refugio final vitalista en el instante de plenitud, en la “estancia luminosa / palabra que palpita como fuego / palabra en mi interior dentro de ti” (p. 45).

Porque la parte exploratoria del libro oscila constantemente entre posibilidades encontradas que dan pie a elementos ambivalentes: la luz puede ser una “luz sin rumbo / azote de tu piel, / que pierde la memoria de su paso / al replicarse con la materia devastada, / en el nadie absoluto que pregunta / sin pausa, como ebrio, / en qué consiste, de verdad, el tiempo.” (p. 22), o también “un instante de luz / que pronto será / nada” (p. 31), pero también nombra y fija: “Fuera, tras los cristales, el sol dice / con fuego el horizonte, nombra suave / los árboles, las casas, las personas.” (p. 27), aunque en otros momentos no se sepa lo que dice: “No sé qué dice el sol / cuando amanece sin mí, / qué parte exacta de su luz / toca tu piel tan dentro.” (p. 34). El oleaje, a pesar de su constancia repetitiva, es en otras ocasiones ceniza y humo: “Es ceniza este bronco oleaje / que muerde un instante tierra adentro / y regresa después a sus espumas, / a su gloria tan breve y luminosa, tenaz como una escarpia, / cual si en su arder os fuese / mucho más que la vida” (p. 23). Los espacios físicos que se recuerdan (la leñera, el cuarto de mis padres, el altillo, Roma a los trece años...), pierden por un lado su consistencia, moviéndose entre la confusión (la leñera) o el misterio (el altillo) y el contraste abrupto con la realidad (Roma, en una inteligente variación del poema de Quevedo), pero al mismo tiempo adquieren una dolorosa intensidad emocional, como les sucede, a pesar de sus “mentiras” idealizadoras (o tal vez por ello), a las canciones que nos transportan al pasado: “Hay canciones que avanzan sigilosas / y estallan por sorpresa en estribillos / que te abisman de pronto / en un vago verano adolescente, / cuando esas cuatro notas te seguían / como si fueran tierra en las sandalias. // Y hoy te ven llorar sobre aquel tiempo, / que no fue más feliz, ni aun más puro: / sus repentinos fuegos de artificio / copian la densidad / del recuerdo al volver. // Por eso duelen siempre. / Como la memoria.” (p. 25). Efectivamente, la memoria nombra, como en el primer poema del libro, y  simultáneamente, al hacerlo, mata, como en el segundo poema; al mismo tiempo da y roba. Es un problema, como no podía ser de otra manera para una hija del estructuralismo y el postestructuralismo, básicamente lingüístico (y en esto la hija del dantista es poco dantesca porque no distingue dos momentos separados, el de la fijación de la imagen interior y el de la conversión en palabra, sino que el verbo interior es directamente lingüístico), pues la dualidad proviene fundamentalmente de la ambivalencia del lenguaje (con la que brega a brazo partido el lenguaje poético), en el que las palabras son “blandas siluetas / que nos ponen en los labios al nacer, / sin peso ni materia verdadera, rastro insondable / de otras existencias que nombraron / para sí / los límites del mundo / del que sólo quedan ecos.” (p. 26) (lo cual además viene agravado porque, para la poeta, “El mundo en que nací estaba viejo”, p. 19), que, sin embargo, recogen o se ven modificadas por la experiencia emocional: “Sin sospechar siquiera que ese roce [una caricia] / está limando las entrañas / de mi vocabulario.” (p. 26). Puede haber, pues, una palabra “sólida” y “ajena / al tiempo y a la muerte, alta sílaba / que inscribe en la ceniza tu existencia” (p. 27) y “palabras muertas / donde la savia de ayer gritaba vida.” (p. 16).

En fin, y por no ser prolijos, lo que le pasa a Itzíar López Guil es que tiene problemas para concebir que fijar algo no significa necesariamente matarlo, o, en otras palabras, que, hija también del capitalismo financiero, no puede evitar pensar, o sentir, que lo que no fluye no vive, aunque, al mismo tiempo hija de la Modernidad socialdemócrata, aspira a la estabilidad. A caballo entre un inconsciente que encuentra en la norma, en el Contrato, en la responsabilidad, el ser de las cosas, y otro que solo lo encuentra en la fluencia (en el flujo, financiero ante todo), el hibridismo, las fronteras y todos los demás motivos postmodernos (que, insistimos, no son sino tematizaciones del Consenso de Washington, el acuerdo derridiano por excelencia), Itziar López Guil explora las contradicciones de ambas aspiraciones (el problema, por supuesto, del significado y la identidad, parece que el único posible en nuestra poesía), y al final, como apuntábamos, no consigue salir del laberinto y todo lo fía o bien a un instante pletórico de intensidad vital, como el estornino del poema 10, en su Asia particular, cediendo así (y sublimándolo) al eterno presente, a la muerte de la historia, que se nos impone para que consumamos compulsivamente, o bien a la afirmación, bellísima (los mejores momentos del poemario), de un desarraigo sereno y  “postmaldito” (“Volver es caminar sin luz a casa”), como en este magnífico poema dedicado a Ana Merino: “Siempre supe muy dentro que crecer / era dejar atrás los altos álamos, / el viento protector de su ramaje, / para tirar del yugo en tierra abierta, / siguiendo hacia la nada sin raíces, / diluyendo mi ser en el espacio. // No hay demonio ni dios con quien pactar. / Sólo millas que hacer a la intemperie, / recordando el sabor de lo profundo / y a veces disfrutando de lo extenso mientras dure, / feliz en la fortuna / de no saber del todo qué es la vida.” (p. 29). Itziar López Guil no es, obviamente, una de esas jovenzuelas postmodernas, atadas a sus maquinitas infernales, que no pueden concebir el desarraigo (financiero) porque es el aire que respiran y ni siquiera lo ven: es una nieta del 68 que no puede no pensar en términos de “liberación” pero que percibe que esa liberación nos ha llevado a derrotas cuyas consecuencias estamos padeciendo.

Se demuestra así, una vez más, que de las derrotas ideológicas nacen excelentes libros de poesía.


Itzíar López Guil, Asia, Madrid, Biblioteca nueva, 2011, 46 páginas.

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