Resulta
un ejercicio apasionante seguir el rastro de los hombres pájaro en la
literatura. Como ejemplo, indico un par de casos poco conocidos.
En el libro Los
anillos de Saturno de Sebald W. G., se habla del mayor George Wyndhan Le
Strange, que durante sus últimos años de vida, después de despedir a todo el
personal de la gran casa residencial de Henstead, en el condado de Suffolk,
vivió solo acompañado de una vieja ama de llaves sorda, y que allí, en gran
precariedad, cultivó una extraña afición a las aves. Primero comenzó con un
gallo domesticado, que tenía en su propia habitación, pero luego continuó
rodeándose de todo tipo de aves de corral, gallinas pintadas, faisanes,
palomas, codornices y pájaros cantores que correteaban a su alrededor y le cercaban
volando a su alrededor. En el momento de su muerte, según el personal de la
funeraria de Wrenthan, su piel se había vuelto color verde aceituna, sus ojos
de tono gris oca profundamente oscuros, y su pelo, de una blancura nívea, se
volvió de la noche a la mañana de un color negro cuervo.
Y esto me lleva a otro estupendo libro, La calle de Los Cocodrilos, de Bruno
Schulz, que narra cómo su padre, arrebatado por una extraña locura que le
llevaba a aislarse de todo el mundo, también buscó la compañía de las aves y
convirtió su casa en un arca de Noé que reunía toda clase de pájaros de países
lejanos. En palabras del propio relato:
Me ha quedado
notablemente grabado en la memoria cierto cóndor, enorme ave de cuello
desplumado y cara arrugada cubierta de excrecencias. Era como un asceta
delgado, un lama budista que conservaba en su comportamiento una dignidad
imperturbable y observaba el rígido protocolo de su noble raza. Frente a mi
padre, petrificado en la actitud escultural de una divinidad egipcia, con su
ojo alterado por una catarata blancuzca que desplazaba para cubrir su pupila y
encerrarse en la contemplación de su augusta soledad, me parecía, con su perfil
pétreo, el hermano mayor de mi padre: cuerpo, tendones, piel dura y arrugada,
eran el mismo rostro huesudo y reseco, las mismas órbitas profundas, de gruesa
córnea. Hasta las manos de mi padre, largas, delgadas, nudosas, de uñas muy
curvadas, se parecían un poco a las garras del cóndor. Me daba la impresión, al
mirar al ave adormecida, de hallarme ante la momia de mi padre, reducida por
desecación. Creo que esta extraordinaria semejanza no había escapado tampoco de
la observación de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es notable, además,
que el cóndor y mi padre utilizaban la misma taza de noche.
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