lunes, 14 de mayo de 2012

Hombres pájaro


Resulta un ejercicio apasionante seguir el rastro de los hombres pájaro en la literatura. Como ejemplo, indico un par de casos poco conocidos.

En el libro Los anillos de Saturno de Sebald W. G., se habla del mayor George Wyndhan Le Strange, que durante sus últimos años de vida, después de despedir a todo el personal de la gran casa residencial de Henstead, en el condado de Suffolk, vivió solo acompañado de una vieja ama de llaves sorda, y que allí, en gran precariedad, cultivó una extraña afición a las aves. Primero comenzó con un gallo domesticado, que tenía en su propia habitación, pero luego continuó rodeándose de todo tipo de aves de corral, gallinas pintadas, faisanes, palomas, codornices y pájaros cantores que correteaban a su alrededor y le cercaban volando a su alrededor. En el momento de su muerte, según el personal de la funeraria de Wrenthan, su piel se había vuelto color verde aceituna, sus ojos de tono gris oca profundamente oscuros, y su pelo, de una blancura nívea, se volvió de la noche a la mañana de un color negro cuervo.

Y esto me lleva a otro estupendo libro, La calle de Los Cocodrilos, de Bruno Schulz, que narra cómo su padre, arrebatado por una extraña locura que le llevaba a aislarse de todo el mundo, también buscó la compañía de las aves y convirtió su casa en un arca de Noé que reunía toda clase de pájaros de países lejanos. En palabras del propio relato:
Me ha quedado notablemente grabado en la memoria cierto cóndor, enorme ave de cuello desplumado y cara arrugada cubierta de excrecencias. Era como un asceta delgado, un lama budista que conservaba en su comportamiento una dignidad imperturbable y observaba el rígido protocolo de su noble raza. Frente a mi padre, petrificado en la actitud escultural de una divinidad egipcia, con su ojo alterado por una catarata blancuzca que desplazaba para cubrir su pupila y encerrarse en la contemplación de su augusta soledad, me parecía, con su perfil pétreo, el hermano mayor de mi padre: cuerpo, tendones, piel dura y arrugada, eran el mismo rostro huesudo y reseco, las mismas órbitas profundas, de gruesa córnea. Hasta las manos de mi padre, largas, delgadas, nudosas, de uñas muy curvadas, se parecían un poco a las garras del cóndor. Me daba la impresión, al mirar al ave adormecida, de hallarme ante la momia de mi padre, reducida por desecación. Creo que esta extraordinaria semejanza no había escapado tampoco de la observación de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es notable, además, que el cóndor y mi padre utilizaban la misma taza de noche. 

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