Qué dolorosos son los libros de
testimonios sobre el infierno de los campos de concentración nazis. Por muchos
que se lean, no se acostumbra uno al horror. El dolor, aunque se repita,
siempre es nuevo.
Para situarnos: Mercedes Núñez Targa
nació en Barcelona en 1911. Al
acabar la Guerra Civil el PC le encarga que organice a los comunistas de La
Coruña. La detienen y la trasladan a la cárcel de Ventas. Por un error
administrativo la sueltan en 1942. Se escapa a Francia, donde colabora con la
Resistencia. Este libro cuenta esos últimos días de resistente, la captura por
los nazis, el paso por distintos campos de concentración en Francia, su
traslado a Alemania, al campo de mujeres de Ravensbrück, donde permanece hasta
la llegada de las tropas soviéticas que lo liberan, y su vuelta a Francia.
Muchas de las cosas que cuenta pertenecen
a la historia del horror universal: En Ravensbrück a una francesita, cuando
descubrieron que estaba embarazada, la eliminaron con una inyección letal (a
las embarazadas las mataban sin contemplaciones, por el crimen que suponía traer
una boca más que alimentar). A otra, que había ocultado estar embarazada y
haber dado a luz, cuando le descubrieron al recién nacido, se lo quitaron y lo abandonaron
en un vagón de un tren detenido que había a la entrada del campo de
concentración; cuando las mujeres entraban y salían para ir y volver de la
fábrica en la que trabajaban, oían su llanto cada vez más debilitado, hasta que
dejó de oírse. Los niñitos judíos, a los que los nazis conseguían domar a
fuerza de golpes, aguantaban en formación durante horas junto a sus madres,
inmóviles, como adultos ... Son muchos los hechos
espeluznantes.
En la narración hay detalles estrictamente
femeninos, que solo podría haber contado una mujer: cuenta cómo algunas
consiguieron tener dos uniformes de presas, con su respectiva ropa interior, lo
que les permitía cambiarse cada cierto tiempo e ir siempre más o menos aseadas.
Yo esto nunca lo había leído, y he leído muchos testimonios. También cuenta que
algunas mujeres daban recetas de cocina. A veces se las veía rodeadas de un
grupo de mujeres hambrientas, esqueléticas, que apuntaban la receta en trocitos
de papel. Y cuenta que el día de santa Catalina había la costumbre en Francia
de que las modistas solteras mayores de 25 años se pusiesen sombreros
llamativos, y ese día hicieron en el campo un desfile de modelos, con los
sombreros más ocurrentes, hechos con materiales insospechados.
También hay detalles muy españoles. Por
ejemplo, se fija mucho en lo feos que son sus carceleros. “Yo no sé de dónde
las han sacado, las hembras SS del kommando.
Madre mías, ¡son feísimas! Parece que las han escogido.” (La mujer nazi, una
imagen poco difundida: brutal, vociferante, que golpea sin piedad.) Del
comandante del campo dice: “Anda sin gracia y tiene hocico de rata, una rata
que tuviera los ojos azules. Se ve que la raza nórdica, «la joya de la tierra»,
también tiene fallos a veces engendrando adefesios”. A mí eso me parece muy
español: tratar de feos a los que son malos. La fealdad como primer paso hacia
la maldad.
Dentro del horror que supone la
experiencia del campo hay momentos en los que los presos sienten que recuperan
su dignidad. Como cuando todas las presas rechazan los bonos con los que
pretenden pagarles su mano de obra esclava las autoridades, que se enfurecen
con el rechazo. O cuando, en la fábrica en la que trabajan, sabotean e
inutilizan multitud de obuses destinados al frente.
Hay un detalle muy curioso, que podrían
estudiar los lingüistas. Para comunicarse empleaban palabras alemanas, polacas,
rusas... A la expresión francesa comme ci
comme ça, que significa ‘más o menos’, se le atribuía el significado de
‘robar’, y con ese sentido lo utilizaban todas las mujeres, incluidas las
francesas.(Quizá, dice Mercedes, el gesto que se hace con la mano para indicar
‘más o menos’ se confunde con el gesto de robar, de llevarse algo.)
Algunos de los casos más dramáticos en
este tipo de libros son los de los presos que sobreviven a los nazis, los que
viven el final de la guerra, la liberación de los campos en los que han estado
años encerrados y torturados, y mueren pocos días después, cuando ya estaban a
salvo, digamos. Cuenta un caso conmovedor.
“Un día llegan a la sala dos hermanitas, chicas aún. La más joven, que se llama Margrit, tiene trece años, la otra apenas quince. Son tuberculosas en grado extremo. Las dos deben haber sido excepcionalmente bonitas. Hablan una lengua desconocida que nadie entiende, quizás el húngaro. Nunca sabremos quiénes son ni de dónde vienen. La más grande se comporta con la pequeña como una auténtica madre, a pesar de su propio agotamiento. La hace comer, le seca el sudor, la arropa, le habla afectuosamente.
Una noche, silenciosamente, muere la pequeña Margrit. Las enfermeras, compadecidas, se la llevan sin despertar a la hermanita. Pero cuando la niña, por la mañana, ve vacía la cama de Margrit, su desesperación es máxima. En vano el mismo doctor, mintiendo piadosamente, le dice que ha sido trasladada a otra sala. Sin comer, sin dormir, la pequeña grita desesperadamente:
-¡Margrit! ¡Margrit! ¡Margrit!...
La niña grita durante dos días seguidos, hasta perder aliento, por la hermanita perdida.
Cuando murió, todas nosotras estábamos deshechas.”
Escenas terribles. Un día llegan dos
camilleros con un deportado que está agonizando. El enfermero jefe dice que no
le puede dar cama para unos minutos. Los camilleros dicen a su vez que tienen
prisa, que les esperan en otro punto para trasladar a otro enfermo con la
camilla. El enfermero se encoge de hombros y vuelve a su trabajo. De vez en
cuando sale al pasillo y toma el pulso al enfermo. “Aún no está muerto.” Los
camilleros fuman nerviosos. Miran el reloj y miran al agonizante. En otra de
las visitas del enfermero por fin dice: “Ya está muerto”. Ya pueden llevarlo al
depósito los camilleros.
Mercedes
Núñez Targa Destinada al crematorio. De
Argelès a Ravensbrück: las vivencias de una resistente republicana española
(Sevilla: Renacimiento, 2011).
No hay comentarios:
Publicar un comentario