Por Emilio Gavilanes
Algunas de las mejores narraciones del siglo XIX son libros de viajes.
Estoy pensando en los libros del capitán Burton, en los Viajes con una burra,
de Stevenson (uno de los libros con más encanto de la historia de la
literatura), en los magníficos Eothen, de William Alexander
Kinglake, y Dos años al pie del mástil, de Richard Dana, o en
el extraordinario Viaje de un naturalista alrededor del mundo, de
Darwin. El de Wallace es otro de ellos.
Este Wallace se ve que debía de ser un alma cándida. A lo largo de sus
viajes por Oriente reunió una serie de observaciones que le llevaron a formular
una teoría que explicaba la diversidad de las especies mediante un mecanismo de
transformación por adaptación al medio por parte de los individuos más aptos. Y
cuando se dispuso a publicar sus ideas le dijeron que otro biólogo había llegado
a ideas parecidas y le pidieron que esperara a que ese biólogo escribiera su
teoría para que los dos las publicaran a la vez. ¡Y Wallace esperó! El otro
biólogo era Darwin. El bueno de Wallace incluso reconoció que Darwin tenía más
trabajada la teoría. ¿Quién sabe hoy que Wallace fue uno de los padres del
evolucionismo?
Hay que empezar diciendo que este no es el libro en el que expone su
teoría. Aquí no hay rastros de ella. Lo que hay es una serie de observaciones
referidas al mundo natural contadas con tal maestría e interés que el lector
cae bajo su hechizo desde los primeros párrafos. Empieza relatando un episodio
de caza de un orangután que resulta especialmente emocionante, quizá porque el
protagonista es uno de los grandes monos antropoides, casi un pariente humano.
Es un pasaje desagradable. Y ese desagrado se va convirtiendo en espanto y asco
a medida que avanza y el autor insiste durante páginas y páginas contando todos
los orangutanes que va abatiendo (uno se llega a preguntar si no estará acabando
con la especie). Muchas son muertes brutales, después de alcanzarlos con varios disparos.
Los mata, les quita la piel y limpia los huesos, para mandar todo ello a museos
ingleses. Qué triste. Cuenta cómo cuida a una cría que queda huérfana tras
matarle a la madre. A la cría, a falta de leche, que no consume la gente de los
alrededores, le da agua de cocer arroz mezclada con agua de coco y le hace un
maniquí con piel de búfalo para que parezca la madre, pero la cría trata de
mamar y casi se ahoga con los pelos. Entonces la cría, con toda su inocencia busca
refugio junto a Wallace, el asesino de su madre. Varias veces el cadáver de
algún orangután queda enganchado en lo alto de un árbol. Semanas después hay
una nube de moscas sobre los restos. Meses después no hay nada. Lo bajan y la
piel está casi entera. Dentro está el esqueleto, limpio. Wallace lleva un
barril con líquido para conservar. En los poblados mete en él culebras y
lagartos, que cuelgan muertos por el borde, esperando que los indígenas comprendan
que aquello no es agua. Aun así la gente bebe del líquido. Pero no solo pasan
necesidades los humanos. Cuando Wallace limpia pieles y esqueletos, los perros
le acechan. A veces consiguen apartar grandes piedras que tapan los peroles en
los que hierven los huesos. O se le comen las botas. Estas páginas son más de
cazador que de biólogo. Aunque a veces hace observaciones de naturalista. Por
ejemplo, dice que las hembras de orangután arrojan ramas desde lo alto, quizá
para defender a sus crías, y que los machos no se sienten en la necesidad de
hacerlo, quizá porque confían en su fuerza.
En un hábitat con tantos peligros la molestia más
grande la producían unas hormigas pequeñas que lo invadían todo. Hicieron nido
en su cabaña, se subían a su mesa de trabajo, le robaban los insectos de su
colección (se los arrancaban de las cartulinas en la que los había pegado), se
le subían a las manos y desde ahí a la cara, se le metían entre la barba y
entre el cabello, por las noches trepaban a él y se veía obligado a desnudarse
y a sumergirse en agua. Y le martirizan las moscas, que continuamente ponían
huevos en las pieles de animales que tenía puestas a secar, en las plumas de
las aves desolladas.
Durante la lectura del libro se produjo algo muy
curioso. De pronto sentí que en las páginas por las que tenía abierto el libro había
una serpiente al acecho. Y en esa misma página Wallace cuenta que siente la
presencia de una serpiente y la descubre enroscada en el techo de la cabaña en
la que ha pasado la noche. Siente la presencia en la cabaña como yo la he
sentido en el libro. Es una pitón que acaba matando un indígena cogiéndola por
la cola y golpeándola contra un tronco hasta que le rompe la columna vertebral
Una vez le traen un ave del paraíso y se asombra de
su belleza, que ningún occidental ha podido ver completa como él. Y se asombra
de que los indígenas no lo vean hermoso, por común. Dice: Cuántas generaciones
de este animal habrán pasado sin que su belleza sea apreciada, tanta belleza
prodigada en vano. Pero eso sigue pasando en todo el mundo; acaso en nuestras
mismas calles. ¿Qué diría de un fenómeno tan extraordinario como la lluvia
alguien que nunca hubiese visto llover?
Les desafío a abrir este libro por cualquier página y
encontrar un párrafo que no capte enseguida su atención.
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