En un artículo que escribió en agosto de
1904 en Le Figaro, Marcel Proust nos
habla de la resurrección del recuerdo, sobre lo que más tarde volverá a
escribir en su obra más celebrada, En
busca del tiempo perdido, y en particular en el bien conocido episodio de
la magdalena.
Transcribo algunos párrafos del
artículo.
En
realidad, como ocurre con las almas de los difuntos en ciertas leyendas
populares, cada hora de nuestra vida se encarna y se oculta en cuanto muere en
algún objeto material. Queda cautiva, cautiva para siempre, a menos que
encontremos el objeto. Por él la reconocemos, la invocamos, y se libera. El
objeto -o la sensación, ya que todo objeto es en relación a nosotros sensación-
muy bien puede ocurrir que no lo encontremos jamás. Y así es como existen horas
de nuestra vida que nunca resucitarán. Y es que ese objeto es tan pequeño, está
tan perdido en el mundo, que hay muy pocas oportunidades de que se cruce en
nuestro camino. Hay una casa de campo en donde he pasado varios veranos de mi
vida. He pensado en aquellos veranos, pero no eran ellos. Había grandes
posibilidades de que quedaran muertos para siempre para mí. Su resurrección ha
dependido, como todas las resurrecciones, del azar. La otra tarde cuando volví
helado por la nieve y no me podía calentar, habiéndome puesto a leer en mi
habitación bajo la lámpara, mi vieja cocinera me propuso hacerme una taza de
té, en contra de mi costumbre. Y la casualidad quiso que me trajera algunas
rebanadas de pan tostado. Mojé el pan tostado en la taza de té, y en el
instante en que llevé el pan tostado a mi boca y cuando sentí en mi paladar la
sensación de su reblandecimiento cargada de un sabor a té, sufrí un
estremecimiento, olor a geranios, a naranjos, una sensación de extraordinaria
claridad, de dicha; permanecí inmóvil, temiendo que un solo movimiento
interrumpiera lo que estaba pasando en mí y que yo no comprendía, aferrándome
en todo momento a aquel pedazo de pan mojado que parecía provocar tantas maravillas,
cuando de pronto cedieron, rotas, las barreras de mi memoria, y los veranos que
pasé en la casa de campo que he dicho irrumpieron en mi conciencia, con sus
mañanas, trayendo consigo el desfile, la carga de las horas felices. Entonces
me acordé: todos los días, cuando vestido bajaba a la habitación de mi abuelo
que acababa de despertarse y tomaba su té. Mojaba un bizcocho y me lo daba a
comer. Y cuando hubieron pasado aquellos veranos, la sensación del bizcocho
reblandecido en el té fue uno de los refugios en donde habían ido a acurrucarse
las horas muertas -muertas para la inteligencia- y en donde sin duda no las
habría hallado nunca si esta tarde de invierno, cuando helado de la nieve, mi
cocinera no me hubiera ofrecido la bebida a que estaba ligada la resurrección,
en virtud de un pacto mágico que yo desconocía.
Cómo me ha gustado siempre esta
narración de Proust, no solo por su carga expresiva y poética, sino por
compartir con él unos sentimientos que en mayor o menor medida todos hemos
experimentado alguna vez. Sin embargo, nunca
me conformé con que esa resurrección de las horas pasadas estuvieran
"muertas para la inteligencia", que ese "pacto mágico" que
las ligaba a los objetos no pudiera ser explicado alguna vez.
Hoy, poco más de cien años después de que
el escritor escribiera aquellas palabras, los estudios del cerebro humano han
ido desvelando los misterios:
Para
almacenar las memorias a largo plazo, la información debe pasar primero por el
hipocampo, en donde es troceada según diferentes categorías. En lugar de ser
almacenadas en una determinada zona del cerebro, como en una cinta magnética o
en un disco duro, el hipocampo dirige los fragmentos a los distintos córtexs. Por
ejemplo, las memorias emocionales se almacenan en la amígdala, mientras que las
palabras se guardan en el lóbulo temporal. Al mismo tiempo, colores y otra
información visual se recogen en el lóbulo occipital, y lo concerniente al
sentido del tacto y movimiento acaban en el lóbulo parietal. Hasta el momento,
se han identificado más de veinte categorías de memorias que son almacenadas en
diferentes partes del cerebro, incluyendo frutas y vegetales, plantas,
animales, partes del cuerpo, colores, números, letras, pronombres, verbos,
nombres propios, caras, expresiones faciales, y varias emociones y
sonidos. Una simple memoria -por
ejemplo, un paseo por el parque- supone una información que es troceada y almacenada
en varias regiones del cerebro; pero liberar solo un aspecto de la memoria (por
ejemplo, el olor de la hierba recién cortada) puede de pronto hacer que el
cerebro se precipite a juntar todos esos trozos separados y a restablecer el
recuerdo inicial en su conjunto.
Y si todo esto ha podido descubrirse con
bastante claridad, el mecanismo específico por el que el cerebro consigue unir
todos esos fragmentos separados y resucitar el recuerdo concreto sigue sin
conocerse exactamente, entre otras cosas debido al carácter tan personal de
nuestras experiencias y memorias. Una de las explicaciones que parece
aproximarse más a la realidad está ligada con las ondas electromagnéticas que
se generan con cada categoría de la memoria. Cada fragmento de un recuerdo
puede vibrar en una determinada frecuencia y almacenarse según esa pauta. Cada
uno está ligado con todos los demás de esa manera. Recuperar el recuerdo
completo sería como sintonizar una emisora de radio que emite en una específica
frecuencia. (La sensación del pan mojado en té le llevó a Proust a recuperar
los recuerdos de infancia en aquella casa de campo; el paso sobre una baldosa
vacilante en París, a volver en el recuerdo a aquel viaje a Venecia; el sabor
de la magdalena, a resucitar los tiempos infantiles en la casa de la tía
Leoncia.)
Llegados a este punto cabría preguntarse
si el nuevo conocimiento del cerebro y la explicación científica sobre cómo
resucitan los recuerdos restan encanto y poesía a la narración de Marcel
Proust. Por lo que a mí respecta, declaro que en absoluto. Es más: ese nuevo
conocimiento que proporciona la ciencia me produce si cabe más asombro y abre
la puerta a nuevos e interesantes misterios sobre lo que sea ese prodigio evolutivo
que es el cerebro humano.
Hola, Luis, soy tu hermano Víctor. Magnífico texto. Es un tema que me apasiona. De todos los paneles que hay en un congreso al que asistiré en unos meses, el que más me atrae de largo es el de una compañera que plantea también el tema del olvido y la memoria, en la ciencia y en el arte. A los pocos minutos de leer tu entrada, me encontré con este artículo de EL PAÍS que, si no lo has visto, te va a interesar:
ResponderEliminarhttp://one.elpais.com/protesis-cerebrales-recuperar-aumentar-la-memoria/
Hola, Víctor. Desde luego es un tema apasionante. En la literatura, además de Proust, últimamente me han interesado los libros de memorias de Enrique Hudson y de Sergéi Aksakov, que además de su carga poética, en muchos momentos reflexionan lúcidamente sobre los mecanismos de la memoria y del recuerdo. (Es curioso que estos dos autores son anteriores a Proust y hay unas coincidencias con sus ideas sorprendentes.) Y desde el punto de vista científico te recomiendo un libro del 2015, "The future of mind", de Michio Kaku. De lo que conozco, es el que da el panorama más actualizado en cuanto a los avances en el estudio del cerebro. (Es posible que ya esté traducido al español.)
EliminarMuy interesante entrada, Luis. Estoy contigo. Por mucho que la ciencia arroje luz sobre hechos estéticos, nada les quita su magia.
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