lunes, 2 de febrero de 2015

La gloria de mi padre, de Marcel Pagnol (II)

II

(La imagen corresponde a la película de Yves Robert, 1990)

«Pronto nos consolamos gracias a la captura de tres grandes rezadoras [mantis religiosas], que se paseaban, con su verde intenso, sobre las verdes ramas de una verbena. Magníficos ejemplares para la observación científica.

Papá nos había dicho (con cierta alegría laica) que la rezadora era una animal feroz y despiadado, al que se podía considerar como el “tigre”  de los insectos, y que el estudio de sus costumbres era en extremo interesante.

Decidí, por tanto, estudiarlas, y, para desencadenar una batalla entre ellas, puse a las dos mayores frente a frente.

Entonces pudimos continuar nuestros estudios, comprobando el hecho de que estas bestezuelas eran capaces de vivir sin garras, sin patas e incluso sin la mitad de la cabeza… Al cabo de un cuarto de hora de esta diversión tan graciosamente infantil, uno de los campeones no era más que un tórax que, habiendo devorado la cabeza y el busto del adversario, seguía acometiendo, sin prisas, a la otra mitad del cuerpo, que se movía aún un tanto nerviosamente. Pablo [hermano de Marcel, el narrador], que tenía buen corazón, fue a buscar el tubito de goma (de los que pegan hasta el hierro) e intentó unir las dos mitades para obtener un cuerpo entero, al que podríamos devolver solemnemente la libertad. No consiguió llevar a buen fin tan generosa operación, porque el busto logró escapar.

Como teníamos aún en un frasco el tercer “tigre”, decidí enfrentarlo con las hormigas, feliz idea que nos permitió disfrutar de un espectáculo maravilloso.

Volcando repentinamente el frasco, apliqué su boca a la entrada principal de un hormiguero en plena actividad. El “tigre” era más largo que el frasco, pero más estrecho, y se mantenía sobre sus patas traseras, aprovechando la movilidad de su cabeza para mirar en todas direcciones con curiosidad de turista. Del túnel salió una oleada de hormigas que se lanzó al asalto, trepando por sus patas, y aunque le hicieron perder la calma y se puso a danzar moviendo a derecha e izquierda sus cizallas, en cada uno de estos balanceos se llevaba a la boca un racimo de hormigas que caían cortadas en dos. Como el espesor del cristal deformaba la belleza del espectáculo y la incómoda postura del “tigre” dificultaba sus movimientos, me creí en el deber de retirar el frasco. La rezadora recobró entonces su posición natural: las pinzas replegadas y las seis patas en el suelo. En el extremo de cada una de ellas tenía cuatro hormigas, implacablemente aferradas con sus mandíbulas, mientras sus patas se afianzaban en la tierra. Dominado así por los liliputienses, el “tigre” se veía tan inmovilizado como Gulliver.

Sin embargo, con las pinzas que le quedaban libres atacaba, por turno, a cada uno de los grupos que la inmovilizaban, y diezmaba a sus componentes. Mas antes de que las bestezuelas cayeran cortadas en pedazos, otras ocupaban su puesto, y había que comenzar de nuevo la lucha.
Me preguntaba cómo se resolvería aquella situación que parecía estabilizada –fija en un ciclo inmutable-, cuando advertí que los reflejos de las patas de la rezadora no eran ni tan rápidos ni tan frecuentes, lo cual me hizo pensar que se debilitaba ante la ineficacia de su táctica y que sin duda se disponía a modificarla. Al cabo de unos minutos cesaron por completo sus ataques laterales- Las hormigas abandonaron al punto su nuca, su busto, su dorso, y ella se quedó en pie, inmóvil, plegadas las pinzas y el toro erguido sobre sus seis grandes patas, que apenas se estremecían ya.

Pablo me dijo:

-Está reflexionando.

Se me antojaron demasiado largas sus reflexiones y despertó mi curiosidad la desaparición de las hormigas. Me eché al suelo boca abajo y descubrí la tragedia.

Bajo la cola del pensativo “tigre”, las hormigas habían agrandado el orificio natural, y una fila de ellas entraba y otra salía como por la puerta de un gran almacén en vísperas de Navidad. Cada una llevaba su botín: las diligentes obreras estaban realizando la mudanza del interior de la rezadora.

El desgraciado “tigre” continuaba inmóvil y como atento a una especie de introspección. Como carecía de medios –de gestos y de voz- para expresar su tortura o su desesperación, su agonía no resultó espectacular. Y no comprendimos que estaba muerta hasta el momento en que las hormigas que la sostenían se desprendieron de sus pinzas y comenzaron a despedazar la leve envoltura del desaparecido organismo. Aserraron el cuello, cortaron el cuerpo en trozos regulares, mondaron las patas y desarticularon elegantemente las terribles pinzas; procedieron, en fin, como un cocinero con una langosta. Todo este material se trasladó bajo tierra para su acomodo en el fondo de algún departamento, según un orden nuevo.
Solamente quedaron sobre la tierra los bellos élitros verdes que habían volado gloriosamente sobre las junglas de hierba, aterrorizando a presas y enemigos. Despreciados por las laboriosas hormigas, aquellos élitros parecían confesar tristemente que no eran comestibles.

Así fue como terminaron nuestros estudios sobre la rezadora y la diligencia de las laboriosas hormigas.

-¡Pobre animal! –dijo Pablo-. ¡Menudo cólico el suyo!


-¡Le está bien empleado! –contesté-. Se come los saltamontes vivos, las cigarras y hasta las mariposas. Papá ha dicho que es un tigre. Y a mí los cólicos de los tigres no me importan.»

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