En mi opinión, hay pocas diferencias en el trabajo de creación de un científico (digamos un
físico que elabora una nueva teoría) y el que realiza un escritor cuando
escribe una nueva novela. Los dos parten de un “problema” y buscan una “explicación”.
Ambos proponen hipótesis (historias), aproximaciones, descartan, eligen,
imaginan, emborronan papeles, tiran buena parte a la basura y se quedan con lo
que les parece más aceptable.
La mayor
diferencia tal vez esté en el contraste del resultado. El físico tiene el
experimento que decide si su “solución” se adapta o no a la “realidad”. ¿Y el
novelista? ¿Cómo mide las virtudes de su novela?
Aceptando todo
eso que les une en el trabajo creativo y lo que les diferencia a la hora de
contrastar el resultado, también creo que tanto en uno como en otro se pueden
distinguir con claridad dos tipos de proceder para llegar al objetivo. Y es lo
que en el libro que comentamos hoy -El
arco iris de Feynman (la búsqueda de la belleza en la física y en la vida)- se llaman “el modo griego”
y “el modo babilónico”.
En 1981, el
autor, Leonard Mlodinow, recién doctorado en Física, obtiene una beca para
trabajar en el prestigioso Instituto Tecnológico de Callifornia (Caltech), en
donde el destino le coloca en un despacho vecino a dos monstruos sagrados y
premios Nobel de Física
de aquellos tiempos. A un lado tenía a Richard Feynman, para muchos el sucesor
de Einstein y que en aquellos años ya luchaba contra el cáncer que le llevaría
a la tumba. Y, al otro, a Murray Gell-Mann, descubridor de los quarks, las partículas elementales de
las que están hechos los protones y neutrones. Ambos se llevaban razonablemente
bien, pero sus estilos creativos eran radicalmente distintos. La apreciación de
esa diferencia y la elección de un estilo propio por parte del joven becario
constituyen el núcleo de este breve, sustancioso y emotivo libro.
Mlodinow encuadra a Murray Gell-Mann en el “modo griego” –el modo, por otra parte,
dominante en la cultura occidental–: búsqueda de una lógica interna, un orden
subyacente, estructura formal y matemática. La búsqueda de la verdad física la
comparaba al trabajo detectivesco, pero un detective como Sherlock Holmes. La
coherencia y armonía de las matemáticas le llevaron a deducir la existencia de los
quarks antes de que su descubrimiento
fuera certificado por los experimentos.
Feynman, sin
embargo, era “babilónico”: la intuición y el instinto por encima de la
formalidad, búsqueda de la explicación al margen de las matemáticas –los
diagramas de Feynman–, violación de aceptados métodos matemáticos por otros de
su invención –la integral de caminos de Feynman–. Su búsqueda también era
detectivesca, pero su detective era Colombo. Y, casi al mismo tiempo que Murray
llegaba al descubrimiento matemático de sus quarks,
aplicando su método Feynman llegó a adivinar una estructura interna para los
protones y neutrones, que llamó parvones.
Lo curioso es
que el estilo creativo parecía trascender el trabajo de creación: Murray era
tremendamente formal, le daba mucha importancia al liderazgo y a la
consideración personal. Vestía elegantemente y se sentía a gusto en el pomposo Ateneo del campus universitario. Feynman, sin embargo, era descuidado en el
aspecto y en la vestimenta y se trataba con cualquiera sin la menor pretensión.
Se sentía a gusto entre los estudiantes en la cantina –que llamaban la Grasienta – y buscaba
lugar de inspiración para su trabajo en clubs de streaptease.
Era –dice
Mlodinow– como si en uno dominara el lóbulo izquierdo del cerebro (orden,
formalidad, lógica) y en el otro el lóbulo derecho (intuición, búsqueda de
pautas).
A pesar de su
disparidad, Mlodinow descubre que ambos parecen compartir un mismo criterio de
interés y veracidad.
A una pregunta
suya sobre la reciente teoría de las cuerdas –que considera las partículas
elementales como pequeñísimas cuerdas–, Murray le contesta: “Es tan bella que
tiene que ser cierta.”
Otro día
encuentra a Feynman absorto en la contemplación de un hermoso arco iris y
Mlodinow se interesa por la razón que llevó a Descartes a analizar
matemáticamente el fenómeno. Feynman no lo duda: “Lo que le inspiró fue el
pensamiento de que el arco iris era bello.”
Como un luminoso
arco iris que uniera los dos extremos, ¿hay una belleza objetiva que une con un mismo criterio las verdades
de la ciencia y de las artes?
Como decíamos,
en medio de aquel tour de force de
los dos estilos creativos, el joven y talentoso Leonard Mlodinow al fin
encuentra su camino. No sin dudas y presiones, desde luego –por ejemplo, la de
su antiguo profesor tutor, que al conocer su decisión le llega a decir: “Mira,
tú te debes a ti mismo, y a mí y a un montón de personas, para
mantenerte en la física. Pusimos muchísimas horas en tu instrucción. Años. No
puedes arrojar eso así como así. Tu talento. Tu educación. Es un insulto. Una
falta de respeto.”
Y
es que el prometedor becario había decidido dedicar una buena parte de su
tiempo a la creación literaria.
El arco iris de Feynman, de Leonard Mlodinow (Crítica, 2004)
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