jueves, 3 de abril de 2014

Heinrich von Kleist, El juicio de Dios (Madrid: Rey Lear, 2007)



Kleist tiene libros maravillosos. Si yo hiciese una lista alternativa con “las otras grandes novelas del siglo XIX” (no se me ocurre intentar desbancar las de Dickens, o las de Galdós, o las de Dostoievski, o las de Tolstoi…), pondría en los primeros puestos La hija del capitán, de Pushkin (puro Kipling, o John Ford; ¿no se habrá hecho nunca una película con esta historia?), Un corazón sencillo, de Flaubert (una de las narraciones más delicadas y conmovedoras que conozco), El perro de los Barskerville, de Conan Doyle (de las pocas novelas en las que casi todo es atmósfera), Moonfleet, de John Meade Falkner (extraordinaria novela emparentada con el mejor Stevenson), o Michael Kohlhaas, de Kleist, por ejemplo.

Michael Kohlhaas tiene una primera mitad grandiosa. Es una especie de Sin perdón en el que un personaje que va tragando humillación tras humillación, sufriendo injusticia tras injusticia, llega un momento en que decide que no va a soportar más. El lector, que no se espera que ese hombre paciente, sumiso, se rebele, se queda con la boca abierta con la contundencia de su respuesta. Cabalga junto a él y participa entusiasmado en sus campañas, asiste con felicidad a esa lección de justicia.

En Sobre el teatro de marionetas, Kleist, al explicar cómo se manejan las marionetas, qué disposición mental hay que adoptar, dice cosas que coinciden con las que explica el maestro arquero de Eugen Herrigel sobre cómo hay que avanzar en la técnica del arco, en ese libro prodigioso que es Zen en el arte del tiro con arco (libro, por cierto, que inaugura una serie en la que están la novela Zen en el arte de la motocicleta, el ensayo de Bradbury Zen en el arte de escribir, y toda una larga serie de Zen en diferentes deportes y disciplinas).

Y no olvidemos que Kafka leía con lágrimas en los ojos La marquesa de O. (no creo que le gustase Michael Kohlhaas, que es lo opuesto a sus personajes perplejos y pasivos más característicos).

Pero vayamos a este libro, a este magnífico cuento, lo último que escribió Kleist antes de suicidarse. Una mañana un conde aparece muerto. La flecha que lo ha matado pertenece a su hermano. Pero este tiene una coartada. Ha pasado la noche con una viuda. A pesar de que ella lo niega, su padre muere del disgusto y sus hermanos la repudian. Solo la cree un amigo suyo, que reta al hermano del conde a un duelo. El duelo será un juicio de Dios. Quien venza tendrá la razón. Vence el hermano del conde, que hiere al joven. El juicio de Dios condena a la joven y a su amigo a la hoguera. Y no cuento más. Esta situación crítica no permite sospechar el desenlace de la historia. ¿Qué sabemos realmente sobre lo que hacemos, o sobre lo que hemos hecho? ¿Cuál es la relación entre lo que somos y lo que hacemos? A mí me ha recordado algunas historias de Isak Dinesen, que tanto debe a los narradores románticos alemanes (a Hoffmann, sobre todo).

1 comentario:

  1. De Michael Kohlhaas, relato que también me fascina, hay una versión cinematográfica, y naturalmente un western. Aunque la acción original transcurre si mal no recuerdo en el siglo XVII, la traslación al Far West es sencillísima. Así que no es ocioso que lo equipares a Sin Perdón, por más que la peli basada en el relato no alcance tales cotas de excelencia. La película se titula The Jack Bull, y la dirigió John Badham para la HBO (sí, era una TV movie). No está mal.

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