Desde hace unos cuantos años
vengo rindiéndome al poder recreador que ejercen entre sí las diferentes
manifestaciones del arte, y en particular el que bendice a la música para
recrear los universos y los textos literarios, más complejo y misterioso acaso
que el que tienen las palabras para expresar y transformar –recrear, en fin–
las obras de arte que no se construyen con ellas. De esto estamos hablando en Los andamios de los pájaros (Sevilla, La
Isla de Siltolá, 2014), el cuarto poemario de Amando Carabias tras Humanidad perdida (1980), Versos como carne (2010) y Quizá un martes de otoño (2013), en el que el poeta reconstruye y
reinterpreta poéticamente los cuadros que su hermano Mariano Carabias expuso en
Segovia en 2010 bajo el significativo título de “Tocar el humo”.
La
tarea que acomete Amando Carabias vuelve sobre las sugerencias abiertas por
Horacio al crear el tópico ut pictura
poiesis, tan reivindicado por los renacentistas, y lo hace asumiendo que
recrea literariamente lo que ya es, en sí mismo, un ejercicio de recreación
estética tan admirable como el que entraña la pintura. No tuve el placer de
visitar en su día la exposición de Mariano Carabias, pero me he preocupado por
conocer al menos elementalmente su obra pictórica a través de la completa
colección que se puede visitar en su página web (www.marianocarabias.com) y he
entendido el sentido de las palabras del artista cuando, en el catálogo de su
exposición, afirmaba que, en su intento de plasmar el objeto de su mirada, “va
apareciendo un ser nuevo, atemporal, que posee algo del individuo que ha sido
punto de partida”. Sobre este nuevo ser, que no es exactamente el primigenio
pero encierra su esencia, practica el poeta Amando Carabias su mirada
literaria, esa “mirada del espectador” que, como sostiene Mariano a tiempo de
justificar su idea de la pintura, da un nuevo sentido a lo que se contempla: el
sentido que leemos en sus poemas, con los que, como él mismo dice en el texto preliminar de Los andamios de los pájaros, Amando
responde a la “invitación necesaria para transitar por el eterno viaje que,
atravesando los andamios de los
pájaros, recorren los gestos repetidos en los rostros irrepetibles que nutren
los eslabones de la historia humana”. En este nexo de intemporalidad parece consistir
la principal dimensión simbólica de los andamios de los pájaros, que el poeta
desvela generosamente desde el principio para que el lector disponga de la
clave necesaria para compartir con el poeta la respuesta a la invitación.
En
“Como Dios incendió el cosmos”, el segundo poema de la primera parte del libro
(“Del pincel a la palabra”), Amando recuerda a su hermano entregado a su arte
como un “felino ante su presa” que acecha a las gacelas en el Serengeti y le
rinde a lo largo de todo el poemario un homenaje lírico que amplía con
generosidad el camino que ya trazó en su día con “Y si pudiera mi mano”, uno de
los magníficos poemas de Versos como
carne, su segundo libro. En
esta ocasión, Amando hace que retornen a su naturaleza literaria los retratos
que la pintura de Mariano hizo nacer, entre otras fuentes (la Historia quizá la
más fecunda), de la literatura misma. No es otra la procedencia de la
mitológica Nereida ni de los bíblicos Noé, Elías, David o Moisés, que en el
poema significativamente titulado “Sus palabras serán blasfemias en Wall
Street” nos advierte, rotundo, del poder que ha encumbrado al “bóvido asesino”,
nuevo ídolo “que nos arroja a las cloacas y llena nuestras manos de misiles y
granadas, de venenos y codicia, de especulación e injusticia”.
Cualquiera
que conozca la poesía sabe de la hermandad que mantienen el pincel y la palabra.
Entiendo muy bien a Amando. Yo mismo he sentido muy profundamente la llamada
que hace la pintura a la poesía y en dos ocasiones, por ahora, he intentado
trascender los límites de lo inefable ante “La pelirroja de la blusa blanca”,
del postimpresionista francés Henri de Toulouse-Lautrec, y ante el cuadro “La
madurez” de la emocionante serie “El viaje de la vida” del romántico
estadounidense Thomas Cole, cuyo impacto me exigió que el poema tardase cinco
años en ser escrito. Por eso, por conocer lo que implican el estímulo y el ejercicio
desafiante que conduce al intento –mero intento– de respuesta, manifiesto mi
admiración por esta última obra de Amando Carabias. Por eso y por la forma en
la que los poemas captan el gesto, la reflexión, la actitud, las expectativas y
los sentimientos, poderosamente reflejados, entre otros muchos ejemplos
posibles, en la victoria que consigue el general que merece la corona gramínea
en el poema hermosamente titulado “Solo él es silencio y es sonrisa”. Por eso y
porque en la poesía de Amando Carabias late un sentido ejemplar del compromiso
como él mismo nos recuerda cuando, por elevación, afirma que “no es mi palabra
propiedad privada”, muy coherente título del cuarto poema de la primera parte
del libro que define también una forma de escribir y de querer escribir. Por
eso y por la facilidad –solo posible gracias al oficio– con la que el poeta
reinventa y renombra la realidad, como en ese magistral fragmento de “Mis
viajes son anuncios por palabras” en el que el marinero cuyo cuadro se recrea
enuncia lugares que solo pueden vislumbrarse desde el sueño, la revelación o
una experiencia única:
“el Valle de los Besos, la Isla de
Sonrisa,
el Estrecho del Sueño Intransferible,
el Cabo Melancólico,
la Sierra de Pasión, el Océano Miedo,
la Sima Indiferencia,
el Lago de los Versos, la Llanura
Caricia,
el Desierto del Odio, la Playa Mil
Historias,
la Hoz de la Pesadilla Muerta,
la Cordillera de las Manos Juntas,
la Depresión del Duelo,
el Archipiélago de la Tristeza y
Y
junto a todas estas razones, reconozco el espacio que Amando Carabias reserva
siempre en sus poemarios para el universo nuclear de sus afectos, atesorados en
la cuarta sección del poemario (“Su carne es mi carne”), que no recrean
literariamente retrato alguno pero pintan de forma entrañable el retrato del
amor: la esposa, el padre, las hijas –cuyos poemas destaco muy especialmente– y
de nuevo la madre (“Digo madre y regresa aquella infancia”), cuya presencia
amada cruza Quizá un martes de otoño,
su tercer poemario, a la que nombra y cuya mirada contempla confiado porque
“ahora nada importa la dirección de la brújula, solo importa que apunte; porque
mientras mis ojos sean testigos de sus pupilas, aún soy niño, aún el precipicio
queda lejos y existe el Edén, o el eco de su certeza”.
Y
todo esto lo escribe Amando sosteniendo vigorosamente el pulso con el reto que
encierran los poemas extensos, abundando en las formas que son comunes en su
poesía –el versículo, el endecasílabo blanco y largos párrafos versiculares de prosa
poética–, desplegando un lenguaje a veces cargado de símbolos y rayano en el
surrealismo, como en el poema “Impedir el jaque mate a las mariposas” [Il
Cavaliere] y manejando con
eficacia rítmica las recurrencias, especialmente las que consisten en versos
que se repiten creando a veces un efecto letánico. Destaco también el acierto
con que logra construir algunos versos lapidarios, sentenciosos (“¿No recordáis
que Dios es el mejor poeta?”, del poema “Rama de olivo” [Noé]; “Estar es
nuestro acierto, solo estar”, del poema homónimo dedicado al cuadro “Ciudadano
griego”; “Nada concluye nunca, excepto nuestras vidas”, del poema “Tu mirar
tropezó en mi desconsuelo” [Guerrero medieval] y el bellísimo “seguir al
corazón es lo que importa”, del poema cuyo título coincide con el del poemario.
Del mismo tono son algunos fragmentos que me parecen sobresalientes: “la
sonrisa / es el futuro abierto a la esperanza: / vivir, la contraseña” del
poema dedicado al cuadro “Hombre sonriendo” que toma el título de este último
verso; “Mientras se nombra a dios gritando muerte / y se empuñan espadas contra
alfanjes, / han pactado los tronos su estrategia”, verso que da título al poema
dedicado al cuadro “Templario”, y “…el planeta es la pregunta / y no hay mejor
respuesta que el camino, / pues nunca la pesquisa es el reposo”, de “Mis viajes
son anuncios por palabras” [Marinero].
Bien
está que, como reza en la solapa de cubierta de su libro y como debemos hacer
siempre todos cuantos escribimos poesía, Amando Carabias se siga considerando
un aprendiz, y ay de aquel poeta que no tenga clara esta condición permanente
de su quehacer. Que tenga en cuenta, sin embargo, y que no lo olvide, que Los andamios de los pájaros han
construido el mejor armazón para ascender al lugar en el que la comunión entre
la pintura y la poesía nos otorgan el regalo de tocar el humo.
Santiago A. López Navia
24 de abril de 2014
(La fotografía, de Amando Carabias y Santiago López Navia, corresponde a la presentación de "Los andamios de los pájaros" en la Diputación Provincial de Segovia.)
Durante el acto la emoción me fue creciendo, y ahora, al releer tu texto, siento casi los mismos temblores.
ResponderEliminarGracias, querido Santiago por tu generosidad, por tu mirada y por subir aquí este texto.
Un fuerte abrazo.
Estoy emocionada, Santiago. Creo que nadie ha captado mejor que tú esos poemas entre andamios. Tuve la suerte de disfrutar la exposición de Mariano y conozco bien todos los versos que citas. Poesía, pintura y ahora tus letras exquisitas competan el conjunto.
ResponderEliminarBesos, siempre.
¡Un aplauso prolongado para este exquisito texto!!! Me deja sin plabras.
ResponderEliminarY felicidades para ésta familia de poetas.
Un beso.