lunes, 28 de abril de 2014

“Dejar a la intemperie la veta del tesoro”. Los andamios de los pájaros de Amando Carabias María


Por Santiago López Navia 

Desde hace unos cuantos años vengo rindiéndome al poder recreador que ejercen entre sí las diferentes manifestaciones del arte, y en particular el que bendice a la música para recrear los universos y los textos literarios, más complejo y misterioso acaso que el que tienen las palabras para expresar y transformar –recrear, en fin– las obras de arte que no se construyen con ellas. De esto estamos hablando en Los andamios de los pájaros (Sevilla, La Isla de Siltolá, 2014), el cuarto poemario de Amando Carabias tras Humanidad perdida (1980), Versos como carne (2010) y Quizá un martes de otoño (2013), en el que el poeta reconstruye y reinterpreta poéticamente los cuadros que su hermano Mariano Carabias expuso en Segovia en 2010 bajo el significativo título de “Tocar el humo”.

La tarea que acomete Amando Carabias vuelve sobre las sugerencias abiertas por Horacio al crear el tópico ut pictura poiesis, tan reivindicado por los renacentistas, y lo hace asumiendo que recrea literariamente lo que ya es, en sí mismo, un ejercicio de recreación estética tan admirable como el que entraña la pintura. No tuve el placer de visitar en su día la exposición de Mariano Carabias, pero me he preocupado por conocer al menos elementalmente su obra pictórica a través de la completa colección que se puede visitar en su página web (www.marianocarabias.com) y he entendido el sentido de las palabras del artista cuando, en el catálogo de su exposición, afirmaba que, en su intento de plasmar el objeto de su mirada, “va apareciendo un ser nuevo, atemporal, que posee algo del individuo que ha sido punto de partida”. Sobre este nuevo ser, que no es exactamente el primigenio pero encierra su esencia, practica el poeta Amando Carabias su mirada literaria, esa “mirada del espectador” que, como sostiene Mariano a tiempo de justificar su idea de la pintura, da un nuevo sentido a lo que se contempla: el sentido que leemos en sus poemas, con los que,  como él mismo dice en el texto preliminar de Los andamios de los pájaros, Amando responde a la “invitación necesaria para transitar por el eterno viaje que, atravesando  los andamios de los pájaros, recorren los gestos repetidos en los rostros irrepetibles que nutren los eslabones de la historia humana”. En este nexo de intemporalidad parece consistir la principal dimensión simbólica de los andamios de los pájaros, que el poeta desvela generosamente desde el principio para que el lector disponga de la clave necesaria para compartir con el poeta la respuesta a la invitación.


En “Como Dios incendió el cosmos”, el segundo poema de la primera parte del libro (“Del pincel a la palabra”), Amando recuerda a su hermano entregado a su arte como un “felino ante su presa” que acecha a las gacelas en el Serengeti y le rinde a lo largo de todo el poemario un homenaje lírico que amplía con generosidad el camino que ya trazó en su día con “Y si pudiera mi mano”, uno de los magníficos poemas de Versos como carne, su segundo libro.  En esta ocasión, Amando hace que retornen a su naturaleza literaria los retratos que la pintura de Mariano hizo nacer, entre otras fuentes (la Historia quizá la más fecunda), de la literatura misma. No es otra la procedencia de la mitológica Nereida ni de los bíblicos Noé, Elías, David o Moisés, que en el poema significativamente titulado “Sus palabras serán blasfemias en Wall Street” nos advierte, rotundo, del poder que ha encumbrado al “bóvido asesino”, nuevo ídolo “que nos arroja a las cloacas y llena nuestras manos de misiles y granadas, de venenos y codicia, de especulación e injusticia”.

Cualquiera que conozca la poesía sabe de la hermandad que mantienen el pincel y la palabra. Entiendo muy bien a Amando. Yo mismo he sentido muy profundamente la llamada que hace la pintura a la poesía y en dos ocasiones, por ahora, he intentado trascender los límites de lo inefable ante “La pelirroja de la blusa blanca”, del postimpresionista francés Henri de Toulouse-Lautrec, y ante el cuadro “La madurez” de la emocionante serie “El viaje de la vida” del romántico estadounidense Thomas Cole, cuyo impacto me exigió que el poema tardase cinco años en ser escrito. Por eso, por conocer lo que implican el estímulo y el ejercicio desafiante que conduce al intento –mero intento– de respuesta, manifiesto mi admiración por esta última obra de Amando Carabias. Por eso y por la forma en la que los poemas captan el gesto, la reflexión, la actitud, las expectativas y los sentimientos, poderosamente reflejados, entre otros muchos ejemplos posibles, en la victoria que consigue el general que merece la corona gramínea en el poema hermosamente titulado “Solo él es silencio y es sonrisa”. Por eso y porque en la poesía de Amando Carabias late un sentido ejemplar del compromiso como él mismo nos recuerda cuando, por elevación, afirma que “no es mi palabra propiedad privada”, muy coherente título del cuarto poema de la primera parte del libro que define también una forma de escribir y de querer escribir. Por eso y por la facilidad –solo posible gracias al oficio– con la que el poeta reinventa y renombra la realidad, como en ese magistral fragmento de “Mis viajes son anuncios por palabras” en el que el marinero cuyo cuadro se recrea enuncia lugares que solo pueden vislumbrarse desde el sueño, la revelación o una experiencia única:


“el Valle de los Besos, la Isla de Sonrisa,
el Estrecho del Sueño Intransferible,
el Cabo Melancólico,
la Sierra de Pasión, el Océano Miedo,
la Sima Indiferencia,
el Lago de los Versos, la Llanura Caricia,
el Desierto del Odio, la Playa Mil Historias,
la Hoz de la Pesadilla Muerta,
la Cordillera de las Manos Juntas,
la Depresión del Duelo,
el Archipiélago de la Tristeza y
la Selva Carcajada de los Ángeles”. 

Y junto a todas estas razones, reconozco el espacio que Amando Carabias reserva siempre en sus poemarios para el universo nuclear de sus afectos, atesorados en la cuarta sección del poemario (“Su carne es mi carne”), que no recrean literariamente retrato alguno pero pintan de forma entrañable el retrato del amor: la esposa, el padre, las hijas –cuyos poemas destaco muy especialmente– y de nuevo la madre (“Digo madre y regresa aquella infancia”), cuya presencia amada cruza Quizá un martes de otoño, su tercer poemario, a la que nombra y cuya mirada contempla confiado porque “ahora nada importa la dirección de la brújula, solo importa que apunte; porque mientras mis ojos sean testigos de sus pupilas, aún soy niño, aún el precipicio queda lejos y existe el Edén, o el eco de su certeza”.
Y todo esto lo escribe Amando sosteniendo vigorosamente el pulso con el reto que encierran los poemas extensos, abundando en las formas que son comunes en su poesía –el versículo, el endecasílabo blanco y largos párrafos versiculares de prosa poética–, desplegando un lenguaje a veces cargado de símbolos y rayano en el surrealismo, como en el poema “Impedir el jaque mate a las mariposas” [Il Cavaliere]  y manejando con eficacia rítmica las recurrencias, especialmente las que consisten en versos que se repiten creando a veces un efecto letánico. Destaco también el acierto con que logra construir algunos versos lapidarios, sentenciosos (“¿No recordáis que Dios es el mejor poeta?”, del poema “Rama de olivo” [Noé]; “Estar es nuestro acierto, solo estar”, del poema homónimo dedicado al cuadro “Ciudadano griego”; “Nada concluye nunca, excepto nuestras vidas”, del poema “Tu mirar tropezó en mi desconsuelo” [Guerrero medieval] y el bellísimo “seguir al corazón es lo que importa”, del poema cuyo título coincide con el del poemario. Del mismo tono son algunos fragmentos que me parecen sobresalientes: “la sonrisa / es el futuro abierto a la esperanza: / vivir, la contraseña” del poema dedicado al cuadro “Hombre sonriendo” que toma el título de este último verso; “Mientras se nombra a dios gritando muerte / y se empuñan espadas contra alfanjes, / han pactado los tronos su estrategia”, verso que da título al poema dedicado al cuadro “Templario”, y “…el planeta es la pregunta / y no hay mejor respuesta que el camino, / pues nunca la pesquisa es el reposo”, de “Mis viajes son anuncios por palabras” [Marinero].

Bien está que, como reza en la solapa de cubierta de su libro y como debemos hacer siempre todos cuantos escribimos poesía, Amando Carabias se siga considerando un aprendiz, y ay de aquel poeta que no tenga clara esta condición permanente de su quehacer. Que tenga en cuenta, sin embargo, y que no lo olvide, que Los andamios de los pájaros han construido el mejor armazón para ascender al lugar en el que la comunión entre la pintura y la poesía nos otorgan el regalo de tocar el humo.
Santiago A. López Navia
24 de abril de 2014

(La fotografía, de Amando Carabias y Santiago López Navia, corresponde a la presentación de "Los andamios de los pájaros" en la Diputación Provincial de Segovia.)

3 comentarios:

  1. Durante el acto la emoción me fue creciendo, y ahora, al releer tu texto, siento casi los mismos temblores.
    Gracias, querido Santiago por tu generosidad, por tu mirada y por subir aquí este texto.
    Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Estoy emocionada, Santiago. Creo que nadie ha captado mejor que tú esos poemas entre andamios. Tuve la suerte de disfrutar la exposición de Mariano y conozco bien todos los versos que citas. Poesía, pintura y ahora tus letras exquisitas competan el conjunto.
    Besos, siempre.

    ResponderEliminar
  3. ¡Un aplauso prolongado para este exquisito texto!!! Me deja sin plabras.
    Y felicidades para ésta familia de poetas.
    Un beso.

    ResponderEliminar