A pesar de lo mucho que dio de hablar en su tiempo, la fama del poeta y pintor sevillano Juan de Jáuregui amengua aceleradamente: como artista plástico, sólo se le recuerda por ese presunto retrato de Cervantes que, a buen seguro, ni fue obra de Jáuregui ni reproduce, en verdad, el auténtico semblante del autor del Quijote; y como poeta apenas se le menciona por sus dos grandes composiciones extensas, el Orfeo y la Aminta, obras de enojosa lectura para el lector hodierno. Me gustaría recordarle hoy también por su talante brioso, independiente y combativo, que le llevó a enfrentarse sin temor, en defensa de sus convicciones estéticas, con un ya consagrado Luis de Góngora, al que endilgó su virulento Antídoto contra la pestilente poesía de Las Soledades; a enemistarse luego con Lope de Vega (a pesar de haber gozado antes de su amistad y protección, que tanto le favorecían), y a enzarzarse también con Quevedo. Me parece, además, que este soneto de Jáuregui, dedicado “A un navío destrozado en la ribera del mar”, cobra hogaño gran actualidad, al menos entre los que compartimos con el poeta sevillano su deseo de que los que se mueven por “codicia avara” se queden de una vez y para siempre en “extranjera provincia”, y a ser posibles faltos del “consuelo” y el “oro”.
XIII.- Juan de Jáuregui y Aguilar (1583-1641)
Este bajel inútil, seco y roto,
tan despreciado ya del agua y viento,
vio con desprecio el vasto movimiento
del proceloso mar, del Cauro y Noto.
Soberbio al golfo, humilde a su piloto,
y del rico metal siempre sediento,
trajo sus minas al ibero asiento,
ávidas en el Índico remoto.
Ausente yace de la selva cara,
do el verde ornato conservar pudiera
mejor que pudo cargas de tesoro.
Así, quien sigue la codicia avara,
tal vez, mezquino, muere en extranjera
provincia, falto de consuelo y oro.
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