Por Javier Guzmán
El señor y maestro, rector y habitante
unidimensional tenía ensayado un protocolo por si alguna noche de invierno
llegaba un pasajero, que llegó una tarde gloriosa de primavera de libro. Luego
del trasiego por dependencias, alcobas y un sinfín de grandezas otoñales
(vasijas de ordeño donde se crían lagartijas escurridizas a la contra, celosías
transfiguradas en troneras luminosas, ménsulas de barroco primitivo aparejadas
como patas de cama adoselada, columnas salomónicas construidas girando
ladrillos sobre su eje), el señor huésped contrató la habitación por seis meses
y pagó por adelantado. El dueño, de genoma (neologismo por antigua prosapia)
impertérrito a las veleidades del destino, requiere a qué fin tanta confianza
en el futuro.
La respuesta fue rotunda.
-He venido aquí a suicidarme.
-Oiga, esto por aquí se hace en un
olivar.
Si cuento esto de entrada es con la
intención nada oculta de meterme, a mi manera, en el mundo de La casa rural, la deliciosa novela de Adolfo
M. Martínez, cuya lectura me ha hecho crujir las cuadernas hasta empujarme a
dar gracias a la vida, porque siempre se aprende cuando uno se sorprende y
pocas cosas son más de celebrar que la lectura pausada de una prosa diáfana,
transparente, utilizada con mesura y desparpajo, desprovista de resabios, para
contarnos una historia de delicada ficción (de ficción son todas las historias
literarias, pero no todas son delicadas), contada así, con las manos, sin
aspavientos, divertida y eterna, donde todo ocurre, muchas veces, con pasmosa
naturalidad. Al principio pensé hacer una crítica (palabra tajada con aceros),
empeño de inmediato desdeñado. Esta, me dije, me la voy a festejar.
La casa rural me llega en sobre de
la continuamente renovada despensa de Ediciones La Discreta, extraña editorial
que aún te permite mantener la fe en los sociales atributos esenciales de la
imprenta recién inventada.
Como es muy habitual, el libro abre con
una cita que es una autocita, algo para nada habitual, exaltación de las
virtuosas profesionales del sexo, esas mujeres que, citando a Jardiel Poncela,
hacen bien por dinero lo que la mayoría hace mal por amor.
(Inciso: no voy a citar nunca más las
fuentes de mis intercalados intertextos. Apócrifos o no, los mantendré
perniciosamente ocultos, solo para enterados, interesados o listillos.)
Luego de la autocita, una dedicatoria:
A
las chicas del burdel y a las volgivagas que hacen la calle.
Vamos, dedicada a todas las mujeres que
ejercen la profesión del desahogue masculino (a más putas entregadas, menos
psiquiatras entrometidos) en su aplicación más fieramente humana, y no a las
empresariales de las sacrílegas casas de tapadillo, (más propias de militares,
concejales y arciprestes), ni a las diletantes del papel couché, asiduas
boqueronas en los programas del corazón casposo de todas las televisiones de
nuestro mierdoso país, esas que cobran mucho más y lo hacen mucho peor por
ejercer de entretenidas de, disfrazadas de, acompañantes ocasionales de, último amor
de o ex de (como terminan todas).
A ver si no me disperso. El término
volgivaga, pese a entenderlo perfectamente, me lanzó al diccionario. Es término
romano, utilizado por Ovidio y por Virgilio (toma ya), significa vulgar, común
y popular (o sea, como nuestro gobierno) y engloba a quienes ofrecen amor
tornadizo y plebeyo, digamos por así decir amor de pueblo y al descampado, no
en vano habitamos una muy noble casa rural.
Pordiós, si sigo así no es que no vaya a
terminar nunca, es que ni tan siquiera voy a empezar. Vamos pues.
Mi primer gran regocijo es la
terminología amaestrada. Lomogato, palabra huida del diccionario, que supongo
línea de tejas arábigas colocadas boca abajo en convexidad bífida para dividir
los tejados en dos hemistiquios o vertientes. Luego, sigo en la primera página,
aparece un tórtola turca, pájaro que yo imagino paloma de plumaje azul turquesa
y resulta ser “ave colombiforme de muy reciente llegada a España”, es decir,
manchega por emigración de ayer no más. Prosigo: pajarillo todavía con “guachareras”, entiéndase erramagiles del bolo alimenticio, o saliva
solidificada en la comisura de los labios, pico para la ocasión. Y una
última, y termino, “asobinado”, vocablo que aparece en El bienablao, La Manchuela (hablan, como Rajoy, por el terminao): dícese del gañán recién levantao que todavía
tiene sueño o está espeso. Adormiscao.
El dominio del autor sobre el léxico de
la zona descrita roza el excelsis deo.
Todo autor inventa sus precursores (axioma de Borges sobre Kafka y no pienso
volver a citar mis fuente, pero saltarme a pájaros de tan altos vuelos, vuelos
de cóndor y más aún, como Borges y Kafka, de un solo disparo y con silenciador
me parece abusiva marranería), y la prosa de Adolfo me retrotrae, por
cerebración inconsciente, a Delibes, a su dominio del medio rural de Castilla
la Vieja, tan emparentado sin ser mimético con el de esta Castilla la Nueva. Yo
siento el paso cansino de un hombre con boina, buen compañero de escopeta, Adolfo,
para levantar perdices de parla volátil entre los surcos de los barbechos de la
lengua. El texto asoma aromas a soto y a ribera, a campos baldíos, a pámpanos,
a siegas, a olivos centenarios, a ovejas blancas, a malas pécoras, y a vinos
recios en boca de hombres de hablar preciso. Eso es Castilla. Pues bien, desde
don Miguel III el Santo, no me había topado con un léxico agrario tan rico, tan
exacto, tan apegado a la tierra como el de Adolfo, quien sin lugar a dudas ha
bebido, y vivido, en ámbitos de lenguas traveseras, ajustada a las necesidades
de gentes muy, pero que muy, suyas y a lo suyo, capaces de solucionar
intrincados problemas de convivencia con precisión de agrimensor y juramentos
de arriero.
Pongamos, pues, a Delibes como primer
compañero de viaje.
La casa rural, vamos a correr algo y
desvelar linduras, se teje, se entreteje, sobre una historia mínima. A la casa
rural llega un huésped, Placentino, con la intención de relajarse, arreglar
papeles, últimas voluntades incluidas, y una vez cumplido con las puñeterías de
la burocracia, suicidarse. Menos lo del papeleo, entiendo todo, porque todo
está narrado con una naturalidad sobrenatural. No hay misterio, ni tensión, ni
recovecos. Todo fluye y se incardina en sí mismo tal vez porque la vida, cuyo
último grito de esperanza viene a ser la muerte, no tiene nada de terrible ni
de sorpresivo, nadie se extraña por nada, pues nada es extraño a lo cotidiano
tantas veces ya vivido. El señor de la casa quiere, o cree que quiere, o
considera su deber, o no quiere ver su habitación (la de la cama con patas
construidas aprovechando ménsulas herrerianas) salpicada de sangre. Para estas
cosas, aquí, buscamos un olivo alejado, insiste. Nada de moralina, nada de rasgarse
las vestiduras, hombre de dios, mátese, pero no manche. El hombre recurre a
todo el pueblo (lo que al autor aprovecha para escribir una novela coral) desde
la benemérita a los taberneros, desde el señor cura párroco a los psiquiatras
(2) que no se sabe muy bien si están o no están ni mucho menos a lo que están
si es que están en algo (a lo mejor son loqueros gallegos, que también haylos).
Por supuesto la solución es mucho más mundana y viene envuelta entre la leve
bruma de las sábanas de espuma de la cama muelle del burdel vecino (rumor
sonoro de arpa de oro, beso del aura, onda de luz), donde el buen Placentino
pierde el miedo a quedarse con su dolor a solas. Bueno, esta es la historia y
no necesita más. Por medio, páginas de textura translúcida en un castellano del
que ya no abunda (el autor ha bien leído a los magníficos canallas del siglo
áureo), historias hilvanadas sin costuras, un fluir de tema en tema con la ligereza
y la precisión del salto del pájaro en las ramas. En esta novela no te importa,
para nada, lo que va a ocurrir, porque te fascina lo que está ocurriendo,
sentir como se va ensanchando la mente al paso amable de su lectura. El autor
consigue algo muy al alcance solo de muy pocos, que es llevarte en volandas
cual diablo cojuelo y hacerte ver las cosas de ahí abajo mientras vas saltando
por la enramada (sí, te sientes picaflor), por su sabia mano gobernado. El
contar las cosas más serias con tanta fluidez como descarnado distanciamiento
es patrimonio de adultos bien timbrados, de los que saben que bastante
anchuroso y aún más maravilloso es el camino de la ida como para pretender
estar de vuelta. De alguna manera (y eso solo el autor lo sabe o al menos lo
barrunta), nuestro buen posadero protagonista habrá emprendido a lo largo de su
vida (varias veces o en constante) el estudio de la metafísica, pero siempre se
lo habrá interrumpido la felicidad. Todo esto está en la novela, por sus
páginas rezuma.
Kipling, Kubrik (maldita sea, siempre quise meter de rondón en mis escritos al recluta Patoso y nunca me atreví, ¡cobarde!, y ahora aparece miles gloriosus, malgré lui, en La casa rural), Rigaut, Lugones, Sergei Esenin, la Duncan, Laing, Sender, Carmen Laforet… y voy en la página veintiuna de un texto que empieza en la nueve. En cualquier otro, tamaña acumulación de citas resultaría un ejercicio de exaltación de la pedantería de muy difícil digestión. Pues aquí no. Aquí, me repito, todo fluye sin apoyatura multisápida y donde está escrito, verbigracia, nos indica Cioran, tú lees pues como me dijo mi amigo Manolo. La camaradería entre lector y escritor es de campechana colaboración consolidada desde los primeros balbuceos y no admite, ni mucho menos necesita, aclaraciones ni considerandos.
Veamos, por ejemplo, como se despacha a
la Laforet:
Y
es que la Carmen era rarita. ¿A quien se le ocurre a los veintitrés años
escribir una primera novela que te sale redonda? ¿Y después? Pues, nada.
A mí me parece toda una declaración no
de principios sino de finales.
Ya mentado el recluta Patoso, vayamos a
buscar otro conmilitón.
Placentino es preguntado de esta guisa
por las causas peregrinas que le encaminan al atajo del suicidio:
-¿Por qué se quiere usted suicidar?
Su
respuesta, otra pregunta, es de armas tomar:
-¿Qué quiere, que le cuente mi vida?
Como es obvio, tal amenaza te sumerge en
el silencio. Es más, hasta temes que si el otro te cuenta su vida con pelos y
señales, al final el suicida serás tú y, mira, hombre, justo en este momento no
estoy por la labor. Placentino, vencedor dialéctico, va y cuenta, si no su
vida, sí su circunstancia.
-Cuando
llegué mi mujer me había abandonado, se había largado con su ginecólogo, el de
ella, que le dijo: “Tienes el majuelo más bonito que he visto en mi vida”.
Reconozco que es una de las mejores
declaraciones de amor jamás leídas por mí, máxime sabiendo de quien viene,
hombre por su profesión experto conocedor de la palpitante belleza de los
majuelos. Nuestro beatusile increpa al cornudo presuicida, hombre sin arrestos
no como Gesualdo, príncipe de Venosa, compositor de delicados madrigales, quien
al sorprender a su mujer espatarrada y ensartada en su cama, adoselada, por su
mejor amigo (para que te fíes de los amigos) atravesoles con su espada y
dejoles unidos para siempre (canta Peret). Una vez expuesto el ejemplo de como rematar una infidelidad
conyugal, piénsalo bien, Placentino, suicidarse es lo último, joder, aún le
queda tiempo al autor para realizar un jugoso comentario, textual, tangencial
al tema: cada vez que cuento esto no
puedo evitar que se me venga a la cabeza la técnica de los pinchos morunos.
Lo siento, pero me declaro incapaz de
evitar la asociación con Amanece, que no
es poco, película paradigma del surrealismo más rabiosamente español, y
únicamente español.
Realismo surrealista español (Buñuel,
Berlanga, Cuerda). Segunda compañía.
La
historia es larga, la batalla intensa, las heridas llagan y el sexo apenas se
practica. Hasta que un hombre de saberes bien pertrechado tapona la brecha:
-El femenino, pues cualquier nombre
utilizado con la intención de denominarlo, lo denomina. (Cito de memoria.)
Por eso nosotros decimos, menuda almeja
tiene la Lola, mientras que los argentinos dicen… y, mirá, viejo, ¿ya visitaste
la concha de la Lola?
En realidad, el argumento valdría para
cualquier sexo, pero ganaron los defensores de lo femenino por adelantados.
Vale, a lo que iba.
En cuanto el ginecólogo, ¿cuál, el suyo o el de su mujer?, dice
lo de tienes el majuelo más bonito que he
visto en mi vida, se me vino a la cabeza la sexuda discusión del casino y me dije, he aquí una confirmación del
aserto postulada en demostración axiomática, inapelable: majuelo utilizado en
golfo como hace Adolfo es vaso idóneo.
Ya puestos, no es solo ese chascarrillo
de casino lo que me vincula a un autor con el otro. Es, sobre todo, el
sentimiento lúdico de la vida utilizado para reflejar el sentido trágico de la
vida.
Y es, como mínimo, un mínimo común
denominador en los dos autores.
Cual cándido Voltaire, ¿cándido
Voltaire?, nuestro buen beatusile arrima hombros, arregla entuertos y acepta
tranquilo, es un hombre tranquilo, no discutir, no argüir y cultivar la huerta,
y al final, triste después de haber
cumplido con su deber se va a ver a las chicas y a que Guillermo termine de
contarme el chiste del tipo aquel que iba a Tomelloso a vender máquinas para
coger melones.
La
casa rural es obra adulta, con el poso en superficie de quien sabe contar
las cosas que quiere contar, pero no quiere hacer sangre, ya no. Su narración
es pajarera, alada, carece de artificiosidad y es preciosista. Tiene pasajes
memorables, para enmarcar (la apología y disección del pedo, recuerdo ahora) o
el tratamiento que da a las alegres chicas del burdel (Les demoiselles de Vildaró,
diría Picasso), que roza lo arcangélico (lo arcangélico Corelli, como mínimo),
apasionadas en el acto y entregadas en el amor, lectoras de Alfonsina Storni
(también tienen rarezas las pupilas), de sabia discreción y jacarandosa
pillería en compañía. Pulula por sus páginas todo un mundo que tiene y
entretiene como cuando saca a pasear a Ortega, don José, pero nos induce a
creer que su nombre es Simonne.
Esta novela, lo avisé mucho más arriba,
me la voy a festejar. Y para agradecer el festín como se merece, como yo creo
que se merece, no encuentro la voz a mí debida. Se la pido a Góngora, don Luis,
por favor, es suya la palabra:
Adolfo, templado pula en su maestra mano el generoso pájaro su pluma.
Tengo la inmensa suerte de vivir y dirigir esa Casa Rural de la novela y más aún de poder compartir con Adolfo Martínez innumerables y maravillosas conversaciones, de ser su alumna en artes pictóricas y culinarias. Tengo la fortuna de haber leído esa novela aún calentita, recién salida de la imprenta y aún mejor, de tener un ejemplar dedicado con un sencillo: "Con cariño".
ResponderEliminarPara mi fue una delicia indescriptible leer la novela, porque conozco cada rincón de la casa, y no necesito imaginarla y porque cada tarde podía comentar con Adaolfo este o aquel pasaje que me habían llamado la atención, no he tenido que entretenerme en buscar palabras para mi desconocidas en el diccionario porque Adolfo fue mi diccionario, y no se quedó nunca en la definición de la palabra, conociéndole uno sabe que eso no es posible, siempre adornó y amplió la información con otras historias que quizá algún día formen parte de alguna otra de sus novelas.
Pásate por la Casa Rural, si leíste la novela entenderás muchas cosas y si aún no has tenido la suerte de perderte entre sus líneas, nada mejor que conocer de primera mano esa habitación donde Placentino organizaba su suicidio.
www.palacioruraluniversitas.com
Señor Guzmán:
ResponderEliminarComencé a leer su comentario y al ver la extensión y anticipar su enjundia, preferí reservar el resto para mejor ocasión. Y por fin llegó. La novela y el comentario gozan de una característica común: son de esos textos que no queremos que terminen, al tiempo que no podemos parar de leerlos. Es más, diría que gracias a sus inspiradas palabras, se extiende como una continuación el placer de la lectura de la novela de Adolfo Martínez. No ha podido encontrar mejor intérprete.
Gracias David, tu bondad solo puede ser superada por tu generosidad.
EliminarJavier