¡Loor y gloria al capitán Aldana, otro de los poetas menores ya bastante “mayorcitos”! La crítica le ha reconocido siempre un magisterio que, por mil vicisitudes que se escapan a los estrechos límites de estos comentarios, nunca ha llegado a calar entre los lectores. Se le recuerda, principalmente, por su lírica amorosa de matizada impronta erótica, en la que alcanzó cotas supremas, como queda patente en su soneto más reproducido (“¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando / en la lucha de amor juntos, trabados…”); pero Aldana cultivó también las venas religiosa, metafísica y narrativa, y en todas ellas dejó auténticas obras maestras. Yo creo, empero, que este soneto es, sin duda, su poema más hermoso: Aldana, fatigado por su agitada vida de soldado (nacido en Nápoles, participó en numerosas batallas y fue puesto por el rey Felipe II a disposición de su sobrino, el rey don Sebastián de Portugal, quien lo arrastró a la muerte en Marruecos, en la tan caballeresca como estúpida batalla de Alcazarquivir), imagina la vida eterna no como una absurda contemplación extasiada del rostro de Dios, sino como la independencia que adquiere el alma, ya despojada de las servidumbres corporales, para gozar, libremente, de la amena compañía y la conversación de los amigos.
XV.- Francisco de Aldana (1537-1578).
El ímpetu crüel de mi destino,
¡cómo me arroja miserablemente
de tierra en tierra, de una en otro gente,
cerrando a mi quietud siempre el camino!
¡Oh, si tras tanto mal, grave y contino,
roto su velo mísero y doliente,
el alma, con un vuelo diligente,
volviese a la región de donde vino!:
iríame por el cielo en compañía
del alma de algún caro y dulce amigo,
con quien hice común acá mi suerte;
¡oh, qué montón de cosas le diría,
cuáles y cuántas, sin temer castigo
de fortuna, de amor, de tiempo y muerte!
Precioso soneto, uno de los mejores cantos a la amistad que he leído.
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