martes, 15 de octubre de 2013

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer

Ya hace unos meses habíamos comentado en este mismo blog otro escrito de David Foster Wallace, escritor norteamericano (1962-2008), que, en mi opinión, destaca en el panorama literario de las últimas décadas. No sólo por su originalidad, humor y análisis de la vida contemporánea; sino por su rara habilidad para mezclar géneros, de tal suerte, que lo que empiezas leyendo como un reportaje se convierte en una narración deliciosa y crítica –véase el que comentamos en esta entrada–, un sesudo ensayo de tintes filosóficos y científicos–como Todo y más (Ed. RBA, 2013)–en una interesante y hermosa historia que tiene como protagonista el infinito, y una novela  –El rey pálido (Mondadori, 2011)– en una reflexión sobre el mundo de la administración de hacienda y sus habitantes. Leyendo a D. F. Wallace no puede uno dejar de preguntarse qué sentido tienen las etiquetas de los géneros en el universo de la buena literatura. 

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer es un reportaje que el autor escribió por encargo de la revista Harper´s en los años 90, y que forma parte de un libro homónimo con otros ensayos y comentarios. Para realizarlo, Wallace se embarcó en un crucero de lujo de siete noches por el Caribe y nos describe con todo detalle su experiencia, desde que embarca en el sur de Florida, hasta su vuelta una semana más tarde. 

Y lo primero que llama la atención del viajero es el esmero y dedicación que toda la tripulación –desde el capitán hasta el último hombre del mantenimiento– dedica al bienestar del pasajero y al cuidado del entorno de la nave. Un batallón de hombres y mujeres –la mayoría del Tercer Mundo y en una proporción de 1,2 por cada 2 expedicionarios– se aplica a este objetivo: brigadas enteras dedicadas a sacar brillo a las superficies, limpiar los suelos, aspirar las moquetas, repasar las barandillas y eliminar los inicios del óxido; maîtres y camareros que te atienden a velocidad metanfetamínica en el bar y restaurantes; un libanés atento a tu más breve ausencia de la hamaca para cambiar tu toalla por otra nueva e impoluta...

Pero es mi experiencia con la limpieza de los camarotes la que constituye el ejemplo definitivo de estrés producido por unos cuidados tan extravagantes que te afectan a la cabeza (…) Lo cierto es que casi nunca veo a la encargada de mantenimiento del camarote 1009, la diáfana Petra, con sus pliegues epicánticos de liebre. Pero tengo buenas razones para creer que ella me ve. Porque cada vez que salgo durante más de media hora del camarote me lo encuentro completamente limpio, sin una mota de polvo y con las toallas reemplazadas y el baño reluciente... La cama está recién hecha y tiene dobladillos de hospital, y encima de la almohada hay otro bombón chocolate relleno de menta (...) Es como tener una mamá sin el sentimiento de culpa. Pero también hay, creo yo, una culpa espantosa en esto, una inquietud profunda y acumulativa, una incomodidad que se presenta como una especie extraña de paranoia por ser cuidado. 
Este es el tono de una narración en la que detrás del limpio corte quirúrgico de un humor que te lleva a echar una carcajada, nos hallamos con una realidad que nos hace torcer el gesto. Una realidad que a lo largo del relato el autor va desvelando:

(1) Cae en la cuenta que con sus treinta y tantos años es con diferencia el más joven de los viajeros del barco: No me parece un accidente que los Cruceros de Lujo 7NC atraigan sobro todo a gente mayor. No digo decrépita, pero sobre todo atraen a gente mayor de cincuenta años, para quien su propia mortalidad ya es más que una abstracción.

(2) La mayoría de los cuerpos que se exponían durante el día en la cubierta del Nadir estaban en diversas fases de desintegración. Y el océano en sí resulta básicamente una enorme máquina de podredumbre.

(3) El agua del mar corroe los barcos a una velocidad asombrosa: los oxida, exfolia la pintura, saca el barniz, apaga el brillo, cubre los cascos de los barcos de percebes, algas y una mucosidad indefinida-marinaomnipresente que parece la misma encarnación de la muerte.

Ante esta terrible realidad que se palpa por todos lados se erige el barco, el Nadir, “un barco que estaba tan limpio y blanco que parecía que lo hubieran hervido”,  aspecto este que para el autor no es algo accidental: “Está claro –nos dice– que esta blancura y limpieza han de representar el triunfo calvinista del capital y la industria sobre la putrefacción primaria del mar.”

Y aquella legión de hombres y mujeres al servicio del pasajero, atentos a cualquier deterioro, expertos en ofrecer actividades constantes, celebraciones, excitaciones y estímulos, en aquel paisaje con el color azul de las Antillas occidentales, el mismo color del cielo, que varía entre el azul de manta infantil y el azul fluorescente, si bien no puede trascender el miedo a la muerte, sí puede ahogarlo durante el tiempo mágico que dura el crucero. 

Los cruceros de lujo siempre empiezan y terminan en sábado. 

1 comentario:

  1. Por favor, voy a buscar ese libro inmediatamente o antes si es posible.
    El algunos países, ¿España?, tu comentario puede considerarse delito pues una evidente incitación a la lectura.
    Javier

    ResponderEliminar